Entrevistas
La voz despierta de Dulce Chacón

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Dulce Chacón
“Se escribe poesía para no morir”.

“Segada en dos y sola / no permitas mi olvido”.

Recuerdo estas palabras tuyas, Dulce, cuando al inútil amparo de lo escrito giran otras secuencias mientras la luz incide sobre folios en blanco, a la espera, como aquel plano, hondo y horizontal, por el que transitabas junto a tus desgarrados personajes, codo a codo con ellos y sus historias perfilando aquel tiempo de memoria abolida, amplificando el eco de las dormidas voces —más despiertas que nunca— junto a tu voz creadora y solidaria.

Tú honraste aquellas voces despertando a la tierra sin descanso.

Tú horadaste silencios.

Sabes perfectamente, querida Dulce, que no soporto las necrológicas, acaso porque soy más de elegías sutiles, ya que siempre he opinado junto a María Zambrano que “tan sólo da vida lo que abre el morir” y que nada, por estéril e inútil que parezca, caerá en saco roto si lo escrito tiene autenticidad. Sabes, como yo y como tantos, que tu obra, como tú, sigue viva, por eso mismo, porque contiene verdad. Se empeñaron en ello las voces a las que despertaste con tu entrega absoluta para hablarnos por ellas. Abierta sigue porque está formada de aliento y de memoria, de capítulos vivos y de fondos secretos que se van paso a paso revelando, desvelando en su oculta identidad.

Lúcidamente dura la activa despedida, la reflexión serena ante un poso de olvido que sin embargo a ti te ha respetado. Lo físico es tan sólo transitorio, el reflejo de la caducidad de la materia, que es lo que importa menos. Lo que importa es la vida que trasciende prendida en la palabra, y tú la poseías. Sigues eterna en ella. Frente a este tiempo nuestro de guerras y barbarie, de pandemias, de brutal agresión a las mujeres, a los niños, los débiles del mundo, se alza tu rebeldía como un grito de paz y de concordia porque, aunque a veces se desande lo andado, se sigue caminando sin descanso traduciendo el dolor, y lo escrito, lo vivido y lo sentido pueden formar un sueño de futuro donde comunicarnos y entendernos al fin.

 

Me quedo, Dulce, con ese hernandiano perfil tuyo de “una mujer morena resuelta en lunas” que abre de par en par las puertas de su mundo, y de su corazón, sin más reserva que derramarse en hilos de sentido y hablar, tan largamente y tan sincera, de todo lo que duele al ser humano, porque es lo que te duele. Lo que nos duele a muchos.

En la materialidad del escribir se funden ahora mismo dos conceptos, la pena y la certeza. La pena por tu ausencia irremediable, y la certeza de que el testigo queda en otras manos, limpias, comprometidas como lo eran las tuyas. Las manos escritoras de tu hermana gemela: Inma Chacón. Tu otro yo desdoblado y diferente, complementario y a la vez autónomo que, mientras tú vivías, eligió lo discreto de una sabia penumbra para que tú te alzaras, acaso para no hacerte sombra en tu carrera vertiginosa y libre. Fulgurante. Ahora triunfa, por ella y su talento, sin dejar de nombrarte para que no te alejes, como siempre, en este recorrido en soledad, tan bien acompañado.

Me quedo, Dulce, con aquel termo de café sobre la mesa que las dos compartimos aquel día de septiembre; con las vigas desnudas de la madera cálida y con la luz filtrándose en sonidos por la ciudad animada.

Con tu voz reflexiva matizando respuestas.

Con las conversaciones que no se lleva el tiempo del olvido, con el amor común y compartido hacia esta tierra nuestra matizando este otoño con la luz de tu voz que no nos deja, tan presente.

 

Yo me quedo también con aquel día —uno de julio era, que aún me acuerdo— de aquel año fatídico 2003, cuando nos encontramos de nuevo en Barcelona, tú sin respuestas ante lo que se avecinaba, yo sintiendo en la mirada extraña, profundamente oscura, como una sombra que no pude descifrar que contrastaba con tu rojo vestido y con la calidez de la sonrisa amiga. Venías a presentar un libro colectivo: Entre raíles, y al terminar el acto nos sentamos las dos para charlar de nuevo, de nuevo ante el café, en la cafetería de los grandes almacenes donde el libro se había presentado.

La enfermedad que te zarandeaba no te había doblegado, pero yo lo ignoraba, y estabas allí tú hablando de mil cosas mientras que al fondo de los ojos, siempre tan expresivos, había un silencio doloroso e íntimo. Nos abrazamos en la despedida con la cordialidad de los reencuentros y yo no pude sospechar siquiera que jamás volveríamos a encontrarnos. Me quedan las palabras de “cariño y gratitud” que escribiste como última dedicatoria para mí en ese día subrayando el recuerdo de otro encuentro en Madrid, donde, en tus palabras escritas sobre el tiempo: “La magia se hizo lenguaje en forma de entrevista”.

 

Rilke, que tanto te gustaba, me susurra al oído que “Antes que la vida deberíamos ganarnos la muerte”, y yo le he respondido que esa muerte es injusta, que lo que te has ganado bien limpiamente a pulso, sigue siendo la vida. Puesto que sigues viva. Y siempre lo estarás en la memoria de tu voz despierta. Más despierta que nunca.

