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El amor que nos hospeda el corazón

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Virginia Antuño llegó al Club Calamarí, la noche de aquel vistoso viernes 30 de junio de 1970, con la elegancia de las británicas de la era victoriana en los veranos cálidos. Llevaba un vestido de fondo gris claro con florecillas rojas y azules, y la acompañaban sus primas Celeste Payá y Vilma y Mayito Castillejo.

—Mario —me dijo—, te has quedado mudo.

—Sí, has hecho el milagro de paralizarme la lengua y agitarme el corazón.

—¿Tanto puedo?

—Obvio, Virginia, si luces esplendorosa.

—Me salvaste la noche, querido, con semejante galantería.

—Y tú a mí la esperanza —le respondí.

Fue ella, entonces, la que enmudeció. Sintió que lo que dije me había salido del fondo del alma.

Virginia captó mi mensaje. Gabriel Moliner, su prometido, vivía desde hacía dos años en los Estados Unidos, y mis palabras como que le retumbaron en los oídos en momentos en que la larga ausencia del novio debilitaba su cariño por él. A ella, además, no la trastornaba el mito del sueño americano y me sorprendió cuando me contó, ocho meses más tarde, que el inconsciente se le llenaba de voces que le repetían mi nombre.

—¿Amor o miedo? —le pregunté.

—Pánico —me dijo—. Contigo nunca se sabe si profesas amor o descorazonas por placer.

No dudé de su apreciación, pero la sonrisita que esbozó denotaba que su pánico tenía una amorosa compañía en lo más recóndito de sus sentimientos. Algo debía cederle a mi imaginación para deducir si yo avanzaba o retrocedía. Una picardía típica de las mujeres sagaces y maliciosas.

Virginia regresó muy pronto a Santa Fe, a continuar sus estudios de periodismo. Las horas se me convirtieron en un tormento silencioso y lento. Me enamoré, pensé. Ahora era mi inconsciente el que escuchaba las voces que repetían su nombre: Virginia, Virginia. Se me asomaba su imagen, inclusive, y rauda desaparecía.

No supe qué hacer. Mi oficina sin clientes no producía para comprar un boleto de avión e irme para Santa Fe por unos días, a visitarla, almorzar con ella, bailar embelesados en un club nocturno, piquetear en los asaderos de la sabana. Pero el intendente del estado Libertador, guiado por la mano de San Juan Bosco, de quien soy devoto fiel, me nombró almojarife de su régimen, y uno de mis papeles de burócrata en estreno era el de viajar a Santa Fe dos veces al mes a gestionar recursos para financiar obras de progreso.

Investido de autoridad, fui por primera vez a Santa Fe en septiembre de 1970. Llamé a Virginia al finalizar la tarde del jueves 16. No sé por qué, me dijo, sabía que hoy era el día preciso para saber de ti. ¿Estás en Calamarí? No —respondí—, estoy aquí, en Santa Fe. Ya había magnetismo recíproco. Lo traslucían el tono de los diálogos, las miradas ansiosas, el cruce de las alegrías y la nostalgia de la primera despedida, al regresarme el viernes 17 por la tarde. No le observé el más mínimo temor de que alguien nos viera y se lo reportara a Gabriel. Ni siquiera lo mencionó, ni quiso saber si yo salía con alguien por aquellos días en Calamarí.

En el taxi que me condujo al aeropuerto no dejé de silbar el bolero Historia de un amor, mientras rememoraba su sonrisita traviesa al despedirnos. El chofer, un hombre pálido, nervioso, de ojos despepitados y voz ronca, me dijo al bajarme, con aspecto inalterable de boyacense canturrón: Su mercé, usté viene enamorao. ¡Qué felicidá!

