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Defensa abierta de los bostezadores

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Ilustración: T. L. Busby

El fantasma de la corrección política que con acuciosidad digna de mejor causa recorre el mundo, ha hecho poner pies en polvorosa, hasta el punto de llevar a sus miembros a la inminente extinción, a una especie por la que yo particularmente siempre he sentido un aprecio que me desborda el alma: los bostezadores. En efecto, en nombre de una idea distorsionada de la urbanidad se les ha hecho ver como ciudadanos de segunda que, miopes y desconsiderados como son, no hacen más que ir por aquí y por allá abriendo la boca en señal de que se niegan a ver la belleza que los demás defienden y proclaman a los cuatro vientos.

Sin atenuantes, sin siquiera darse la oportunidad de escuchar las explicaciones de quienes cultivan sin vergüenza esta sublime manifestación del alma humana que es el bostezo, salvo muy contadas excepciones de espíritus altruistas y dueños de una amplia mirada, el mundo entero no ha h­­­­­­­­­­­­­echo más que condenarlo. De nada ha valido que voces tan reputadas como las de los científicos de la Universidad de Princeton hayan hecho saber, tras prolongados y minuciosos estudios, que el bostezo es un mecanismo que sirve para enfriar el cerebro. Pues, parece ser que pensar con cabeza fría no estuviera entre los intereses de la generalidad, ya que, a pesar de esta noticia, los calificativos denigrantes contra este no han parado y es tal la acritud con que se hace referencia a él que han logrado hacerlo ver como un acto reprobable que no tiene cabida en el orden impoluto que se quiere instaurar y en el que deben reinar las buenas maneras.

Consecuencia inevitable: los bostezadores son una especie discriminada y vituperada. La historia —esa promotora soterrada de grandes equivocaciones y desatinos— les ha ido relegando poco a poco a los estratos más bajos de la sociedad. No han faltado, incluso, algunos sectores retrógrados deseosos de sugerir a los gobiernos de todas las tendencias políticas la instauración de tribunales inquisitorios para juzgarlos. Ellos, por su parte, fieles a sus principios, con una nobleza de alma que envidiarían los santos, sin inmutarse y como prueba de que llevan una vida honesta, han continuado sus días... bostezando. Hijos del hastío, encuentran vana cualquier controversia y saben que su valor reside precisamente en la manera desapegada con que viven la vida.

Pero bastaría apenas un somero análisis de la realidad para darnos cuenta de lo equivocado que están quienes censuran a los bostezadores. Digámoslo sin vacilaciones: deberían entender que, antes que ademán reprochable, el bostezo es una muestra de sinceridad a la que solo llegan esas mentes refinadas que no precisan ni siquiera de palabras para dejar ver el disgusto que les provocan las cosas que las circundan. En su defensa, se podría decir también, y no se faltaría a la verdad, que el bostezo es la respuesta sabia de aquellos que, situados en el más alto nivel de espiritualidad, no tienen miedo de rechazar la vacuidad con que se les quiere avasallar.

Míresele bien: hay en el bostezo un deje de rebeldía, de inconformismo frente a la dominación y la opresión a la que a veces se quiere someter nuestra libertad como individuos. El bostezo es —desechadas todas las posibilidades— una contestación lacónica, un apunte genial. Aforismo, salida inteligente, máxima digna de mentes brillantes y proclives a la parquedad, eso es el bostezo. Si los lugares comunes nos quieren sitiar; si la mano sin piedad del unanimismo se quiere cerrar en torno a nuestro cuello para asfixiarnos, el bostezo resulta, entonces, providencial.

Pero nada sustenta mejor las ideas de estas líneas que esta postal que nos regala a diario el universo escolar: la niña se ha hastiado del insulso parloteo de su maestro que ya casi completa las dos horas. Ella ha abierto, entonces, su boquita —su bocota, sería mejor decir— y ha dejado escapar con parsimonia una suerte de rugido que sus condiscípulos no han evitado celebrar y que el adulto ha entendido, pues ha puesto final a su intervención magistral.

Los detractores del bostezo reconocerán que, en ocasiones como esta, sólo se cuenta con esa bandera blanca para lograr una tregua en medio de la cruenta batalla. De modo que, en lugar de atacarle, se le debería empezar a dar las gracias a ese gesto oportuno, libertador de oprimidos, redentor de caídos en la desgracia del tedio. Como un gesto noble de su parte, quienes no escatiman denuestos cuando de hablar de él se trata, deberían aceptar que la vida sin esa alternativa sería insoportable.

Defender a los bostezadores es, pues, una obligación que abandero con gusto. Estimo que ya estuvo bien de verles padecer ignominias y esconder los rostros avergonzados. Cerremos filas en torno a ellos, emprendamos cruzadas en su favor, busquemos entre los artistas al Rodin que redima al bostezador, recojamos millones de firmas que demuestren el respaldo cerrado que les manifestamos al entender a cabalidad su lucidez. En ninguna conciencia debe quedar rescoldo de duda acerca de la valiosa posibilidad de expresión que comporta el bostezo y del deber de los espíritus sensibles de hacerle respetar. El género humano no puede privarse de ese aliado incondicional con que le premió la sabia naturaleza humana, pues sin él se perdería de excepcionales momentos de inconformismo e irreverencia y tendría que renunciar a su singularidad.

De modo que no resulta cándido de nuestra parte pensar que está muy cerca el día en que a los bostezadores del mundo entero se les permita juntar sus voces en cualquier plaza y elevar al Altísimo esta oración que don Luis Vidales escribió para ellos:

Señor,
Estamos cansados de tus días
y tus noches.
Tu luz es demasiado barata
y se va con lamentable frecuencia.
Los mundos nocturnales
producen un pésimo alumbrado
en nuestros pueblos
nos hemos visto precisados a sembrarle a la noche
un cosmos de globitas eléctricas.

Señor,
Nos aburren tus auroras
y nos tienen fastidiados
tus escandalosos crepúsculos.
¿Por qué un mismo espectáculo todos los días
desde que le diste cuerda al mundo?

Señor,
Deja que ahora
el mundo gire al revés
para que las tardes sean por la mañana
y las mañanas sean por la tarde.
O por lo menos
—Señor—
si no puedes complacernos
entonces
—Señor—
te suplicamos todos los bostezadores
que transfieras tus crepúsculos
para las 12 del día.

Amén.