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El calzado del ángel

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El ángel reflexionó sobre el sitio en el mundo más deseable para obtener su primera experiencia humana. Hizo el recuento de nobles y elevadas almas; desde Ghandi y Krishnamurti hasta Muktananda y Sai Baba. Eligió India, y, con un gozo casi impaciente, descendió a las calles encharcadas de Mumbai.

En un solo impulso ya estaba deslizando sobre el aire su cuerpo apenas luminiscente. Su tacto y olfato aún estaban a una mínima capacidad, así que no lo ayudaban a descifrar olores ni variación de temperatura; sin embargo, la euforia lo tomaba de la mano como a un niño pequeño y lo iba empujando por las calles nubladas.

Deseaba acostumbrarse rápido al peso de la materia, pero aún sus sandalias pasaban rozando a casi un centímetro del suelo. Con su pantalón café y su camisa blanca se mezclaba entre los demás sin que repararan en él. Flotó simulando caminar por Colaba Causaway entre saris, punjabis y dupattas de brillantes colores. Cuando su sentido de la vista le permitió recibir a pedazos intermitentes esas imágenes, se sintió atraído y mareado.

Al ver que mucha gente se fotografiaba, se desplazó hasta la Puerta de India. Sabía que ese momento sólo era presente en apariencia, pues en realidad se trataba de un recuerdo. Algo que ya había pensado la mente hacía mucho tiempo, pero la materia era lenta, muy lenta para ejecutar. Así que atesorar en una fotografía el pasado de otro pasado le causaba mucha risa.

Al ingresar a la explanada miró de frente a un sujeto famélico con la piel azulada por el sol. Las pupilas del hombre se dilataban entre la desesperación y la ira. No lo siguió pidiéndole rupias. Sólo era parte de la multitud. Pero al verlo de frente el ángel tuvo una sacudida que hizo descender un poco más sus sandalias.

Caminó por Ramgula Marg para llegar a la estación de trenes Chhatrapati Shivaji, pero antes dio varias vueltas por Mint Road. No había una sola fachada que no estuviera completamente derruida y sucia. Todas las calles parecían ser la misma con ese uniforme de mugre. Acostumbrarse al oído tampoco era fácil. Lograba reconocer los graznidos de los cuervos y los cláxones de los vehículos que atestaban las calles en desbandada, pero al mismo tiempo ninguno cesaba y su cerebro los confundía.

Caminó junto a un puesto de humeante chai, se detuvo para contemplar a dos niños que jugaban con el agua estancada entre el pavimento y la banqueta. También los miraba de reojo un cuervo que arrancaba pedazos rosados del cuello de una rata. El ave sentía amenazado su alimento cada vez que alguno de los pequeños lo salpicaba con el charco.

Atravesó la avenida principal. Pasó al lado de una familia que estaba acostada en el piso lleno de heces fecales apenas dispersadas con la incesante lluvia del monzón. Pudo ver bajo un largo trapo sucio asomarse los pies del padre, un poco más sobresalientes que los talones ajados de la madre; enseguida vio los dedos menudos de quien podría ser un adolescente, e inmediatamente después tres bultos pequeños tapados hasta la cabeza. Llevaba la cuenta de cuántas familias estaban durmiendo en el suelo, pero cuando llegó a la esquina, la perdió al tropezarse con un borde en el asfalto.

La lluvia arreció de improviso. Se apresuró a la estación de trenes. Se sobresaltó cuando las gotas le golpetearon con fuerza la cabeza y los hombros, y empezó a sentir escalofrío. Había otros cinco pares de pies cubiertos con un trapo maloliente. Cuando pasó junto a ellos, un niño les jaló a los demás el pedazo de tela para cubrirse hasta la frente porque lo despertó una luz fosforescente que provenía de las rodillas del ángel.

Lo paralizó unos segundos la mueca vacía de una mujer encorvada que le sonreía como si lo amenazara. De nuevo se cruzó con más familias durmiendo sobre el excremento y el lodo. Otra vez le dolieron los ojos de un hombre desgreñado, con tal cólera que podría molerlo a golpes a él y a cualquiera sin necesitar ninguna razón.