A las dos semanas cabales volví a Santa Fe. Vacilé en llamarla. Me asaltó la angustia de convertirme en el responsable de la ruptura de lo que todo el mundo en Calamarí daba por matrimonio seguro. Pero era verdad sabida, también, que los amores a distancia se deshacen solos, por obra del kilometraje, y los de Gabriel y Virginia habían llegado a ese punto crítico. No resistí. La llamé y aceptó acompañarme al cumpleaños de mi mejor amigo en Bogotá, Julio Rosas. Saboreábamos unas gambas rebosadas con coco cuando timbró el teléfono. ¡Qué timbrazo ensordecedor!, dijo Milena, la señora de Julio. Ojalá no sea una mala noticia. Pues casi. Llamaba Clemencia Bujari, una ex novia mía, a decir que salía para allá a saludar a Julio y a Milena. No podía negarme, aclaró Milena, que ya sabía mi situación con Virginia, pues minutos antes de la llamada inoportuna nos habíamos agarrado de manos por primera vez.

—Esperemos —dijo Virginia—, no le pongamos misterio a nuestra presencia aquí, que bien podríamos explicar como una simple coincidencia. Ambos somos amigos de Julio, sabíamos de su cumpleaños y vinimos a felicitarlo por caminos distintos. Punto.

—Mario, ¿tú por aquí? —dijo Clemencia al verme—. ¡Virginia, qué dicha, niña!

Clemencia no reveló la menor inquietud al encontrarnos donde jamás podía nadie sospechar que Virginia y yo llegáramos juntos. Alcanzamos a hablar durante hora y media del viaje reciente de Clemencia a Europa. De su fascinación con Praga, París, toda España y toda Italia. Del beso que le dio al Papa en la mano, de la Piedad de Miguel Ángel, de la Virgen de Fátima, del dedo de Santa Teresa de Ávila, del confesionario de San Juan Nepomuceno y del prestigio del pintor Fernando Botero en Florencia. También hablamos de la hiperestrogenia de Jacky Kennedy, de la soltería de Kissinger, de la neurosis de Cantinflas, del último lamento musical de Roberto Cantoral, del éxito de Cien años de soledad, del tercer divorcio de Liz Taylor, del homosexualismo de Rock Hudson y del cura que se sacó a una reina de belleza en Calamarí.Una hermosa reunión, en fin, que agradecimos a los gentilísimos dueños de casa. Para alejar cualquier mal pensamiento, Virginia le pidió a Clemencia, si tenía vehículo, que la dejara en la residencia donde vivía.

—Claro, mujer. Mario, ¿y tú?

—Me quedo a dormir aquí, gracias.

—A pedir de boca —susurró Milena.

Experimenté la dicha más sobrecogedora con la llegada de Virginia a Calamarí, en diciembre. Teníamos armado el itinerario de unas vacaciones gloriosas en la vida de ambos: playa diaria, paseos campestres, cine los viernes a la hora vespertina, la gala de San Silvestre en el club Calamarí, la temporada taurina y el open house del comandante de la Policía el Día de Reyes. Pero Gabriel Moliner había venido también de los Estados Unidos y quiso que Virginia le diera una versión convincente de su inesperado desamor. Ella aceptó entrevistarse con él sin consultarlo conmigo. Cuando me lo refirió, monté en cólera, se me endemoniaron los celos y le lancé vocablos afrentosos.

—No entiendes, Mario, que a un ser humano estremecido por un desengaño se le puede atender sin faltar al orgullo de quien lo apartó del camino —me dijo Virginia con altanería conminatoria.

Callé ante su sinceridad, pero me resistí a demostrarle comprensión. Se dio entonces el gusto de replicar mis groserías y sancionar mi obstinación con una sola palabra: ¡Guache!

