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Wälder del alma

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El silencio del mediodía solo se rompió con el sonido seco del hacha que entraba y salía por la corteza arrugada —viejísima— de aquel árbol grandote que llevaba erecto en el centro de Wälder más tiempo del que este pueblo llevaba fundado. Zab zach, sonaba el hacha y el tronco del sabino se estremecía. Ya se podía ver de lejos la herida profunda, producto del trabajo de días. Resina dorada brotaba por la herida y chorreaba del hacha como sangre, espesa en contacto de oxígeno. Zab zach... zab zach... zab.

—¡Déjalo, bestia! ¡Idiota! —cesó la monotonía, ahora con los gritos agudos de una jovencita que se acercaba corriendo: Graciela Consuelo. Gritaba indignada, con una voz que, aún llena de ira, ni siquiera conmovía al hombre del hacha. Se podría decir que hasta lo llenó de buen humor el escuchar una voz tan tierna y delicada como la de ella, siempre tan bonita, que seguía gritando y manoteando en lo que el hachero volvía a tomar el ritmo con su herramienta. Zab zach...

Al cabo de una hora el tronco volvió a estremecerse y el hombre salió corriendo con media sonrisa en su rostro. Su misión había terminado luego de largos días: el gran árbol caería aquella tarde. Como en cámara lenta, el gigante empezó a inclinarse e inclinarse. La madera que aún quedaba pegada crujía cruelmente, astillándose hasta que ya no hubo más fibras pegadas y, con un último golpe, el tronco se derrumbó. Los gritos de Graciela Consuelo cesaron, transformándose en dolor y unos ojos llenos de lágrimas. En vez de gritos y golpes de hacha, el aleteo desordenado de los pájaros negros que salían de las ramas llenó la escena hasta desvanecerse en el cielo. Entonces, por primera vez en mucho tiempo, no hubo ni canto ni sombra en el centro del parque.

 

Graciela Consuelo se quedó llorando, mirando el pedazo de madera que quedaba todavía arraigado al suelo. El hachero observó fijamente el árbol caído con una sonrisa cansada, suspiró y secó el sudor de su frente. Había sido otro largo día de trabajo. Empuñó su hacha y se acercó a un árbol joven que crecía cerca.

—Por favor... a este no, ¡a este no! —decía Graciela Consuelo, que entre sollozos avanzó al lado del joven árbol y lo abrazó, en lo que el hachero pasaba por su lado y se marchaba. Ya no quedó más del hombre, sino la prueba de su trabajo aquella tarde, derrumbada allí. Se había ido, Dios sabe a dónde, dejando en el parque un árbol moribundo, otro vivo y a la muchacha que lo abrazaba.

Pasó un rato en lo que Graciela Consuelo se tranquilizaba. Antes, mojó el tronco del arbolito con sus lágrimas. Cuando volvió en sí se encontró sola en el parque y, con la cara ardiéndole todavía, se marchó. No miró hacia atrás, sólo tomó su bicicleta y en cada pedaleo se acercó a su casa, luego a su cama y se echó a dormir.

 

Fue una noche serena, sumida en un descanso cálido, oscuro y muy cómodo. Las mejillas le dejaron de arder cuando llegó al primer sueño, y el fuego de sus ojos se fue apagando poco a poco. Ni recordaba cómo había llegado a la cama, pero reconocía que soñaba y que no le interesaba para nada despertar todavía.

Sintió una vibración y se acabó la noche. —¿Qué será... a esta hora? —abrió los ojos con esa mueca de todas las mañanas. La luz entraba por las ventanas, amarilla y cegadora. Afuera había mucho ruido—. Malditos constructores, haciendo ruido tan temprano —pensó. Un mensaje de texto en su celular decía: “Mira la televisión”. Después de vencer a la fuerza de gravedad anormal de su cama y levantarse toda despeinada, con las líneas de la sábana marcadas en la cara, obedeció el mensaje.