Se le hizo inacabable el trayecto rumbo a las escaleras: le parecía tener todo hueco desde los tobillos hasta los muslos. Sin embargo, al alcanzar el pasillo interior se dio cuenta de que había empezado a correr entre las filas desordenadas de personas que llegaban o salían de los andenes. Un grupo más nutrido lo inmovilizó en un denso abrazo de transpiración de especias, humedad y calor. Los empujó a todos con el hombro izquierdo. Aceleró el paso al salir de nuevo a las calles lluviosas. Las sandalias del ángel se llenaron de mierda.

No sabía a qué poner más atención: si a los oídos palpitantes que le devolvían un volumen alto hasta dolerle la quijada, o al pecho que se expandía y contraía con dificultad. Hiperventilar lo asustaba más de lo que imaginó. Creía que respirar se trataba tan sólo de permitir al aire alimentarlo suavemente con el prana sagrado, y que éste jugueteara con el ritmo regular de sus pulmones. No calculó el vértigo del aire detenido en el pecho, lo inútil del esfuerzo por aspirar a través de una tráquea casi cerrada, pero al mismo tiempo el pánico lo hacía repetir ese movimiento a una velocidad que le producía náuseas.

El ángel cayó doblado en la banqueta con el rostro oculto en medio de las rodillas. Permaneció en esa posición hasta que la oscuridad llegó y volvió a retirarse. Lo despertó el sonido de una moneda de dos rupias que alguien arrojó a su lado. Fue a comprar algo de comer. Sonrió pero no recordaba qué era lo que le causaba risa.

Pasó meses de delirio antes que decidiera empezar a trabajar reparando sombrillas, lo cual le iba dando el dinero indispensable para sobrevivir. Sintió el impulso de abandonar Mumbai y continuar su camino por otras ciudades.

Tomó un tren de un día completo y se instaló en Varanasi. Ahí recibió una mañana la bendición de un sacerdote del infierno. Fue en un ghali, en una de esas callejuelas laberínticas, lodosas y demasiado estrechas por las que camina de todo, incluso vacas y bueyes recién bañados en el Ganges.

Presenció el descenso de muchos cuerpos amortajados en las escalinatas del Manikarnika. Miró en incontables ocasiones las piras crepitantes y bulliciosas que elevaban el humo de la purificación. Necesitaba entender algo, pero no sabía a dónde lo llevaría contemplar cadáveres cubiertos de papeles dorados una y otra vez. Se preguntó si eso era todo lo que existía: una vida de miseria y suciedad, amortajada y olvidada. Se apretó las sienes con furia porque el vacío le desbordaba la mente.

Un anciano reparó en su desolación, le dio una palmada en la rodilla y le explicó —como si respondiera a una pregunta nunca formulada— que todo en Varanasi era coherente, porque la ciudad vivía a orillas de un río dedicado a la adoración de Shiva, la emanación destructora de la divinidad. Le recalcó que la destrucción se veneraba a tal punto que el mismo espíritu del río había partido ya, así que los peregrinos se bañaban desde hacía mucho tiempo en un Ganges muerto.

En otro Ghat, en el Dasaswamedh, se conmovió ante un renunciante que cantaba tratando de hacer vivir de nuevo al río. Contempló la devoción del cuerpo inclinado en las escalinatas, así como las manos reteniendo el agua unos segundos en la cuenca que formaban juntas. Se llevaba esa agua achocolatada a los labios y algo le recitaba. Esos segundos bastaban para que el renunciante se convenciera de que el río estaba reviviendo poco a poco. El antiguo ángel lloraba al mirarlo, pensando que a él le gustaría creer que algo más allá de la basura y la ambición podría abrazar a los hombres y revivir lo yerto.

Esa es la última imagen que recordaba con agrado, aunque algunas veces no estaba seguro si formaba parte de su memoria o de sus deseos, porque después siguieron días de fiebre incesante. Enfermó de algo más hondo que el cuerpo. Caminaba mareado por las calles atestadas de peregrinos vestidos de naranja.

Empezó a dormir la mayor parte del día y de la noche. Tenía pesadillas todo el tiempo. Le atenazaban a borbotones imágenes de mendigos mutilados, sin piernas, pero persiguiéndolo a la velocidad que les permitían las manos; figurillas de Ganesha en plástico; miradas psicotizadas por el hambre y la frustración; baratijas doradas; ghalis interminables con olor a orina, excremento y sudor de las multitudes. Una y otra vez despertaba del delirio sintiéndose aliviado de que nada era realidad, pero en unos pocos segundos reconocía seguir en Varanasi, y se devastaba.