Al día siguiente supe que había caído en un estado de incertidumbre que la forzó a recluirse en su alcoba, sin salir a nada. Vivió una semana de reticencias y privaciones, respirando un aire de encierro y desconsuelo, tratando de leerse un libro de Ignace Lepp sobre el psicoanálisis de la amistad. No pudo. Otilia, su madre, entraba y salía de las cuatro paredes y la encontraba siempre con el semblante transformado por el bochorno. Estaba asentada en la más apabullante y ruinosa decepción. Su prima Celeste se asustó el domingo que fue a verla antes de misa, con la intención de convidarla. Ipso facto me llamó por teléfono y me dijo: Mira, bellaco, reflexiona y recobra la sindéresis. Ella no te ha fallado. No confundas un gesto de sensibilidad humana con una perfidia maquinada por tu fantasía.

Las cuatro palabras finales me conmovieron y me recordaron una frase que mi madre solía repetir cada vez que leía en los periódicos una noticia del marido que mataba a su mujer o de la mujer que mataba a su marido por haberle mudado el amor: “El celoso ve lo que no es”.

Contrariando el impacto de las cuatro palabras de Celeste y la sabia frase que mi madre repetía, me abstuve de llamar o visitar a Virginia. Hubo momentos en que yo dudaba si lo mío era una táctica inocua, un dolor real por lo sucedido, un reguero de orgullo desaforado, como me lo restregó ella en cara, o tres trampas que el destino tendía en mi camino hacia la felicidad. Fui demasiado inflexible conmigo mismo. No era la mía, durante tamaño trance, una conducta honorable. La ira me impedía calar la alarma de aquel signo que podía condenarme al olvido de Virginia. Su genio no era menos intransigente que el mío, y su arrogancia de niña mimada estaba hecha a prueba de retos y provocaciones. Se le descubría en el resplandor de sus ojillos orientales y en el brillo de sus blanquecinos dientes indostánicos. Pensaba yo en todas estas cosas cuando sonó el teléfono privado de mi oficina. Una vocecita exhausta me saludó: Quiubo, Mario. Era ella. No hubo candilero que me iluminara el entendimiento. ¡Cómo... estás? —musité. Mal, muy mal, como se siente toda mujer delicada cuando una injusticia le aporrea el espíritu. Hoy hará mi mamá, al almuerzo, el arroz cubano que te gusta. Te invito, sin ningún compromiso. Y colgó.

Toqué la puerta de su casa a las 12:30 en punto con la ilusión de que fuera ella la que me abriera para besarle los labios. Me abrió su padre, un hombre cordial y bondadoso, que ya tenía servidas dos ginebras con agua tónica, una rodaja de limón y una cereza en almíbar colgada de un palillo metálico de comba en el borde del vaso. El ámbito de esta casa, me dijo, se entristece cuando pierdes la ruta. Gracias, Lucilio, repuse, tu caballerosidad es abrumadora. Chocó su vaso con el mío y brindamos por la salud de todos.

Tuve el pálpito de que Virginia se quedaría en la penumbra de su aposento, recrudeciendo el desinfle de su espíritu lastimado. Estaba en lo cierto. Pero Otilia la apremió para que bajaran juntas. Besé a Otilia en la frente y a ella en la comisura derecha de sus labios. Sin compromiso, apuntó con falsa insolencia. Serénate, le dije, sé que no eres limosnera de amor.

Roto el hielo, la dulce señora de Antuño nos llamó a pasar a manteles. Contó que había arroz, cazabe tostado de yuca harinosa y banano Cavendish de Urabá, para repetir hasta dos veces. Todos repetimos una vez, menos Virginia.

—¿Qué tiene de postre, suegra?

—Tarta de higos con helado de canela.

—¡Al ataque! —exclamé.

Soberbio el almuerzo, dije al terminar. Virginia celebró el trato confianzudo que le di a su madre, y me acompañó hasta la salida al jardín de la entrada, donde jugueteaban dos torcazas, macho y hembra, sobre la rama de un limonero. Entonces ella cerró los ojitos y redondeó su trompita para que se la besara con todo el amor que me incendiaba la sangre. Llámame, me pidió, después de la clase de pintura.