—Continuamos nuestra cobertura de la noticia que ha dejado al país entero atónito. Al parecer, este fenómeno comenzó ayer en la tarde al ser cortado un árbol en el parque central —decía el reportero, y la curiosidad pateó por la puerta el sueño que le quedaba a Graciela. En la pantalla se veía una toma aérea de lo que parecía ser su pueblo, pero con las calles llenas de miles de figuras caminantes, como hormiga en filas alborotadas, pero no eran humanos—. Todavía muchos no lo pueden creer.

—¿Qué diablos? Esto es una promoción para algo, ¿o alguna broma? Una película... seguro que es una película. ¡Claro! —pensó Graciela, estrujándose los ojos.

—Así es —continuó la reportera—. Esta mañana, al despertarse, los habitantes de Wälder se encontraron con sus patios y parques con yerbas y nada más, pues los árboles salieron de sus agujeros y ahora andan. Como siempre, aquí en las noticias estamos preparados para llevarles la mejor información y tenemos imágenes captadas desde una cámara de seguridad del parque central, donde se cree que comenzó este evento histórico.

Riéndose, incrédula, Graciela subió el volumen. No podía escuchar bien entre el ruido de los constructores. La imagen cambió de los dos reporteros a un video de seguridad donde se veía al gran árbol caído en el suelo, tal y como ella lo recordaba. Pero la escena se transformó. De repente, un ser que no era humano ni humanoide comenzó a tomar animación al fondo de la pantalla. De lo profundo del suelo salieron sus procesos radicales llenos de pedazos de tierra y el ser los sacudió. Se sacudió completo, quitando la tierra de sus raíces y los pájaros de sus ramas.

Graciela no lo podía creer, como seguramente nadie lo podía creer, y se le borró la sonrisa de la cara. —Mierda. ¿Qué es esto? —en el cuerpo ancho y lleno de arrugas escamosas, duras, negras como verrugas, se comenzaron a ver unas manchas y el antes ciego tuvo ojos... y boca...—. Imposible —la criatura, como una inmensa araña con cientos de raíces como patas, se acercaba y miraba al árbol que estaba sin vida en el suelo. Se detuvo a su lado y por primera vez en la historia, en forma de un fuerte, amargo y quebrantado llanto, quedó documentada la vocalización de un árbol.

—Claro, estoy soñando —Graciela se mordía las uñas. Se pellizcó el brazo y sintió la quemazón. Se miró al espejo y vio su rostro tan claro como el día anterior. No era un sueño y eso no le pareció una buena idea. Entonces cambió de canal.

—El día de ayer cayó un hermano... ¡cayó el Jefe Strom! en manos de una de sus armas humanas —decían en la televisión—. El Jefe Strom será recordado entre sus seguidores como un sabio y poderoso líder. ¡Jamás olvidaremos su caída!

—¡No! —Graciela no podía creerle a sus ojos. ¡La estaban engañando!—. Me estoy volviendo loca... tengo que calmarme —repetía una y otra vez. En la pantalla ya no había un reportero, sino un árbol sin hojas, aun más arrugado que el anterior, sujetando un micrófono. Estaba rodeado de otros más, frente a una multitud de periodistas y reporteros que tomaban fotografías y hacían pregunta sobre pregunta. La voz del titán de madera era decrépita, con sabor a tierra, sin dientes, y con la pronunciación de los ancianos más salvajes pero sabios del bosque.

—No perdonaremos a los habitantes de este pueblo por la muerte de nuestro amado jefe, y cada año, al repetirse el día de su muerte, lloraremos y recordaremos que ustedes fueron responsables. Nos llenaremos de ira, porque así nos dolerá el alma y nuestro xilema arderá de dolor ¡por el resto de nuestras vidas! —dijo el árbol blanco y se escucharon gritos de apoyo de los demás árboles en pantalla. El viejo árbol continuaba su discurso y la gente se desmayaba, gritaba... y Graciela cambiaba otra vez de canal.

