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El evangelio según Marción de Sinope

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Bajo la indolente mirada de los soldados, e ignorando casi por completo las múltiples heridas sobre su cuerpo, el hombre de la cruz se aflige en sus pensamientos. Piensa en todo lo que ha sido, en las pocas pero significativas mujeres de su vida, en el trabajo con la madera, en la plata y la traición, pero más aun, piensa en todo lo que deparará el futuro; aquel futuro que, sin saberlo, se escribe desde el principio de los tiempos.

Se halla desnudo, cubierto sólo por la sangre que se confunde con polvo, sudor y con lo que probablemente fueron lágrimas o saliva. Una corona hecha con ramas de espino hiende la carne de su cabeza y la expone, dado que así es como Roma se cobra de aquellos que osan contrariar sus justas leyes.

A diferencia de los otros dos hombres que comparten su mismo presente, mas no su mismo destino, parece aceptar la situación con calma. La densidad del aire, el bullicio de los curiosos y la sed de quienes claman venganza le resultan ajenas. Nadie podría aseverar que aquel hombre de piel hendida y ultrajada por el cuero está al tanto de su imperiosa muerte, ya que en su rostro se figura una expresión ausente. Sin embargo, en lo profundo de su alma, un grito que desgarra la noche lo colma por dentro.

Años atrás, cuando aún no se atrevía siquiera a concebir la labor que habría de darle eternidad y muerte, pues eran otras sus ocupaciones, más inmediatas y menos ingenuas, a pesar de la edad, no era entonces muy diferente de los demás niños con los que solía jugar. Le desagradaba, al igual que ellos, verse obligado a bañarse cada viernes al caer el sol, la puntualidad, las limitaciones del sábado, el pan seco, que para comerlo debía humedecerlo en aceite, pero como todo buen niño no lo decía.

Aunque no era muy diferente, lo cierto es que tampoco era muy parecido al resto de los niños. Ciertas veces, como prueba, llegaba a compartir con ellos bienes materiales, como lo eran las túnicas y las sandalias. Cuestión que su padre reprochaba y que su madre asentía en silencio.

Esta última, una mujer que en sus ojos proyectaba una mirada romántica, habría de instruirlo en la Sagrada Escritura, convencida por su afán de gracia. Durante los primeros dieciséis años de vida le relató cada noche historias de dudosa veracidad, de leyendas pero no de mitos. A causa de esto, perdía el sueño con relativa frecuencia: su nombre, tan ajeno para él a los cuentos, sobresalía en ellos.

Como era costumbre, no sólo dentro de las casas y de los templos se dictaba la Palabra Santa, sino también alrededor de los comercios, en cualquier parte donde hubiese un par de oídos prestos a escuchar. Solía pasarse horas enteras, fascinado no por lo que dijeran los oradores, que hablaban tanto de castigos como de promesas vagas, sino por la forma en que lo hacían, el poder de convicción que ejercían sobre las masas. Mas lo que en verdad cautivó su curiosidad fue encontrar, semana tras semana, a un anciano cuya oratoria consistía en la ausencia de la palabra, y al cual, como era de preverse, nadie prestábale atención.

—Dime —interrumpió un día el anciano dirigiéndose claramente a él, el único presente—, ¿por qué piensas que mi prédica recae en oídos sordos? ¿Acaso es menos importante que la fábula, esa vana espera por la cual algunos mueren y otros matan? ¿O será también que en el silencio yace algo temido por todo hombre?

No supo qué responder.

—¡Eso es! —Exclamó en un ademán eufórico—. Después del silencio no emerge sino más que la Verdad. Nada de lo que yo pueda decir no ha sido dicho ya antes; más aun, su eco resuena detrás de mi voz impura. Pero con tanto ruido, con tanta sangre, ¿quién se detiene a escucharla? Es el miedo, Jesús —y Jesús se sorprendió al oír su nombre—, lo que nos impulsa a la locura y la locura al habla.

Sintió la repentina necesidad de contestar, pero calló. El anciano musitó unas palabras apenas perceptibles: Dios, Dios, Dios...

—¿Qué hay con Dios? —preguntó Jesús de modo desafiante, como si de pronto la sola alusión lo hubiese alterado.