Tuve que trabajar hasta las ocho de la noche, pero la llamé cuando calculé que había regresado de la clase de pintura, no fuera a creer que yo permanecía malgeniado y remiso. Ardo de la felicidad, me confesó. De todos modos, te espero a cualquier hora.

Era 20 de diciembre. La brisa decembrina mecía los árboles del barrio y el ambiente navideño irrumpía con su ímpetu de acontecimiento universal. La benignidad del clima, los cielos azules, las noches profundas y la luna llena nos afilaban el encanto que corta la arteria de los ensueños. Aparqué el automóvil en el puro frente de la casa de los Antuño y brincó de un sillón de madera y paja Celeste Payá gritando aleluyas por nuestra reconciliación. Gracias a Dios, me dijo, acabó esta pesadilla que estaba despellejando a la pobre Virginia.

En el baile del 31 de diciembre fuimos doblemente congratulados: por nuestra relación reciente y por la fecha. Se veían sinceros, menos una señora que, en mis propias barbas, le dijo a Virginia que había visto a Gabriel Moliner desayunando en la fritanga de Dominga Cardales. ¡Pobrecita! —comentó Virginia—, por eso el marido la dejó por una putita de prostíbulo. Tranquila, la consolé, estamos en Calamarí, y la verdad es que demoró en destaparse la mugrosa que nos espetara un irrespeto de ese jaez.

Amanecimos bailando con sombreros, confetis, antifaces y serpentinas, en compañía de muchos amigos —éramos como treinta en la misma mesa— que nos auguraron felicidad y, naturalmente, nos pidieron invitarlos al matrimonio. No faltó otra cuchufletera que deslizara su bocarada de perversidad: “Si Mario no se corre. No lo casan ni con un fusil en el cogote”.

Desde el 1 de enero de 1971 tuve ojos y memoria sólo para Virginia. Me colmaba la mente su silueta erguida y elástica. La pensaba el día entero, mientras trabajaba, pero nos comunicábamos cada hora. Rápido pasaban los días y se acercaba el momento de su regreso a Santa Fe. Le restaba cursar el año final de su pregrado, y no era posible, a su juicio, casarnos tan pronto para vivir el uno en Calamarí y la otra en Santa Fe. Así no, me repetía. Es mejor convencernos de que no nos equivocaremos si resolvemos unirnos en matrimonio. Ella continuaba con miedo y amor por dentro en extraña cohabitación. Me amaba, pero mis rabietas la asustaban más de lo que la entretenían, y confiaba en domarme antes de aventurarse a un disparate irremediable. Pensaba en lo patético que le resultaría recoger sus pasos después de un enlace fallido, a sabiendas. Actuaba como una virtuosa de la precaución.

Transcurrió un año sin enfados ni molestias, y comencé a cultivar el género epistolar. Le pergeñé muchas cartas con las cuales mantuve caliente mi brazo de aprendiz de escritor, y no dejé de ir a Santa Fe las mismas dos veces al mes a lagartear ayudas del poder central, viéndola tarde y noche, y extendiendo mis estancias hasta los domingos por la tarde, pues me empeñaba en cuadrar mis citas en los ministerios de Hacienda y Desarrollo para los jueves y los viernes.

Como la fatalidad no tiene amigos, la ganga de un viaje que me ofrecieron para participar en un congreso de integración subcontinental, con todo pago, fue la chispa que chamuscó nuestra estabilidad. Virginia me exigió casarnos y viajar juntos cuatro días antes de tomar el avión para Santiago de Chile, sede del evento. Fue en el hogar de una pareja amiga, y cuando le dije que el tiempo no estiraba para complacerla a ella con exclusividad, me careó con un adiós brusco y tiró la puerta del apartamento ajeno.