 

La entrevista

Desde la estación del mismo nombre subí la cuesta de la calle Atocha, que no se me hizo entonces cuesta arriba.

La gente subía y bajaba por las escaleras del metro de Antón Martín y Atocha.

Todas las razas, todas las etnias se entrecruzan y pasan por las aceras de la capital de España. Las perforadoras y los automóviles ponen ritmo a las calles y a los apresurados transeúntes. Tras los cristales de las tascas castizas se mueve lo diverso, lo variado o variopinto, lo multicultural y lo multirracial.

¡Un ají de gallina! ¡Marchando una de callos!

El sancocho y la arepa, la tempura, el cocido o la fritanga, el mojito, el tintorro, el mezcal y el chinchón: marcas y mezclas. Madrid combina bien con casi todo, lo nuevo con lo antiguo, lo mínimo y lo máximo, lo cutre y lo exquisito, lo fugaz en la posmodernidad y la pétrea dureza del pasado. Porosa esta ciudad tomada por bohemios y yuppies, nostálgicos de la movida, o de los de toda la vida, los movimientos alternativos y los inamovibles.

Miradas serenas, sabias y reflexivas de Velázquez, miradas fulminantes, incendiadas, incisivas de Goya. Miradas con memoria o desde la memoria. Miradas sobre el tiempo.

Como el paisaje urbano se amplía el paisaje humano, todo adquiere su fuga y su desgarro, su pauta y su concierto, su voluntad de ser —también su desconcierto— y esa viveza única que adquieren las ciudades, caóticas y libres, cuando tantos las pisan, las quieren y las odian, y que saben también el cómo sorprenderte a cada paso.

Me quedo ahora con esta luz antigua y mesetaria, perpetuamente nueva, que ilumina los verdes de sus árboles y el verdín de sus viejas estatuas, el sesgo esmerilado de sus modernas torres y el azul de este cielo... fui a decir velazqueño y me detuve a tiempo y, sobre todo, con las múltiples caras de este cubo de Rubik que, a punto de arrojarlo al Manzanares, nos vuelve a fascinar con sus propuestas dispersas y diversas, huidizas como los espejos deformados del Callejón del Gato valleinclanesco, insolentes y mágicas como una página desde el umbral de los mentideros, divertidas o trágicas como los fotogramas o las secuencias almodovarianas. Como los propios sueños.

A veces pisas esta ciudad y te peleas con ella... Siempre la buscas. Al final, siempre termina por reconciliarte con los vericuetos de su particular laberinto.

Es un día luminoso de septiembre de 2002, casi al finalizar la cuesta de la calle de Atocha, cerca, muy cerca de la plaza Jacinto Benavente y, entre las calles por donde transitan algunos de los personajes de sus novelas, Dulce Chacón me recibe. He subido los peldaños de gastada madera y ella me acoge cordial y confiada en su salón repleto de plantas y de libros. Ahí me detengo.

En los escaparates de todas las librerías se halla expuesta La voz dormida, su, por ahora, último libro.

Personajes sin tiempo adquieren en su palabra validez verbal y sobre todo calidad humana.

(La entrevista sería publicada en febrero de 2003 por Frontera, revista en la que yo colaboraba por entonces).

 

La escritora Dulce Chacón nació en Zafra, Badajoz, en 1954. Hija del poeta y ex alcalde Antonio Chacón, a los 11 años la llevaron a Madrid, ciudad donde residió hasta su muerte un día 3 de diciembre del año 2003. Su primer libro publicado fue un poemario publicado en 1992: Querrán ponerle nombre, al que siguieron tres poemarios más. Cuentos, obras de teatro y algún que otro reportaje. Y las novelas: Algún amor que no mate, 1997, sería la primera, formando una trilogía con Blanca vuela la mañana y Háblame musa de aquel varón, y Cielos de barro, en 1998, con la que obtuvo el Premio Azorín en el 2000. Además de otros premios en poesía, colaboró en series de televisión, en una biografía de la torera Cristina Sánchez y en el libro La voz y la palabra, contra la invasión de Irak. Comprometida siempre con las causas más justas perteneció a Mujeres contra la Violencia de Género y colaboró siempre con actos solidarios. La editorial Alfaguara le publicó La voz dormida, que rápidamente alcanzó ocho ediciones, donde —según Sabina Lloret— “Dulce Chacón recupera los años grises de la posguerra española y el testimonio silenciado de los vencidos, sobre todo de las mujeres del bando republicano que sufrieron la represión franquista en las cárceles”.

 

Hay ahora un termo de café sobre la mesa, una blancura tibia en el sofá, vigas dándole vida al techo, plantas y libros y cuadros y ventanas por donde se cuela el aire tan limpio hoy de la ciudad.

Y la madera dúctil recubriéndolo todo y la sonrisa amplia de la escritora.

 

“Segada en dos y sola. / No permitas mi olvido...”.

Le recuerdo esos versos, y también las palabras que dijo cierto día: “Se escribe poesía para no morir”.

 

E.C. ¿Se escribe poesía para no morir, Dulce?

