Artículos y reportajes
Beatriz Vanegas Athías
Beatriz Vanegas Athías.
Los poemas de Beatriz

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Ediciones UIS ha publicado una antología de versos de la poeta colombiana Beatriz Vanegas Athías titulada Ahora mi patria es tu cuerpo. El volumen recoge una amplia muestra de los cuatro poemarios publicados desde 1994 hasta 2012.

En su poesía, Beatriz sostiene la humanidad, con la estatura del fuego y el peso de su muerte, con la simpleza, el esplendor, y el trasegar implacable de sus días:

pero llegó la noche
con sus pasos furtivos
y me trajo su dádiva
puntual y certera:
una caja de Pandora.

La poeta ve en la palabra su resplandor, devela sus misterios, traduce sus voces, le insufla aliento a la palabra, se repliega a ella, le da velocidad, la vuelve cuerpo para extender su mano y despertar al mundo:

Y sucede también
la mano que surca el agua
y los ojos que se cierran
para habitar la eternidad
por un instante

Nos podemos pasear por los laberintos de su poesía, y tal vez ya no seamos los mismos después de haber entrado en ellos. En su poesía la palabra se vislumbra con la carga de la profundidad esencial, se detiene ante la naturaleza, con el asombro, que perciben los niños, el olor de los jardines y el aullido del silencio:

Se alza en el corazón del patio,
un palo de mango de azúcar
habitable como catedral del sabor.
Se trata del mango que le ganó
la guerra al calor sofocante de la infancia.
Se trata del mismo árbol alegre
que le sonrió a la creciente
y nos enseñó la geometría de la luz.

La poeta prefiere estar calmada, y súbitamente alterada en su creación, sin esperar que la palabra la redima, pero quizá, después de todo, la palabra la salve. Y, como en el crisol del alquimista, la poesía viene a ser el lugar de la transmutación que nos señala el instante venerable para hacer de su poema una oración íntima y callada, y escuchar las milenarias voces que habitan su memoria; allí somos Penélope, un pez, la memoria de una escalera; acá, un agua cansada, una desolada mesa, el dulce dolor:

He visto mesas cínicas: destilan sangre,
escamas, vísceras, huesos perforados
sobre ellas inmolan al galápago,
y se acostumbran...

Beatriz desentraña la tumba oculta donde germinan el rayo y el viento, el tiempo, el único, el inefable, que nos dona su poesía en un canto que puebla la necesidad del amor. En su escritura está el disentimiento, el espíritu, el momento cotidiano, el simple hecho de estar vivos, escarbando esa región que se emparenta con la divinidad y la aflicción, como pasar una calle o el infinito, a sabiendas del súbito y del último estertor; y... ¿por qué no la utopía?

y se aprende a no olvidar la textura
y el color de las manos del hermano

La poeta, inmersa en la palabra, ha trazado levemente la profundidad de un surco por el que no sólo transitan ríos, mariposas, vientos, también la ceniza, también el hastío, mirar por el caleidoscopio de la infancia, el devenir, la inscripción y la huella de un entorno que no es sólo su entorno personal sino el paisaje que configura el universo, no es sólo el territorio que abarca su mirada, sino lo que se oculta allí, y es allí cuando su mirada vislumbra el infinito, que puede estar en la esquina de una calle y nos acerca a esas recónditas zonas próximas al alma:

Es todo un evento desplegar la puerta

en su trasegar por la palabra, en el ejercicio de nombrarla, la poeta sabe que es propicio atravesar el puente, y llegar a la orilla de la verdad interior y en esa búsqueda, en ese transcurrir, sucede el encuentro: las nupcias de la soledad y el espíritu, las bodas de la carne y de la muerte. Vago instante, inaprensible, en el que ella sugiere la imperceptible línea entre un segundo y la eternidad, porque el verbo de los siglos permanece inscrito en la piedra, y la dádiva divina nos resguarda entre las ruinas que erosionan por los siglos:

Hay un río de fuego
que atraviesa mi mejilla