En la siguiente frecuencia, un hombre hablaba de algo sobrenatural, una manifestación espiritual. En el siguiente había comerciales. En el siguiente, mostraban las imágenes del pueblo sin árboles: un desierto de yerbas y cemento, autos estrellados los unos con otros y colinas calvas con agujeros en todas partes. Los ojos de la chica se querían salir de sus cuencas y esconderse otra vez debajo de la almohada, pero no podían. Las piernas no le respondían. Cambió nuevamente el canal. Ahora aparecía una reportera corriendo al lado de un enorme árbol, haciéndole preguntas. La cámara se tambaleaba tratando de seguir el paso del árbol que los miraba con el rabo del ojo, con desprecio, sin interés de contestar preguntas.

—Sus tierras no merecen ser nuestro hogar. Nuestros cuerpos no merecen ser sus recursos —dijo con voz áspera, como piedras molidas mezcladas con astillas.

Graciela realizó algo... —Esto es real. ¡El ruido de los constructores! —apagó la televisión, se despegó del asiento y corrió a la puerta. Lo que encontró en la calle no se acercaba ni un poco a lo que esperaba encontrar: era una multitud de gigantes de madera, llenando el horizonte. Un bosque que se movía solo por las calles, llevándose todo a su paso como los carruajes de “Juggernaut”.

El corazón de Graciela Consuelo no sabía qué hacer con lo que sus ojos le mostraban. Era aterrador, no cabía duda. Pero también era majestuoso, un milagro, una maravilla, un poema viviente de marrones y verdes, y otros colores. Los seres que conoció toda su vida como indefensos, ahora se paseaban por ahí como los mismos Titanes, Centimanos monstruosos. Intentó apreciar la maravilla, pero una corriente subió siete veces en un segundo por su espinazo y comenzó a temblar y a tartamudear. Todo se desvanecía, se ponía negro, no había rigidez en sus músculos ni en sus pensamientos. Sus ojos daban casi media vuelta dentro de sus órbitas. Entró a su casa y cerró la puerta con las pocas fuerzas que le quedaban. Las paredes se movían y también el piso, que subía y bajaba y subía y se acercaba rápidamente a la cara de Graciela Consuelo. Y ¡bam!, todo acabó en un golpe seco.

 

A algunos minutos de la casa de Graciela Consuelo, en la Alcaldía, se desataba una discusión como nunca se había visto alguna. El salón más grande estaba abarrotado de personas y árboles. Frente al alcalde y senadores se encontraban, intimidantes, los cuerpos leñosos de los jefes Crann, Albero, Pokok y Tsarr, el Sauce Llorón, los árboles más viejos del pueblo que aún vivían. Todos eran muy arrugados, pero Crann era el más arrugado, pálido y viejo de los cuatro, con sus ramas casi sin hojas y con semblante gruñón.

—Todo nuestro pueblo llegó a un acuerdo anoche —Crann hablaba con lo que parecía ser su ceño fruncido—. No pueden privarnos de nuestra autonomía. Nos iremos de este lugar.

—Demandamos poder cruzar sus fronteras y un barco para algunos de los nuestros —decía Pokok, el oscuro, esforzándose para hablar.

Una gota de sudor helada cruzaba por la frente del alcalde, que, con los dedos entrecruzados frente a su boca, no tenía palabras que decir. Ni siquiera pensaba en las exigencias de los jefes frente a él, sino que su mente no dejaba de darle vueltas a lo que sus ojos veían.

—No podemos dejarlos ir de Wälder. Ustedes son un recurso natural. Se quedarán —un senador de rostro rígido declaró, y Crann crujió sus ramas, se elevó en sus raíces y levantó su voz.

—¡Nosotros no seguimos órdenes de humanos!

 

Al extremo del pueblo la inmensa arboleda andante se acercaba a la frontera a encontrarse con un muro de humanos, policías y soldados, bloqueando su paso. Las pisadas del bosque eran como las de cientos de insectos golpeando el piso —tac, tac, tac, tac— cada vez más cerca de las personas. La vibración era muy grave. Había árboles de tantos colores que no era más que confusión para las personas del muro. Una botella voló por el aire, entre el caos, y con el craqueo del vidrio un árbol se cubrió en llamas. El sonido de latigazos de las lenguas de fuego, el humo negro y los gritos de agonía del árbol se unieron en un coro. Tanto los hombres como los árboles se quedaron atónitos ante esa horrible escena. Los árboles gritaron, intentaron apagar las llamas, pero al final vieron cómo su hermano se consumía hasta solo quedar un pedazo de carbón negro tirado allí. El silencio que quedó después no duró mucho.