D.Ch. Sí, se escribe poesía para no morir, efectivamente. Yo siempre recordaré uno de los libros que siempre me acompañan: Carta a un joven poeta, de Rilke. Ahí, él explica cómo este joven poeta le pide opinión de si debe seguir escribiendo o no y, entonces, el Maestro le dice: “Si usted puede vivir sin escribir, déjelo, no merece la pena; ahora bien, si usted siente que se muere si deja de escribir, entonces tiene que seguir escribiendo, da igual que yo le diga si sus poemas me gustan o no me gustan...”. Sí, se escribe para no morir, efectivamente.

 

“Cada cosa, con sólo mirarla me suscitaba una ansiedad irresistible de escribir para no morir”, escribe García Márquez y, en este juego de analogías y correspondencias, se expande el “veneno” sutil de la literatura, su permanente indagación: ¿Hacia los demás o hacia nosotros mismos?

 

La charla continúa. Existen vivencias y recuerdos en parecidos entornos y similares escenarios: Dulce Chacón es de Zafra y yo de Granja de Torrehermosa, no existen aquí nostalgias de tiempos ya perdidos, pero sí la conciencia y la consciencia de pertenecer, para siempre, a un territorio como referencia desde donde una parte, en un amplio contexto de universalidad, para entender el mundo y entenderse a sí misma.

La mirada se tiende hacia los pueblos blancos del sur de Extremadura. También hacia el color y los matices que exhiben las hojas del otoño en el Valle del Jerte. La frescura y luminosidad de los paisajes evocados centra la charla; tan sólo son preámbulos para incursiones de mayor calado. Por este valle anduvo Dulce con otras hojas en la mirada y en la mente. Con otros matices que el viento del olvido no consiguió borrar. “Supervivientes que pelearon al lado de la República intentan recuperar la memoria de aquellos tiempos —dice—. En el Valle del Jerte y en Santa Cruz de Moya traté con guerrilleros —me cuenta la escritora— y con presos.

”Unos me llevaron a otros, y poco a poco me encontré con un montón de testimonios, tardé dos años y medio en escribir La voz dormida y cuatro en documentarme. Tengo una gran deuda con todos los que me ayudaron con sus testimonios, por la generosidad que tuvieron al regalarme sus recuerdos.

”Lo que más me impresionó de ellos fue su ternura, su pasión y esa inmensa dignidad de sobrevivir con la cabeza alta en medio del horror”.

Se hace recio el acento, vocablos olvidados giran en la conversación. Fluidamente se engarzan igual que las cerezas de esa tierra o, como los canchales, ásperos, erizados y tenaces.

 

Pero yo quiero empezar por el principio y le pregunto:

 

E.C. En cierta ocasión tú dijiste que tu madre te enseñó a leer y tu padre a escribir, no es mal comienzo para andar el camino de la literatura...

D.Ch. Bueno, mi padre era poeta y cuando acababa un poema nos reunía a todos, somos nueve hermanos, y junto a mi madre nos leía el poema. Por las noches, en lugar de contarnos cuentos nos recitaba sus versos. A mí el amor por el lenguaje, la pasión que suscita el lenguaje, por lo menos la que yo veía en mi padre, creo que él me la contagió. Él me contagió la literatura, que es un “virus” que se contagia... Te envenena y ya no te curas jamás... Afortunadamente (subraya).

E.C. Tengo entendido que tu padre murió joven.

D.Ch. Sí, tenía yo once años cuando él murió. Él me enseñó a escribir. Yo escribo poemas desde niña y recuerdo que los ponía sobre la mesa del despacho de mi padre para que él los leyera...

E.C. ¿Qué profesión tenía?

D.Ch. Mi padre era abogado. Era también alcalde de Zafra, procurador en Cortes y diputado provincial, pero cuando alguien me preguntaba: “¿Qué es tu padre?”, yo siempre decía: “Mi padre es poeta”.

Mi madre en cambio me enseñó a leer. Ella era una gran lectora; yo creo que la pasión por la lectura también te la han de inculcar, tuve suerte por parte de los dos. Ella fue la que dirigió mis lecturas, de pequeña y en la adolescencia hasta que yo empecé a leer. Me transmitió el amor por los clásicos, los rusos... Dirigió bien mis lecturas.

E.C. ¿Tienes algún libro que te marcara especialmente en esa etapa de la adolescencia?

D.Ch. Fueron muchos, pero uno de los que yo recuerdo de ese tiempo es Por quién doblan las campanas, de Hemingway. A veces pienso que quizás el recuerdo de esa novela me haya llevado a escribir La voz dormida, fíjate.

E.C. “La poesía —dices— es una forma de mirar el mundo. Sin esa mirada el mundo se vaciaría por completo”, pero tú sabes que la mirada, cuando se halla atravesada por la memoria, no resulta neutral, ni mucho menos inocente... ¿Cómo entonces se contempla el mundo?

D.Ch. Yo creo que nadie es inocente. La mirada somos nosotros, ¿no? Creo que tampoco somos neutrales; que somos los recuerdos que tenemos y que la memoria nos acompaña siempre. Y escribir, de alguna forma, es también recuperar la memoria. Enfrentarse a un texto es también enfrentarse a uno mismo: al conocimiento que tienes y al que adquieres durante la elaboración de ese texto. Yo creo que se escribe, como decía Rimbaud, para conocerse a sí mismo, pero también para conocer el mundo.

