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Aquella manera atroz de morderse las uñas

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Aunque hacía más de diez años que no había visto a Ramón Hurtado, lo reconocí al instante. Su pelo seguía siendo abundante y sin canas, y tenía la piel tersa y las maneras apacibles de siempre. En un principio me pareció que no había cambiado, como si el transcurrir del tiempo no hubiera hecho mella en su cuerpo. Pero, al poco rato de estar conversando con él, pude percibir algunos cambios. En la mirada tranquila de antaño se podían advertir ciertas huellas de acritud, y la lentitud de sus gestos mostraba tristeza y cansancio. Seguía vistiendo con los colores vivos de la típica indumentaria andina, pero, ahora, impregnados por algo impreciso y sombrío, difícil de definir. Su voz, sin serlo, parecía gangosa, y en todo momento mantuvo su mano izquierda enguantada. Temiendo ser indiscreto, logré reprimir la curiosidad y no le pregunté por qué llevaba aquel guante; pero, lógicamente, no pude evitar interesarme por Lisa.

—Bien, bien. Por ahí anda, casi ya demediada.

Únicamente alguien que conociera la historia de la pareja podría comprender el drama que albergaban aquellas palabras. Yo presencié cómo empezó y había sido testigo de su evolución; pero nunca me interesó escribirla. Era demasiado fantástica para mi gusto. Excesivamente irreal como para intentar hacerla verídica. Sin embargo, desde hace algunos días, desde que no puedo olvidar el guante de cuero negro enfundando la mano de Ramón, ha dejado de importarme que pueda resultar inverosímil y he decidido contarla.

Habiendo sido contratados por la Universidad de California, llegaron a Santa Cruz al iniciarse el curso, poco antes de que Larry Page y Sergey Brin empezaran a padecer aquellos ataques de narcolepsia que los mantenían dormidos durante toda la noche y la mayor parte del día, con el consecuente pánico de las empresas del Silicon Valley dependientes de los magnates. Lisa acababa de divorciarse y venía de la prestigiosa Universidad de Yale, donde había estudiado y sido Lecture del Departamento de Historia durante algunos años; hecho que no dejaba de mencionar con arrogancia a la primera ocasión que tenía; mientras que Ramón, también divorciado, procedía de la de Boulder, en Colorado, circunstancia que ni le preocupaba ni dejaba de hacerlo. A Lisa le adjudicaron el apartamento 234 del Faculty Housing, a Ramón el 236. Se conocieron, pues, en vecindad.

La biografía de Ramón era singular. Cuzqueño de nacimiento, a los diecisiete años sus padres lo enviaron a estudiar a un seminario de Roma y, poco después de renunciar a cantar misa y siguiendo los pasos de la Teología de la Liberación y de una ex monja con la que acabó casándose, de Roma pasó a Chile y Brasil, hasta que, ya en la década de los ochenta, desencantado de los movimientos revolucionarios latinoamericanos, emigró a Estados Unidos para estudiar sicología. Dos hijos, un doctorado en la Universidad de Nueva York y un divorcio eran algunos de los restantes aconteceres de un periplo vital del que Ramón dejó de hablar al poco tiempo de casarse con Lisa, cuando la de Yale condenó a la hoguera el manuscrito de una autobiografía que el sicólogo había ido pergeñando durante su tiempo libre. Unas memorias que, si por alguna fantástica razón renacieran de las cenizas, necesariamente deberían de ampliarse con los extraños sucesos que acaecieron el día en el que, al enterarse de que a su marido se le había negado el Tenure, Lisa empezó a morderse las uñas de una manera atroz, tan desaforada y tenaz que al poco tiempo ya había acabado con las de los dedos anular y corazón de la mano derecha, siendo lo más portentoso que las heridas que producía la brutal devastación se iban cicatrizando a gran velocidad.

Fue durante una de las tres o cuatro cenas semanales que aquel grupo entrañable de amigos celebrábamos en casa de Enrique Ibarra, cuando Ramón sacó su cámara digital y nos enseñó las fotografías de la mano derecha de su mujer. Era asombroso. Las uñas de los dedos anular y corazón habían desaparecido totalmente y en su lugar había un desagradable y abultado muñón de color crema. Las cutículas aparecían rabiosamente enrojecidas e inflamadas y la piel de la yema profundamente estriada. Después de ver aquel despropósito, todos estuvimos de acuerdo en que el ataque de nervios que había sufrido Lisa al enterarse de que a su marido no le iban a renovar el contrato laboral había sido excesivo, pero también comprendimos que era necesario hacer algo para que la soliviantada académica dejara de mutilarse. Así que, al día siguiente, algunos del grupo ayudamos a Ramón a iniciar una serie de actuaciones con las que poder superar los innumerables obstáculos que le habían impedido llegar al despacho del rector para intentar que éste revisara el caso de su Tenure. Y aunque es cierto que, pese a nuestros esfuerzos, nunca llegó a conseguir que el rector lo recibiera, Ramón no se dio por vencido y durante las siguientes semanas acudió a cuantos departamentos, sindicatos y asociaciones universitarias encontró, y se hizo escuchar, e insistió hasta el fastidio, y exigió sin ambages. Como suele decirse, peleó duro; pero desgraciadamente sólo obtuvo un montón de buenas palabras y algunas pequeñas promesas. Nada realmente efectivo, es cierto; aunque también hay que decir que aquel momento no era precisamente el más boyante para la universidad, pues además de la profunda crisis económica que había desencadenado la persistente narcolepsia de los magnates de Google en todo el Silicon Valley (asunto de lo más misterioso que ni los más avanzados remedios médicos podían solucionar), estaba aún por resolverse el asunto que salió a la luz con el suicidio de la rectora que según las malas lenguas no se había quitado la vida debido a una desilusión amorosa sino al ser descubierto un gran escándalo económico en el que parecía estar involucrada.