Despertaba de esas pesadillas, pero ya no estaba en el estrechísimo cuarto que compartía con otros vendedores, sino en una calle semioscura, en la que los monos hurgaban el piso. Lo sobresaltaban sus pleitos de machos alfas y betas, ya sea por la comida del basurero o por el privilegio sobre las hembras.

Tuvo el impulso de acercarse a un grupo de policías para explicarles que viajaba solo, estaba desorientado y había enfermado. Le lastimaba que la miseria fuera un sistema normal, cotidiano, donde la suciedad lo hería de manera tan profunda que lo dejaba desvalido por completo. Quizá sí se los dijo, porque guardaba una imagen de dos policías ofendidos por sus palabras, amenazándolo con sus anticuados rifles.

Se desplazaba con dificultad entre los ghalis, y una vez le dio a un sacerdote shivaíta, famélico hasta los huesos, las únicas diez rupias que se esculcó en el pantalón. El sacerdote se alegró mucho, lo miró a los ojos varios minutos mientras colocaba la mano izquierda sobre su nuca para bendecirlo o consagrarlo. Pero alguien le dijo que fue él quien bendijo con su mano huesuda a un hombre que le dio como limosna un billete de diez rupias.

La mayor parte del día recorría los ghats de norte a sur y viceversa, sin que escapara alguno a la obsesión de sus rituales. La repetición de sus actos aliviaba las heridas de vacío que a veces sentía arder en silencio cuando llegaba la noche. Sin embargo, una madrugada tuvo un sueño vívido que lo atragantó con bocanadas de alegría.

Soñó que estaba durmiendo en la misma esquina de siempre y sentía que alguien se había detenido cerca de él. Bajó un poco la manta hasta media nariz, vio que la rodilla derecha de un joven expulsaba una especie de suave fosforescencia. Cuando se incorporó, el muchacho avanzó rápidamente. Sin pensarlo, empezó a seguirlo. Todo era familiar y extraño al mismo tiempo, porque reconocía las calles por las que avanzaban pero estaban llenas de una neblina polar que lo confundía. Perdía de vista la silueta y volvía a hallarla por la luz que emanaba de sus coyunturas. Llegaron a la estación de trenes y el joven abordó de un solo salto un vagón. El tren ya estaba arrancando su marcha, y al avanzar la máquina recortó toda la neblina para devolver los mismos tonos derruidos de las calles. No necesitó despertar para saber con certeza que debía marcharse.

Aunque no tenía que dar cuentas a nadie, esa mañana se dirigió a la estación con movimientos furtivos como quien recibe la gracia inmerecida de abandonar la cárcel, y se va a hurtadillas antes de que su libertad sea considerada un error. Abordó el tren que saldría en tan sólo unos minutos, cuyo último destino era Khajuraho. Llegó al poblado con las pupilas dilatadas por el hambre y la esperanza. Cuando se instaló el nuevo monzón, fue retomando su oficio de reparador de sombrillas.

Una tarde en la que hubo dos horas de sol a plomo, se encontró con un grupo de mujeres que llevaban en las cabezas bandejas de agua. Él se quedó quieto de súbito. Las mujeres también se detuvieron, lo miraron extrañadas al ver que no les cedía el paso, y finalmente, lo rodearon para continuar su camino.

No podía moverse. Lo abrumó la sensación de haberse visto caminando de frente como si su mirada estuviera repartida en los ojos de las cuatro mujeres. Detenido como estaba, pudo aspirar por varios segundos el aroma que se desprendía de su cuello, y era el mismo que el olor del pasto; le parecía que su cuerpo perdía peso, le mareaba la densidad del aire porque lo atravesaba sin prisa, sin tiempo.

Caminó varias horas hasta que se debilitó por el sueño. Se recostó en el pedazo de tierra donde solía dormir, se cubrió con su manta, pero ahora fijaba la atención de manera diferente en los pares de pies que caminaban cerca de su cabeza. Iban y venían agitados. A ratos cerraba los ojos porque la fosforescencia intermitente de las piernas lo deslumbraba.

Empezó a notar que algunos talones apenas tocaban el suelo; otros definitivamente flotaban, a pesar de que se movían como si caminaran. Comenzó a pasar los días asombrado al observar la belleza de los rostros radiantes, que a su vez lo veían a él con una compasión ceremoniosa, como si reconocieran algo en sus andrajos.