E.C. ¿Cuál sería el motor que te empujase a escribir: necesidad, diversión o desasosiego?

D.Ch. Yo diría, con Pessoa, que el desasosiego. Esas preguntas que están en el aire y que nosotros nos hacemos intentando buscarles respuestas pero que, sin embargo, no es lo importante encontrarlas sino, precisamente, buscar esas respuestas. O hacerse esas preguntas... Yo creo que eso es lo que me lleva a escribir. El viaje...

E.C. ¿El viaje es más interesante que la llegada?

D.Ch. Exactamente. O como decía Kavafis en su poema “Ítaca”, que llegar allí es la meta pero lo que encuentres en el camino es lo que va a enriquecerte, no Ítaca.

E.C. ¿Puede un escritor apropiarse de la realidad sin simbolizarla? Te digo esto porque, aunque en tu prosa hay sentimientos concretos y no abstracciones, juegas también con determinados símbolos...

D.Ch. Yo creo que el lenguaje construye el mundo también; y necesitamos de los símbolos para construir el mundo. La capacidad creadora del lenguaje. La capacidad de sugerencia y de evocación del lenguaje es también necesaria.

E.C. ...e incluso la ausencia.

D.Ch. Efectivamente. Incluso el silencio. Yo creo que es necesario también para la prosa... Esa capacidad de sugerencia, esa capacidad de evocación, y esa capacidad de crear del lenguaje tiene que estar también en la prosa, no sólo en la poesía. Y muchas veces nos lleva al sentimiento, aunque no lo nombremos. Utilizar el silencio como elemento del lenguaje... eso que se ve tan claro en poesía.

E.C. El “punto cero” de Celán o Valente.

D.Ch. Sí, yo le doy una gran importancia a ese “punto cero”.

E.C. ¿Y cómo definirías tu poesía? ¿De la experiencia? ¿Meditativa? Si es que debe ponérsele etiquetas...

D.Ch. A mí no me gusta ponerle etiquetas a los poemas y tampoco me gustan las diatribas literarias en torno a la experiencia, etc. No me gustan. Además, todo eso es ajeno al poema. Es ajeno a la poesía. La poesía viene desde dentro y viene de cada cual. Cada uno tiene que escribir como le sale o como le da la gana sin que tenga que adherirse a un grupo a una tendencia o a una corriente. Yo creo que estamos sujetos a la evolución, afortunadamente, y a lo mejor podemos empezar a escribir de una determinada forma y terminar escribiendo de otra manera. Aparte de que a mí me asusta mucho eso de “yo escribo poesía de la experiencia” o “poesía del conocimiento”, etc. Toda la poesía es de la experiencia y del conocimiento, por supuesto.

 

Suena el teléfono repetidamente. Dulce Chacón esboza una sonrisa de disculpa. Tiene una sonrisa luminosa y amplia la escritora. Es lo que primero, si hicieras un apunte, subrayarías. Pero después te darás cuenta enseguida de que los ojos a veces desmienten esa alegría contagiosa. Son ojos oscuros y profundos, como de heroína clásica o tal vez lorquiana. Ojos analíticos, observadores y reflexivos...

 

Familia

Para que la conversación respire dejo “aparcado”, de momento, lo literario, y le hago una pregunta personal, pero tengo la secreta impresión de que Dulce no es muy amiga de extenderse en estos pormenores, así que no insistimos en el tema y lo apuntamos de pasada.

E.C. ¿Cómo es un día cualquiera en tu vida? ¿Estás casada? ¿Tienes hijos?

D.Ch. Tengo tres hijos, dos chicas y un chico, y estoy casada por segunda vez. Como los chicos son ya son independientes, vivimos mi marido y yo solos y nos lo “montamos” muy bien —dice sonriente, luego rectifica—. Bueno, la verdad es que los echo de menos... Pero siempre vienen. Siempre están ahí. En cuanto a qué es lo que hago en un día cualquiera pues la verdad es que sobre todo lo que hago es escribir. Que es lo que más me gusta del mundo, con lo cual no necesito ni disciplina, ni horario, ni estímulo, sino dejarme llevar por mi pasión. Dejarme arrastrar por ella. Naturalmente que a veces voy al cine o pongo un ratito la televisión, charlo con mis amigos, me pongo a leer, etc. Una vida como vez muy normalita. A veces, si estoy en promoción de algún libro, pues imparto muchas charlas, voy a institutos o a otras ciudades, pero, vamos, generalmente mi vida es muy normal.

E.C. Junto a Diego Doncel te has incorporado recientemente a la Universidad de Extremadura. ¿Cómo resultó la experiencia?

D.Ch. Pues para mí fue muy gratificante. La verdad es que me resultó corta.

E.C. ¿Cuánto duró?

D.Ch. Fueron solamente cinco meses y yo creo que debería haber durado por lo menos un curso escolar. Fui a dar charlas en las distintas sedes de la universidad y talleres de literatura. La verdad es que el contacto con los jóvenes, con los estudiantes, a mí me enriquece una barbaridad. Me gustó muchísimo la experiencia. Me parece un acierto que los chicos tengan contacto con los creadores y que sepan que somos gente normal que nos dedicamos a esto como se puede uno dedicar a otra cosa. Este contacto directo a mí me gusta mucho. ¡Lástima que resultara tan corto!