Aquellos tiempos adversos para la universidad, aquellos cortes económicos que, presuntamente, habían contribuido a que el Departamento de Sicología no concediera el Tenure a Ramón, únicamente empezaron a mejorar algunos meses después, cuando los magnates comenzaron a superar la enfermedad. Como es sabido y para el escarnio de los más prestigiosos médicos de California, finalmente fue un mago de feria argentino el que por arte de birlibirloque logró curar a Larry y a Sergey, quienes, como forma de agradecimiento, donaron veintitrés millones de dólares para que se llevara a cabo Green Magic, un revolucionario parque temático dedicado a los más espectaculares trucos de magia que pueda imaginarse. Las consecuencias de la recuperación de los ilustres forjadores de Google no se hicieron esperar y el rector de la Universidad de Santa Cruz se sintió aliviado e inmediatamente inició las diligencias necesarias para cerrar el turbio caso de la ex rectora y aprobar los presupuestos anuales. De tal modo que en pocas horas llegaron al Decanato y, a los dos días, nos enteramos de que Ramón, a pesar de que los heraldos anunciaban la recuperación económica, había sido excluido definitivamente del Departamento de Sicología. Se le había negado la renovación del contrato laboral, se le había expulsado como si fuera un apestado, pero Ramón no se vino abajo y aquel mismo día irrumpió en la antesala al despacho del rector con las fotografías de Lisa en la mano. Guiado por la irritación y la cólera que habían rebrotado en Lisa al saber que la universidad no iba a revisar el caso de su marido, y que éste quedaba irrevocablemente expulsado de su trabajo, la demanda de Ramón se intensificó y duplicó: ahora, además de la revisión de su caso de Tenior, exigía una compensación por los daños y perjuicios que todo aquel asunto estaba produciendo en su mujer. Sin prestar mucha atención a sus peticiones y mientras echaba una ojeada a las fotografías, la secretaria que le atendió en el rectorado le interrumpió y le dijo que sí, que ella ya había oído hablar de aquella manera indecente de morderse las uñas y que, desde un punto de vista legal y oficial, aquello era una extorsión en toda regla. Algo insoportable por lo que la universidad debería expulsar a la profesora.

Llegó el invierno y aquel constante espíritu de protesta y de demanda acabaron engarzándose a la perfección en la cotidianidad de Ramón. Además de consultar con abogados y continuar con los trámites para que sus peticiones fueran atendidas, el sicólogo ocupaba el resto del día realizando las tareas de la casa y cuidando con mimo a Lisa, cada día más irascible. Sólo algunos fines de semana sacaba algo de tiempo para acudir a las cenas del grupo trayendo nuevas muestras de la mano derecha de su mujer. De manera que algunos miembros del grupo comentaban con cierta sorna que Ramón, además de conocer los intrincados pasillos burocráticos de la universidad como nadie y ser una ama de casa ejemplar, sabía, para la envidia de los equipos médicos de California, absolutamente todo sobre mutilaciones y cicatrizaciones. Dejando aparte las bromas y comadreos, lo lamentable fue que a partir del momento en que Lisa empezó a engullir sus uñas, Ramón ya no nos volvió a tocar las panpipes y tambores andinos a los que era tan aficionado. Salía de casa a primeras horas de la mañana con nuevas cartas y peticiones, con fotografías recientes de los dedos de su esposa, día a día más menguados, y algunas noches regresaba más allá de las doce, desencantado y pesaroso, pero siempre sonriente, no fuera a ser que Lisa advirtiera en su rostro las huellas del desánimo.

—El anular. El primero que se comerá será el anular —nos decía Ramón algunas noches, tras haberse bebido unas cuantas copas de vino en casa de Enrique Ibarra.

Fue durante una de aquellas vaporosas cenas cuando Ramón, después de mostrarnos las últimas fotografías de la mano derecha de Lisa (ya sin dedo anular), propuso que el caso de su esposa fuera considerado y difundido como una muestra de las terribles consecuencias del neoliberalismo. Idea que sorprendió tanto a Asunción (cubana y enemiga declarada de Lisa) que no tardó en protestar:

—¡Y qué tendrá que ver el neoliberalismo con la histeria de esa señora! ¡Ganas de llamar la atención y nada más!