Un año después vino a casarse a Calamarí con Plutarco Canales. Cuando Celeste Payá me mostró la tarjeta de invitación me cayó una bala de cañón en el estómago. Por primera vez en la vida me tomé una pepa para los nervios, y cómo me mortificaba si uno de sus parientes me restregaba en el hocico lo feliz que era en su vida de casada. Poquísimas fueron las ocasiones en que nos vimos durante sus diecinueve años de matrimonio: dos o tres. Y en las dos o tres vibré de emoción. Otra verdad se descubrió sin afanes: Virginia no era tan feliz como se pregonaba. Estaba a punto de separarse cuando nos encontramos en el baile de San Silvestre de 1991. Le deseé el feliz año nuevo con tres besos sonoros. Suerte, me dijo, me enteré que te nombraron juez de una de las altas cortes creadas en la nueva Constitución.

—Te agradezco.

Revivieron para mí, a los veinte años de distanciamiento, el resplandor de sus ojillos orientales y el brillo de sus blanquecinos dientes indostánicos.

El domingo 15 de marzo de 1992 viajé a Santa Fe a tomar posesión de mi cargo de juez del Consejo de la Magistratura, fijada para el 16, en pleno apagón. La ciudad, desde ese domingo, quedaba a oscuras de seis a nueve de la noche y sin solución a la vista. El Gobierno adelantó una hora el tiempo útil para las labores diarias y la actividad de los colegios. El verano había sido prolongado y los embalses de las hidroeléctricas estaban secos. Una de aquellas noches de tiniebla me fui a cenar donde mi hermano Patrocinio, residenciado allá desde 1977, y no bien entrado a la sala de su apartamento escuché la voz sonora y nítida de Virginia al fondo del comedor. Buenas noches, dije.

—Malas, pues con esta oscuridad... contestó tratando de articular un gracejo.

—La oscuridad es buena para muchas solemnidades, aclaré. Llegó la luz en ese preciso instante. Virginia andaba sin su esposo, pero a su lado tiritaba de frío su hijo menor, Sabas, que había ido sin chaqueta y llevaba puesto un suéter de lana ligera.

—No es malacrianza, Mario, pero ya me voy. No estoy invitada. Vine a traerles a tu hermano y tu cuñada un bollo poloco, e ignoraba que tú venías.

—Te creo, preciosa.

—Gracias, caballero. ¡Ah! —agregó—, supe que vas a ser papá. ¡Albricias!

—Sí, voy a ser padre soltero.

Cenamos lo que mi cuñada acuñó como una propuesta gourmet de platos y sabores de la Toscana, con un Chianti Classico Piccini: fettunta y prosciutto crudo de entrada, y de plato fuerte un bistecca alla fiorentina con un corte singular. La carne era de una ternura tal que se ofendía con la mano de quienes le rozábamos el cuchillo.

—Qué pesar que Virginia no se hubiera quedado a cenar —lamenté—. Tan aficionada como es a la buena mesa.

—La invitamos —dijo mi hermano—, pero de nada valió nuestra insistencia porque nos insistió, a su vez, en que había comido en su casa una ensalada de dieta rigurosa aconsejada por nuestra hermana nutricionista. El día en que tú la invites, ten la seguridad de que rompe la dieta. Hazlo, porque a cada rato menciona que la canción preferida de ustedes era Caminemos. Como quien dice: una segunda oportunidad predicha por Alfredo Gil y Heriberto Martins.

No me regresé hasta que nos tomamos un brandy de jerez Cardenal Mendoza y nos fumamos un Romeo y Julieta reserva real.

Una mañana tranquila, sin mucho ajetreo en la oficina, marqué el número telefónico de Virginia. Hola, nena. ¡Qué sorpresa, Señor de los Milagros! Quise saber cómo estás. Bien, Mario, bien. ¿Ya quedaste sola? No, en dos semanas, pero el viernes próximo Plutarco va para el Tolima, su tierra. Entendí que me franqueaba el portón para un convite. ¿Salimos el sábado? Gustosa. Reserva tú, le dije, donde quieras, y me avisas.