E.C. Dante eligió a Virgilio: ¿qué hipotético guía sería el tuyo en este purgatorio, infierno y paraíso de la literatura?

D.Ch. De elegir yo escogería a César Vallejo. A mí me parece el gran poeta con el que yo me identifico. Otro de mis poetas es Celán, José Ángel Valente, Rilke, por supuesto... Y en narrativa Julio Llamazares, que es un escritor de los que enseñan, y José Saramago, un escritor que también me interesa muchísimo. Hay bastantes escritores que me gustan.

E.C. ¿Temes que te influencien?

D.Ch. No. A mí las influencias no me asustan, yo creo que bebemos de las fuentes que nos enriquecen y eso siempre es saludable.

E.C. Un libro que te apasione.

D.Ch. La Odisea. La Odisea me parece un libro que contiene muchos libros, ahí están la poesía, los libros de aventuras, los libros de amor, los de caballería, todos, todos... Los contiene todos. Y luego me encanta también el de Las mil y una noches. ¡Sabían tan bien narrar!

E.C. La verdad es que no sabemos cómo sería el texto original pero lo traducido es realmente una belleza. Estoy por completo de acuerdo contigo.

D.Ch. Además tienen mucho de literatura oral que a mí me gusta tanto. Es que venimos de esa tradición... Yo creo que la literatura empieza ahí, en los cuentos que nos leían nuestras madres; el “érase una vez...” nos marcó, sin duda.

 

Lo verdadero

E.C. Stendhal afirma que a la verdad únicamente se puede llegar a través de la novela. ¿Suscribirías estas palabras?

D.Ch. Quizás, porque es más fácil de creer aquello con lo que te identificas.

E.C. ... y de crear.

D.Ch. Y de crear. De todas formas yo no sé... A mí me parece que la poesía es muy verdad también...

E.C. Es la Verdad.

D.Ch. Sí. Es la Verdad. Entonces yo no estaría muy de acuerdo, por eso, porque yo pienso que en todos los géneros puede encontrarse una verdad; por ejemplo en el teatro: ¿qué es más verdad que el teatro también? Opino que la verdad se persigue y que muchas veces no se encuentra. Hay muchas, muchas maneras de llegar a la verdad y una de ellas, por supuesto, es la novela. Pero no la única. Me parece que la única no.

E.C. Tú empezaste en la poesía y has terminado por decantarte hacia la novela, ¿qué te llevó de la poesía a la narrativa?

D.Ch. Pues la verdad es que a mí siempre me llamó mucho la atención la narrativa, pero siempre pensé que era difícil escribir una novela y que yo nunca lo iba a conseguir y, fíjate, ya voy por la quinta... El caso es que me daban una “envidia” los novelistas entonces. Una vez, en un taller de literatura, al que asistí porque yo iba a dar otro y quería ver cómo aquella escritora lo hacía, nos mandó escribir un cuento de quince líneas y yo escribí ese cuento y entonces fue cuando me percaté de que esa voz que yo había entregado al papel quería seguir contando cosas, le seguí la pista y terminé escribiendo mi primera novela: Algún amor que no mate.

E.C. Que, junto a Blanca vuela la mañana y Háblame musa de aquel varón completarán lo que has dado en llamar Trilogía de la huida. ¿Por qué Trilogía de la huida?

D.Ch. Yo en realidad quería escribir sobre la incomunicación en el mundo de la pareja, y esa, mi primera novela, se ciñó mucho al ámbito de lo doméstico; a los malos tratos, a la sensación de que no hay huida. Que no hay salida posible. Luego quise escribir la segunda, y la tercera, desde distintos puntos de vista: cómo la comunicación se rompe en el mundo de la pareja y cómo la mujer afronta esa incomunicación.

E.C. ...Desde el silencio y desde la soledad.

D.Ch. Exacto. Me interesa muchísimo la incomunicación porque es uno de nuestros grandes males. ¡Si tuviéramos una comprensión del otro y una aceptación del otro... nos libraríamos de muchas cosas si lo llegáramos a lograr!

 

La mujer

(Le recuerdo sus versos) “Que no sea el dos un par / que sea una sucesión de uno en uno” —sonríe.

Pienso que es una presencia el elemento testimonial de muchos de los personajes femeninos de sus obras, su propio mundo convertido en presencia. Cómplices siempre antes que personajes...

E.C. ¿Se profundiza o completa así el lugar para esa existencia que —en tus palabras— “les ha sido negada durante tantos años”?

D.Ch. Claro. Yo creo que la mujer ha sido una figura en la sombra y nunca, aunque haya sido protagonista, se le ha reconocido ese protagonismo. Yo pienso que estamos demasiado acostumbrados a que la mujer tenga que demostrar doblemente su valía. En cualquier ámbito, no solamente en las artes o en la política; en cualquier aspecto de la vida tenemos que demostrar esa valía doblemente e incluso triplemente, y creo que ya está bien de este papel secundario que nos han dado. Que el mundo es machista, ¡eso ya lo sabemos! Pero tenemos la obligación de cambiar el mundo...

E.C. O por lo menos la visión del mundo.