El bosque dejó de ser bosque para convertirse en una estampida salvaje, una embestida de furiosas bestias llenas de ira y deseos de venganza. Quizás era el miedo, siempre tan poderoso en los humanos, pero tan desconocido en los árboles, pero la reacción de los árboles fue aterradora, inesperada y sangrienta. Los cuerpos de los humanos volaban por el aire, atravesados por ramas, por espinas.

Entre la cortina de árboles bajos, altos, gordos y delgados apareció una bestia. Una ceiba monstruosa, con ramas enormes y raíces aun más aterradoras se movía con pasos lentos pero poderosos entre la multitud. Abrió su boca y rugió, y agitó sus ramas espinosas contra la barrera humana. Hubo fuego y sangre en la frontera, pero más sangre que fuego, y aquello se convirtió en un campo de batalla. “¡Por Strom!”, se escuchaban los gritos de los árboles: gritos de guerra.

 

De vuelta en un pequeño vecindario, en el piso de su casa, Graciela Consuelo seguía desmayada. No soñaba, pero su cerebro trataba de aliviarse de toda la confusión que había tenido hacía varias horas. Parecía que podía quedarse allí hasta el próximo día, pero los constantes golpes en su puerta la hicieron reaccionar. Toc, toc, toc. Abrió los ojos y vio que había oscurecido el cielo afuera de sus ventanas. Sólo el bermellón del ocaso se dejaba ver un poco. Toc, toc, toc. Parecía haber sido un sueño, una inesperada pesadilla. Se sintió a gusto de que todo hubiese terminado y que ahora estaba despierta. Alguien la buscaba en la puerta. Toc, toc, toc.

—¿Quién es? —se puso de pie Graciela, y acomodó su ropa en lo que caminaba. Nadie le contestó. No había ruido de constructores ni de nada afuera que no fuese el de la puerta—. Ya voy, dame un minuto.

Debía ser algún niño vendiendo “cositas”, un amigo buscándola, o quizá sus vecinos. Tal vez la andaban buscando en lo que dormía en el piso y no la encontraban. Giró el pestillo y al otro lado de la puerta estaba un arbolito, un poco más bajo que ella, grisáceo y muy sonriente. —Mierda, mierda, mierda. No vuelvo a... Me volví loca —pensó abriendo los ojos y manoseando el aire. El arbolito la miraba a los ojos con unos ojos muy brillantes, llenos de esperanza.

—¡Hola, señorita! Soy Rubi —dijo con voz juvenil, sin maltrato como el de los árboles más viejos. Extendía una raíz a la chica que lo miraba incrédula, paralizada—. Oh, lo lamento mucho. No quería asustarla —cabeceó señalando su raíz extendida. Graciela, vacilando, extendió su mano poco a poco, insegura, y saludó al pequeño árbol—. ¿Cómo la puedo llamar, señorita?

—Gra... Graciela. Graciela Consuelo.

—Graciela... —suspiró Rubi—. Qué nombre tan bonito. Va perfecto contigo —su sonrisa seguía amplia, emocionada.

—¡¿Qué es esto?! Ahora el árbol es lindo conmigo. ¿Qué se supone que haga? —pensó, mordiéndose el labio.

—¿Puedo pasar? —preguntó el árbol muy educado.

—¿Qué? ¿Me puedes explicar lo que está pasando? ¿Por qué ustedes hablan... y caminan? —su voz se quebraba.

—Si quiere. Por usted haría lo que fuera, señorita Graciela. Pues, le explico. El jefe Strom fue cortado ayer en el parque, tú estabas allí. Él era el árbol más poderoso y respetado de todo el pueblo. Era el más viejo. Era una leyenda entre mi pueblo, algo así como Prometeo, el Árbol de Tule y el general Sherman. ¿Los conoces? ¡Dicen que Strom los conoció en persona! Eso es impresionante.