Cuando desaparecieron las nieblas del invierno, el campus recuperó la bahía, y desde las explanadas de algunos colleges o desde los pisos altos de la biblioteca se podían divisar, sobre el océano en calma, las playas de Monterey. Aparecieron las primeras flores y Enrique Ibarra, como todos los años, volvió a exhibir sus trenes y soldaditos dos veces por semana. Curiosamente, entre el profesorado de la universidad se habían hecho famosos los extraordinarios espectáculos que don Quique, así llamábamos a Enrique Ibarra los del grupo, ofrecía al empezar la primavera, y muchos profesores, incluso algunos de los más renombrados, acudían a presenciar las maravillosas máquinas de vapor arrastrando docenas de vagones de fantasía o alguna de las famosas batallas que los soldaditos del coleccionista ejecutaban.

Una tarde de aquella hermosa primavera, mientras asistíamos a la batalla de Waterloo, Ramón entró en la sala y, más silencioso y triste de lo habitual, cogió una silla y se sentó en un rincón. Cuando don Quique acabó la exhibición y la mayoría de los profesores se marcharon, Juan (otro de los miembros del grupo, un vasco alegre y bonachón, cuyo único defecto era su exagerada forma de mentir) se acercó a Ramón y le preguntó qué le ocurría.

—Si sigue así —le contestó Ramón con pesadumbre— acabará sin mano.

Y a continuación sacó la cámara del bolsillo y nos enseñó la última fotografía de la mano derecha de Lisa. Además del anular y el corazón, la de Yale se había comido el índice y el meñique y ya había dado cuenta de la falange del pulgar. Algunos nos frotamos los ojos negándonos a dar crédito a lo que estábamos viendo y otros prefirieron dejar de mirar la fotografía; únicamente Josefina (una de las amigas de Asunción) actuó con cierta sensatez y, mirando a Ramón con mucha compasión, exclamó “¡Pinche chancha!”, y después lo tomó por la cabeza y le dio un beso en la frente. Como es natural, durante la cena de aquella noche no dejamos de discutir acaloradamente sobre lo que habíamos visto y, al final, todos estuvimos de acuerdo en que el caso de Lisa era tan extraordinario que tenía que darse a conocer.

Descartando por unanimidad acudir a la prensa, pensamos que, dado el trasfondo ético del asunto, lo más adecuado sería acudir al Departamento de Historia de la Conciencia (uno de los más prestigiosos de la Universidad de Santa Cruz) para que convocara un congreso donde se debatiera el tema de las mutilaciones de Lisa. Entusiasmados por la idea, al día siguiente, Ramón, don Quique y yo, representando al grupo, fuimos al Departamento de Historia de la Conciencia y solicitamos una entrevista con Robert Willson, el eminente pensador y jefe del departamento que según decían algunos era uno de los grandes conocedores de los recovecos de la conciencia humana y según otros sólo era una especie de la coctelera posmoderna y ecléctica donde todo cabía. Un visionario para muchos, una expendedora de frases hechas para otros. A las dos horas Willson nos recibió en su despacho, y cuando vio las fotografías de la mano derecha de Lisa fue tal su altanería y escepticismo que lanzó un par de bostezos y, como si estuviera haciendo un esfuerzo descomunal, caminó hacia la puerta y, dirigiéndose a don Quique, emitió su veredicto antes de desaparecer:

—Parece un truco de magia —dijo—. Desde el punto de vista racional es, sencillamente, inaceptable.

Y si lo decía “el genio”, nada se podía hacer. Así eran las cosas; acompañamos a Ramón hasta la puerta de su casa, le dijimos que saludara a Lisa de nuestra parte y dimos por zanjado el tema del congreso.

 

A principios de junio, cuando finalicé el taller literario, regresé a España y, aunque mantuve contacto con don Quique y otros amigos del grupo durante algún tiempo, nadie me habló de Ramón ni de Lisa. El tiempo, ese viejo desmemoriado que todo lo confunde, fue arrinconando su historia en mi memoria, hasta que fui invitado por la Universidad para impartir otro taller literario. Cuando me topé con Ramón a la entrada de la biblioteca, su recuerdo carecía de la nitidez que deben de poseer para que los podamos sentir. Con el distanciamiento que producen el tiempo y la lejanía, charlamos un buen rato. Recordamos las cenas en casa de don Quique y sus fantásticos trenes. Hablamos de algunos amigos comunes. Sin dejarnos arrastrar por la añoranza, conversamos como lo hubieran hecho dos viejos amigos y después de decirme que no pensaba cesar en la lucha hasta que no viera solventadas sus demandas, nos despedimos. Mordiéndose las uñas de la mano que no llevaba enguantada, lo vi caminar hacia una de las sendas que se internaban en el bosque y, de repente, me golpeó la desgracia que escondía aquel guante.