¡Qué velada! No contuvimos las emociones. Conversábamos, carcajeábamos, nos confiábamos acontecimientos personales dramáticos, evocábamos amigos comunes y me juró que dos años antes ella acariciaba el antojo de que un día departiría conmigo allí, en el restaurante Arrecifes, un sitio que le recordaba al Chez Lipp, de París, en cuyo comedor le pareció haberme visto cruzar de un extremo a otro del pasadizo aledaño.

—Muy chic, señora, ese reducto de manjares funciona en Saint Germain-des-Prés.

Como el mesero aclarara que el pedido demoraría media hora, nos levantamos a bailar Yo me llamo cumbia. Nos dispusimos a sentarnos y tocaron Los sabores del porro y, como si Dios hubiera querido que juntáramos las caras y nos olvidáramos de los langostinos termidor que ordenamos, la orquesta sonó Caminemos. Juntamos las mejillas y nos susurrábamos la letra en el oído. No paramos de bailar cuando callaron los instrumentos y el crooner que la interpretaba. Ni cuenta nos dimos de las mofas que provocamos a nuestro alrededor.

Cuando la despedí en la puerta de acceso al edificio donde vivía me advirtió con ruda franqueza: “No nos veremos en un mes”. Diez minutos antes eras un torrente de simpatía, resalté. ¿Incurrí en alguna impertinencia infeliz? Sosiégate, Mario, no es un repudio. Debo encerrarme todo ese tiempo para superar una incomodidad corporal. Tú eres la parte linda de mi vida. No lo olvides.

No quería que yo supiera —un alma piadosa me lo chismorreó— que la incomodidad era estética. A menos de cuarenta y ocho horas un cirujano plástico le transformaría la nariz. Soporté el mes de penitencia con el interludio estimulante del nacimiento de mi hija unigénita.

Al mes, Virginia tenía otra nariz y otro estado civil. Plutarco se había mudado y le había firmado la minuta de divorcio con la liquidación de la sociedad conyugal. Nadie nos aventajaba en ventura. Se nos despejaba la senda para unas segundas nupcias de ella y las primeras mías, si no demorábamos la determinación de contraerlas. No fue tan rápida ni tan expedita. Sufrimos percances azarosos, pero, al año y medio de una tregua convenida que no nos destorció el amor, intercambiamos los anillos en la Nochebuena de 1994, en casa de mis padres, y en presencia de ellos, de mis hermanos, de su madre viuda, de sus dos hijos y de mi hija de dos añitos. Empero, nuestros enemigos más cercanos, su temperamento y el mío, alzaron en febrero de 1995 la primera valla mortal. La segunda nos la atravesó, al expirar marzo, una erotómana delirante, ginecóloga de profesión, que le inyectó el tóxico de una intriga luciferina por la que me dio de baja sin recurso de súplica. Y la última y definitiva la plantó, en el solsticio estival, un nuevo amor —dolorosamente fugaz— al cual tenía ella todo el derecho. No habría una tercera oportunidad.

Ya viejo, en una madrugada de vientos zumbones en que soñaba escenas grandiosas con Virginia, salté de la cama enlozanado. Caminé descalzo para no hacer ruido y cerré con morosa suavidad la puerta de la alcoba. Encendí la luz de mi estudio y me senté ante el escritorio. Con la rodilla golpeé una de sus patas traseras, y la mascota en bronce de la Universidad de Kansas que uso para pisar los papeles de mi desorden inmemorial, cayó con estrépito sobre una hoja de esquela situada al pie de un portarretrato con la foto de mi difunta madre. Aparté la mascota de la hoja, y se me aturdieron la carne y los huesos cuando leí un renglón escrito con la caligrafía inconfundible de mi progenitora:

“A ti y a ella, aunque ya no haya remedio, el amor les hospeda el corazón”.