D.Ch. Claro, dándole a la mujer el papel que le corresponde: no usurpar el sitio de nadie. La sociedad es un tejido de seres humanos, no de hombres. Hombres o mujeres y, cuando desaparezca esa frontera entre el hombre y la mujer, donde no tengamos que estar luchando por nuestros derechos, yo creo que entonces habremos llegado a un nivel igualitario...

E.C. ¿Crees que en la actualidad es cuando la mujer comienza a hablar con voz propia?

D.Ch. Creo que hay muchísimo avance en esto. Sí que empezamos a hablar con voz propia. Ya no es necesario, por ejemplo, el que la mujer se disfrace de hombre para escribir, no. Por lo menos se empieza a escuchar esa voz, se empieza a tener en cuenta la voz de la mujer, aunque todavía no podamos echar las campanas al vuelo... Pero sí que es verdad que hay avance en este tema...

 

De lo sencillo a lo complejo y de lo primitivo a lo organizado, los planteamientos de las historias de Dulce Chacón, como la propia Naturaleza, marcan sus propias leyes. Coro sin corifeo, esta empresa sinfónica anula lo prolijamente demarcado y parece avanzar hacia el contacto directo con la problemática del ser humano, principalmente con la de la mujer en nuestros días, o también con marcadas referencias al pasado cercano.

 

E.C. En la elaboración de una novela, ¿qué constituye para ti el núcleo más difícil?

D.Ch. Para mí el más difícil es la estructura. La verdad es que cojo estructuras algo complejas, sobre todo, en las dos últimas novelas donde se entrelazan muchos personajes. Novelas corales... Estructuras bastante complicadas de hacer aunque fáciles de leer.

E.C. ¿El lenguaje resulta suficiente para dar cuenta de la realidad o nunca está todo dicho?

D.Ch. El lenguaje es muy poderoso. Yo creo que tiene el poder de crear, de fascinar y de contar, y que también lo que no está dicho, queda plasmado por el lenguaje y por los silencios. Yo, cuando acabo un libro, tengo la sensación de que lo que quería contar lo he contado. Por ejemplo, en este libro de La voz dormida me están sucediendo cosas muy curiosas, como está siendo también un acontecimiento social, no sólo literario, la gente me viene a contar sus historias, me vienen a contar sus duelos, me vienen a contar sus desgarros... Y en muchas ocasiones les digo: ¡Ay, si lo hubiera sabido lo habría incluido en la novela! ¿Sabes? Pero cuando di por finalizada la novela, realmente conté lo que yo he querido contar. Otra cosa es lo que está sucediendo después: que me está llegando mucha información que yo no sabía y que sí que podía haber incluido. Que acaso podía haber tenido cabida ahí...

 

La obra

E.C. Pero que son historias que ya no te pertenecen...

D.Ch. Exactamente. No me pertenecen.

E.C. ¿La obra tira del escritor o es el escritor quien tira de la obra, como Benet diría?

D.Ch. Pues creo que más bien es una mezcla de las dos cosas. Yo estaría más de acuerdo con Pirandello cuando habla de los Seis personajes en busca de autor. Yo creo que es una combinación de ambas cosas. El escritor tiene que tener muy claros los personajes en la cabeza y también ha de tener muy claro que los personajes crecen y que muchas veces amplían tu mirada y lo que querías contar.

E.C. Y que a veces vampirizan...

D.Ch. ... y te vampirizan. Y te llevan. Lo que ocurre es que no debes dejarte llevar así. El escritor debe tener control sobre la obra al mismo tiempo que la mano muy amplia y muy libre para dejar a los personajes que respiren y que sean.

E.C. ¿Partes en cierta forma de hechos reales o te dejas llevar más por la imaginación?

D.Ch. Pues las dos cosas, porque, como hemos dicho al principio, la memoria siempre nos acompaña, ¿no? Yo siempre que he escrito cosas basadas en hechos reales las he “ficcionalizado”, o sea, es un sistema pasivo de ida y vuelta. Siempre he escrito basándome en hechos reales o siempre, cuando escribo, lo hago real para mí de tal manera que la ficción y la realidad se confunden en el texto.

E.C. Como los recuerdos.

D.Ch. Como los recuerdos. Cuando hablo de cosas reales he de darles la vuelta para hacer la ficción, pues si escribo ficción, a pesar de que esté apoyada en hechos verdaderos, siempre es a través de ese tamiz: el de la ficción.

E.C. A veces has mencionado que te informas y te documentas bastante para la realización de tus novelas. ¿Una información y documentación excesiva puede lastrar la imaginación?

D.Ch. Desde luego hay que controlar muy bien la documentación. Hay que llegar a un punto en el que digas, esto me sirve y esto no. Yo suelo usar la documentación como base o apoyo: pero yo hago ficción con la documentación. Me interesa la verdad para contar la ficción, entonces, el documento me parece fundamental a la hora de escribir, pero siempre controlando lo que sirve y lo que no sirve.

E.C. ¿Alguna vez terminas siendo prisionera de tus propios personajes?

