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Rubén Sánchez Féliz
Rubén Sánchez Féliz.
La escritura como viaje en Un cuarto lleno de anguilas

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Recuerdo de manera muy especial la capacidad narrativa de Rubén Sánchez Féliz para textualizar la infancia, mientras cursaba su maestría en escritura creativa. Sus textos construían estéticamente la niñez desde una mirada siempre poética que imprimía una suerte de esperanza encarnada en esos cuerpos niños que contenían un momento único y preciso de irrepetible belleza. Porque es la poética la que organiza los mundos narrativos de la obra de este autor que, una y otra vez, vuelve a explorar la fragilidad en que se cursa el mundo cotidiano, mientras sus sujetos cruzan las mismas avenidas o caminan traspasados por una forma sofisticada y única de insalvable soledad.

Pero ahora quiero detenerme en un texto específico y me pregunto cómo dar cuenta de la latencia generalizada que opera y cruza la novela Un cuarto lleno de anguilas, que obtuvo el Premio de Novela Letras de Ultramar 2012.

Rubén Sánchez Féliz cumple, con una pericia poco habitual, la tarea literaria de cercar y acercar los espacios por los que transita el protagonista de su obra. Espacios que transcurren en medio de una normalidad estallada que parece a punto de desintegrarse.

El viaje del protagonista Guillermo desde Chicago a Nueva York conforma el suceso que demarca un presente pero, a su vez, porta la herida de un pasado que permanece vigente en su imaginario mientras evoca las imágenes del padre ausente, un padre —es un decir— que se filtra de contrabando. Una ausencia que instala en el hijo, como diría Freud, la persistencia del duelo y la melancolía.

Como el hijo de un padre contrabandista, el protagonista da una cuenta muy precisa de cada uno de los espacios por los que transita. El ojo detallista de Guillermo analiza sus propios pasos y allí el tío Raúl, lacónico, reservado, lo acoge, pero ese tío está también apegado a su propio pasado, a su particular tragedia amorosa, intentando dilucidar su propio laberinto de emociones. Recibe al sobrino en su casa, un espacio donde faltan las palabras, porque el silencio parece formar parte de un pacto familiar que, a pesar de los afectos más tangibles, opera como una convención que señala una forma parca de entendimiento.

“Un cuarto lleno de anguilas”, de Rubén Sánchez FélizEl joven protagonista ocupa los espacios mediante una circulación lúcida. Se cruza con un lector de su vida, su compañero de estudios Mike, quien a su manera, desde una mente intrépida e imaginativa, le proporciona un análisis vital del mundo que habita, desde una perspectiva oscura, cruzada por teorías conspirativas.

Y allí en ese mundo va a convertirse en un centro Alan, el protegido de su tío, un personaje impenetrable que vive una vida torcida o retorcida o autónoma en el sótano de la casa. Alan aparece como un personaje dotado del poder de la adivinación, como si hubiese sido tocado por el halo de los viejos dioses. Es un ornitólogo autoformado que vigila la procreación de sus aves. Pero más atrás, en una pieza inalcanzable, están las anguilas eléctricas ominosas que, a la manera del inconsciente caótico y confuso, señalan que existe un trasfondo perturbador que radica en la trastienda de cada una de las vidas.

La novela va develando que en esas existencias comunes, la del tío Raúl y la de Alan, su protegido, existen factores excepcionales o, dicho de otra manera, que cada sujeto es excepcional más allá de la serie humana que conforma. Es esa excepcionalidad la que detona en Mike la fantasía de un crimen, quien transforma a Alan en un personaje arrancado de una película de misterio o de terror. Pero, en otro registro, va mostrando la soledad cotidiana, las alianzas circunstanciales, la privacidad más privada, las singulares aficiones en las que se desgrana el tiempo, la imposibilidad de lo que entendemos por común, las singularidades que emergen desde todos los rincones.

La sexualidad se cursa de una manera fluida, más allá de sus específicas condiciones; me refiero al intento de castración que experimenta el protagonista en medio de un viaje erótico con su singular acompañante Kelly, misteriosa, radical y especialmente artística. Sin embargo, es Amanda la que cautiva a Guillermo. Amanda, la que trabaja para su tío y en la que se proyecta como una forma de espejo. Ambos comparten un tipo de extrañeza ante sí mismos, idéntica distancia. Pero, sin duda, el gran nexo es que Amanda se va a ir de Nueva York, desaparecerá al igual que el padre de Guillermo y alimentará así su imaginario cruzado por la melancolía, tal como lo ha hecho la imagen paterna.

Se puede pensar el viaje a Nueva York entonces no sólo como un viaje al estudio y al saber universitario, sino especialmente como un viaje tras la búsqueda memoriosa de su padre. Un padre que está retenido en la pieza impenetrable de Alan, un padre convertido en una anguila eléctrica, única en su especie, que detona peligrosas descargas en la psiquis del hijo. Es el padre encarcelado, deportado, desaparecido el que está en el sótano de Guillermo, una anguila poderosa perdida en el interior de la familia y custodiada por uno de sus representantes.

Es allí, en el lugar más próximo a esa anguila irrepresentable, donde finalmente Guillermo extraña a su madre y a su parco padrastro. Allí, en el centro del propio sótano de emociones, consigue comprenderlos y aceptar la nueva vida que eligió su madre. En ese lugar preciso es donde quiere volver a recorrer el espacio que dejó, pero paralelamente se desencadena en él la pulsión de muerte. El suicidio lo acecha desde un trasfondo de sí, precipitarse al vacío que lo ha acompañado, salir de la vida como un acto autónomo o automático. Huir de sí mismo.

El ritual suicida no se consolida, sólo se suma como una experiencia más de la distancia consigo mismo. En ese tránsito Mike y Guillermo finalmente van a encontrar un lugar para sus imaginarios; mientras Mike opta por el activismo para saldar su condición de hijo no deseado, Guillermo encuentra en la literatura el lugar de deseo. Escribe una épica enmascarada, su propio camino a Nueva York como un viaje a la escritura. Entiende, y esta es una mera posibilidad, que esas anguilas eléctricas —me refiero a las anguilas que pueblan las mentes de cada uno de nosotros— están allí para señalar que las heridas no van a cerrar pero que, sin embargo, es posible apaciguarlas.