El anciano así debió entenderlo, puesto que su voz se tornó cálida y apacible.

—Nos está matando, Jesús. Nos condena la existencia al pecado y nos acusa por ello. Se ha convertido víctima de su propia creación. Isaías citaba que Su Palabra no volvía vacía. Mira a tu alrededor —Jesús no lo hizo—. ¡Observa lo que ha traído!

No creyó conveniente señalar las miserias que los cercaban.

—Si no existiese la Palabra no habría Dios —agregó, mientras recuperaba la compostura.

—¡Seríamos animales! —replicó Jesús, por primera vez fuera de sí— ¿Acaso no es menester difundir la Voz de aquél que hace temblar desiertos? ¡No, no, no! ¡No más que animales! ¡Bestias salvajes!

—Y tan felices... —se limitó a responder el anciano, con un dejo de tristeza.

Permanecieron en silencio, como si compartieran en secreto la decisión de trasladar el diálogo al interior de sus almas, donde nadie, ni siquiera los gritos de los demás oradores, los perturbaría. Sus miradas se cruzaron en un par de ocasiones; en esas ocasiones se dijeron más de lo que podrían haberse dicho en un día entero.

Comprendió Jesús entonces. Vio en los ojos del anciano el círculo vicioso e interminable, las redes que se tejían y entretejían alrededor de los hombres; el pasado, siempre tan presente; vio los rostros de la época, que en nada diferían; creyó ver la sonrisa de su madre, pero tuvo que imaginársela. Y finalmente, detrás de todo aquel silencio y caos, agazapado como un niño temeroso, vio el nombre de Dios escrito con sangre. La mente se le puso en blanco, sabía que había algo más allá, pero no sabía qué. Escuchó un sonido parecido al de un pájaro, luego el rugido de un océano, aunque desconocía cómo rugían los océanos, si es que lo hacían; los tres primeros pasos los dio con temor, el cuarto con firmeza; se acercó a un cúmulo de polvo y tomándolo entre sus manos, sin la menor vacilación, creó una figura sin rostro, tan inocente como su propio corazón.

Abrió los ojos lenta y fatigadamente, como si le doliera hacerlo. El mundo no era el mismo, es decir, él ya no era el mismo. Su futuro, cuyo destino era incierto, de palabras y de otros signos que no llevaban sino al ofuscamiento, a la repetición de la historia, ahora era quizá más incierto, pero también más decidido.

Posteriormente miró al viejo, pero no como haría un discípulo o un joven apenas salido del vientre de su madre, y hablando como si le hablara a todos los hombres del mundo, dijo:

—Puedo modificarla. Voy a modificarla —dejándose llevar por un impulso casi místico—. Estas palabras que oyes salir de la boca de oradores y profetas, anciano, no pueden ser erradicadas. Sólo cambiadas. Y está en mí el hacerlo. Aunque mi identidad sea reducida a la nada, aunque de mí no quede nada, algo quedará.

—Y por ese algo matarán —respondió el anciano—. No existirá sobre la tierra persona más ingenua que tú, hijo del hombre. El mundo será igual aquí que en mil años. Morirás.

En sus labios no hubo el menor titubeo.

—Que así sea, entonces —replicó Jesús, y ya no volvió a hablar.

 

La noche cae en un monte llamado Gólgota, donde un hombre, el tercero, no puede hacer otra cosa sino más que morir. La duda que lo inquietaba segundos atrás se va menguando como la llama a la intemperie. A los presentes, tan impasibles ante el horror, esto les resulta poco espectacular y en sus expresiones dejan entrever una leve desilusión; cuatro de los centinelas se debaten el motín del trabajo. Ciertas voces debaten sobre el momento exacto de su muerte, unos aclaman que ya estaba muerto cuando la lanza perforó sus costillas, otros afirman, no sin argumentos, que no se encontraba vivo cuando lo trajeron. En medio de la confusión se oyen un par de llantos ahogados, de resignación.

Parece que ha estado lloviendo, dice uno de los soldados, acomodándose el uniforme, mientras cubre el rostro de aquél que en otro tiempo, ya lejano, siendo conocido como Jesús de Nazaret, fingió ser Jesús de Nazaret.