D.Ch. Pues no. Yo cuando acabo una novela, un libro, un cuento o una obra de teatro, no lo vuelvo a leer ni siquiera cuando está editado. Ya no me pertenece a mí, y así también no corro el riesgo de querer cambiar cosas. Prefiero no leerlo. Cuando he acabado un libro ya estoy pensando en el siguiente. En cuanto a los personajes, naturalmente que los llevo en el corazón, supongo que como cualquiera que escribe, les tengo un cariño muy especial, pero no, no soy prisionera de ellos, afortunadamente.

E.C. En la actualidad, y en algunas de las novelas de más éxito, surgen numerosos elementos del pasado reciente... ¿Piensas que esta visión contemporánea puede encerrar el germen de la literatura del futuro o que quizás pueda agotarse en sí misma?

D.Ch. Yo creo que vivimos en un tiempo de muchas preguntas. En el aire de muchas historias sin contar. De muchos y muy largos silencios y, después de más de veinticinco años de democracia, nuestra generación, la mía, se asoma a ese mundo desde un punto de vista que es necesario, para compartir sin rencor, con inquietud, con curiosidad...

E.C. ¿Porque la historia tiende a repetirse?

D.Ch. Claro. Y porque los silencios son muy malos, y nosotros tenemos una obligación con los jóvenes.

E.C. Cuando se investigan determinados sucesos —como en tu caso—, ¿se corre el peligro de que la emoción de lo narrado llegue a anular, en cierto sentido, la razón?

D.Ch. Se corre el peligro, desde luego, pero yo creo que ahí está la línea, esa media que no tienes que pasar para caer en el morbo o la sensiblería y, en mi caso, yo creo que he tenido que limar muchas cosas de la verdad, contar menos de lo que se puede contar para no caer en la sinrazón, porque la verdad del horror es muchas veces infinitamente superior a lo narrado. El horror es muy difícil de contar y muchas veces la ficción no soporta ese horror tal y como verdaderamente es, y hay que darle, en cierta forma, normalidad, que no se haga increíble.

E.C. Profundizar y explorar el lado oscuro del ser humano, ¿puede llevar a un laberinto sin salida? ¿A la caverna donde los que sólo ven sombras se carguen a Cratilo?

D.Ch. Yo pienso que al lado oscuro hay que darle luz y que esas sombras se descubran. Aunque el sol nos ciegue al salir, porque la verdad también deslumbra y también ciega. Creo que hay que salir afuera y decir la verdad aunque nos maten por ella. Hay que ser valiente. Yo creo que hay que arriesgarse a eso.

E.C. ¿Qué concepto a tu juicio define mejor nuestra época: la incertidumbre o la duda?

D.Ch. Yo creo que la incertidumbre, porque pienso que vivimos en una época donde ponemos muy pocas cosas en duda, ¿no? Pienso que no nos cuestionamos grandes cosas, las creemos o no las creemos, pero no las cuestionamos. Estamos en una situación de aceptarlo todo. Es muy difícil que alguien tire del carro, es muy difícil que alguien levante la voz, que se mueva, que haga cosas por los demás... muy difíciles.

E.C. No es tiempo de héroes...

D.Ch. No. Es tiempo de gente acomodada en el presente.

 

Emoción

E.C. “Hablo en mis libros de sentimientos —dices—, hablo de lo que me duele”. ¿Qué le duele ahora mismo a Dulce Chacón?

D.Ch. Yo escribo sobre lo que me duele, ¡y me duelen muchas cosas! Me duele muchísimo la situación de la mujer en el mundo. Me duele sobre todo el mundo en que vivimos. La situación en el mundo, la tiranía de tantos, la mano abierta que se está dejando, apoyando decisiones imperiales, que además se mueven por motivos económicos, haciéndonos creer que son los salvadores del universo, me dan miedo, y me duele, los que se autodenominan salvadores... Me duelen muchas cosas. Además, el escritor es un reflejo de un aspecto de la sociedad y a mí me interesa reflejar la sociedad en la que vivimos.

E.C. ¿El conocimiento a través de la emoción?

D.Ch. Sí. Nos identificamos a través de las generaciones con los protagonistas de los hechos históricos y entonces yo pienso que se nos hace mucho más cercana la emoción.

E.C. ¿Hay —como diría María Zambrano— que “razonar el delirio”?

D.Ch. O hay que delirar con razón y así le damos la vuelta (responde sonriente). Yo creo que los delirios son muy hermosos y que nos acompañan mucho. No sé si habría que razonarlos o no. Yo creo que no, que hay que dejarse llevar por el delirio de vez en cuando. ¡Esa bendita locura, esa bendita explosión de todo!

E.C. ¿Entre inteligencia e intuición es Dulce fronteriza?

D.Ch. Yo creo que soy muy intuitiva, mucho. Que trabajo más con la intuición que con la inteligencia, por supuesto que el intelecto tiene que estar ahí porque, si no, la literatura sería palabra sin contenido y ha de tener sobre todo, contenido... Pero, fundamentalmente, yo me guío por mi intuición.

 

Extremadura

E.C. Y retomando Extremadura, a veces me pregunto, leyendo tus novelas, y otras novelas de distintos autores donde de alguna forma Extremadura se halla presente, el porqué de esa insistencia trágica. Ese tono elegíaco que parece acompañarla; de perpetua tragedia, como si de un coro griego se tratase. A veces, en esta visión se echa de menos el humor. Creo que no debe renunciarse a nuestras posibles voces...