—¿Pero por qué tomaron vida? —lo interrumpió la chica. El tono era un poco más alto.

—Siempre hemos estado vivos... pero, pues los demás árboles, en especial los otros jefes, se sintieron muy ofendidos cuando asesinaron al jefe Strom, ¿sabes? La noche después que murió se regó la noticia y decidieron que nos iríamos de aquí. Por eso vine, para invitarte a que vengas conmigo —los ojos de Graciela casi se abren más grandes de lo que ya estaban, si hubiesen podido—. No eres como los demás aquí. Cada semana veo cómo vas al parque y cuidas de todo allí. Corriges a los que nos dañan. Todos te llaman la “Ama Árboles”. Y justo ayer me salvaste la vida. Todavía recuerdo cómo se sentían tus lágrimas... No sé qué mejor manera hay para agradecértelo. Te me haces una gran persona.

Graciela recordó sin dificultad al arbolito que hacía un día abrazaba, tan indefenso ante la amenaza del hachero. Pero ahora no estaba indefenso. Ahora era un ser extraño y hasta feo a sus ojos. Ahora levantaba su raíz, o mano, o lo que fuese, y la acercaba a la mejilla de Graciela hasta que la apoyó en ella y la acarició.

—Te amo, Graciela Consuelo.

—¡¿Qué es esto?! —pensó, y el frío le volvió a subir por la espalda al sentir los ásperos deditos asquerosos del pequeño monstruo. Salió corriendo, agitada, por los pasillos de su casa. Su corazón corría como el galope en un hipódromo. Sus piernas se movían más rápido que nunca. Su respiración se aceleraba. Podía oír los cientos de pequeños pasos detrás de ella, persiguiéndola.

—¡Perdóneme! No quise asustarla —escuchaba, mientras huía del arbolito que la perseguía, preocupado por haber asustado a la mujer que amaba. Entraron a una habitación y Graciela dio una vuelta y salió otra vez por la puerta.

Rubi, el árbol, se detuvo, desconsolado. Sabía lo que pasaba, pero no lo quería admitir. Miró hacia la puerta y caminó de vuelta a la sala. Sus ojos se mojaron, pero no de emoción como antes, y su sonrisa se puso de cabeza. Cabizbajo, llegó a su destino y allí encontró a la causante de su pena, tan hermosa como siempre.

—Lárgate de mi casa... cosa —dijo la mujer, pronunciando esa última palabra entre dientes, casi con asco. Fue entonces cuando Rubi notó lo que Graciela llevaba en su mano: una brillante hacha.

—Se me rompe el xilema... Lo siento mucho. Comprendo que tiene que ser difí —¡Zach!, el hacha cortó el aire una vez. Los ojos del árbol se abrieron y no hubo expresión en su rostro. Comenzó a caminar hasta que llegó al marco de la puerta de entrada y se dio media vuelta para encontrarse a una Graciela Consuelo empuñando un hacha, jadeante y con la frente llena de sudor—. Eres como ellos. Igual que todos —dijo con ojos decepcionados, y se marchó dando cientos de pasos con sus raíces, un sonido que se desvaneció sin dejar rastro.

 

Al nacer nuevamente el Sol la mañana siguiente, Graciela Consuelo y el resto del pueblo de Wälder salieron de sus camas preguntándose nuevamente si lo que había ocurrido había sido un sueño. Afuera había un silencio increíble. Graciela permaneció inmóvil, sentada al filo de su cama, pensativa como nunca. Una lágrima corrió por su mejilla y mojó su sábana. Se vistió y caminó hacia el parque donde hacía dos días había estado, y se encontró solo con un terreno plano, vacío y lleno de agujeros de tierra. Ya ni siquiera había un árbol muerto en el centro, solo un tocón que se secaba con el sol. Se sentó sobre él y entonces se percató de lo cambiado que estaba el pueblo: de que todavía, después de dos días... seguía sin haber ni canto ni sombra en el centro del parque.