D.Ch. No, no podemos ni debemos renunciar a nada. De todas formas opino que el humor nos ha acompañado siempre. El humor está dentro de la ironía y dentro del sarcasmo e incluso dentro del chiste. Y de la sabiduría popular. El humor ha ayudado bastante a conocernos. Pero en cuanto a lo que dices de lo trágico de Extremadura, yo pienso que sí, que nuestra tierra tiene una historia muy dura y que afortunadamente ha cambiado muchísimo, muchísimo, pero esa historia de caciquismos y latifundios donde el señorito era, no solamente dueño de la tierra, sino también de los hombres que trabajaban en ella... Sobre todo el sur de Extremadura. La tierra de mis padres que es la tierra de barros..., eso realmente fue terrible.

E.C. ¿Este pasado nos hace tener este apego tan fuerte hacia nuestra tierra?

D.Ch. Sí. Yo creo que somos gente muy apegada a nuestra tierra y que nos influye mucho; y luego también hay una cosa fundamental, que, hasta hace nada, los extremeños éramos los hermanos pobres del resto de España. Éramos los olvidados e innumerables veces tenías que ir defendiendo a Extremadura. Yo soy extremeña, con muchísimo orgullo y con muchísimo corazón. Tenemos un pasado duro y complejo, rico y difícil y lo difícil siempre es lo mejor... Yo creo que por lo mismo los extremeños, o la mayoría, la defendemos y la queremos tanto. Sin patrioterismos, ¿eh? Y sin complejos.

 

El tiempo avanza y hablamos de muchas cosas: de los nuevos proyectos que, para el teatro, prepara ilusionadamente la escritora y de infinidad de cosas más. Para terminar retomo el tema del principio: su última novela, que tanto interés ha suscitado.

 

La voz dormida

E.C. Cielos de barro —le digo— fue definida como epopeya rural. ¿Cómo definirías tú La voz dormida?

D.Ch. Yo siempre he dicho que es una novela coral y que es un homenaje a los perdedores, a la gente que perdió pero que supo conservar su dignidad, sus ideales intactos, su fuerza, su frescura y su pasión. Es un homenaje, sobre todo un homenaje.

E.C. Y a las mujeres, sobre todo, que, según tus palabras, “perdieron doblemente la guerra”.

D.Ch. Sí. Las mujeres perdieron doblemente la guerra, porque estuvieron en el conflicto armado y perdieron los derechos que habían conseguido durante la República. Se las relegó al ámbito doméstico otra vez. No podían ir a las universidades... En fin, lo de “la pata quebrada y en casa”.

E.C. “Pero las madres terribles levantaron la cabeza”. No sé por qué, Dulce, pero al leer La voz dormida me viene a la memoria ese verso del Lorca de La sangre derramada. A la manera de una tragedia griega me llegan las imágenes de tu novela. No es una obra con planteamiento, nudo y desenlace, sino como un inmenso escenario donde se está gritando, alzando la voz sin máscaras, amplificando lo dicho; están ahí, frente a las sombras donde hasta las guardianas o cancerberas se diluyen. No existe una visión que las enfrente. Parecen estar solas, como Antígonas, porque apenas se cuenta, sólo, acaso, se intuye que existe otra verdad...

D.Ch. Está buscado. Yo, en esta novela, utilizo el recurso de pasado, presente y futuro, y doy voz a la gente que nunca la tuvo. Eso es lo que a mí me interesa. Dar voz a la gente que no la tuvo hasta ahora.

E.C. De todas formas —lo vemos en el tiempo y en la historia de manera continua—, ¿qué sucede cuando las víctimas se convierten en verdugos? El ser humano —por lo menos una parte— no es del todo inocente...

D.Ch. Cuando las víctimas se convierten en verdugos es mucho más cruel que cuando directamente el verdugo se hace verdugo. ¡Fíjate lo que está pasando con tantos pueblos en la actualidad!

E.C. A eso precisamente me refería... En las guerras nadie hay del todo inocente.

D.Ch. Pero hablando del caso de las mujeres republicanas, yo creo que no se convirtieron en verdugos, porque después de la guerra, cuando llegó la supuestamente denominada “paz”, se tendrían que haber terminado los horrores y la barbarie que hubo durante el conflicto y no se acabaron; entonces empezó un horror aun más negro y más directo. La política entonces era la ampliación del horror. La aniquilación física y la aniquilación moral del espíritu de la República. Y yo creo que fue una injusticia terrible y una tiranía atroz durante muchos años... Las mujeres no sólo perdieron la guerra. Perdieron hasta la paz.

E.C. Por lo tanto no les fue posible convertirse en verdugos, ¿no?

D.Ch. Exactamente. No les fue posible.

E.C. El personaje en tus obras: ¿retrato o conciencia?

D.Ch. Conciencia.

E.C. Por último, ya que hablas de cárceles y exilios, ¿escribiendo encuentra Dulce Chacón su propia libertad?

D.Ch. (Rotunda) Sí. Por supuesto. Sin ninguna duda.

Dulce Chacón
“El escritor debe tener control sobre la obra al mismo tiempo que la mano muy amplia y muy libre para dejar a los personajes que respiren y que sean”.