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“Los suicidas del fin del mundo”, de Leila GuerrieroLos suicidas del fin del mundo, de Leila Guerriero
Crónica de los desplazados

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Los grandes negocios son peligrosos cuando los sueños de sus usufructos fracasan y quedan enterrados bajo las cenizas de las ciudades, donde antes vivían en paz los hombres sencillos. Sucedió en el “pueblo pequeño que (hasta 1978, cuando comienza la explotación petrolera) había vivido sacudido sólo por el precio —la suba y la baja— de la lana, pero se vivía bien, se vivía próspero, se vivía en paz” (2005, pág. 17), Las Heras, pueblo adonde llega la periodista argentina Leila Guerriero para investigar los hechos que refiere en su libro Los suicidas del fin del mundo.

Parece que la literatura del petróleo sólo oye esta clase de música. La poesía, el teatro, la narrativa, la crónica se manifiestan infiltradas por la regresión cultural y económica y por un espíritu desahuciado, replegado hacia el desencantamiento. El polo imaginario colectivo de dolor y explotación se desplaza hacia la violencia, ahora los extremos se han radicalizado en un todo petrolero que ya no tiene intercambio alguno entre sus integrantes; parece increíble, pero el esquema se simplifica, como lo leemos en la crónica de Leila Guerriero.

Se suicidan protagonistas y la historia y los relatos se asimilan a un vacío que no puede justificarlos ni explicarlos. Esta nueva literatura privilegia un aspecto de lo real que se manifiesta en dos relaciones: por un lado el pueblo como deshecho de sentimientos humanos, carece de los destinos solidarios con la economía, la sociedad y la ficción misma. Por otro el desmembramiento alegórico que rompe toda posibilidad de expresión.

Una nueva crónica literaria en Argentina representa este libro. Testimonio sobre el cual me ha sido difícil escribir, por el impacto que lo trágico del tema produce. Una ola de suicidios sucede en un pueblo petrolero de la Patagonia Argentina a partir de 1997 hasta 2004, sin aparente justificación. La escritora viaja al pueblo de Las Heras en 2002 y permanece allí varios meses. Producto del viaje es esta crónica relatada en el lugar de los hechos.

Leila tuvo que enfrentarse con las contradicciones de algunos de los testigos en el pueblo petrolero, con el imaginario de familiares de los muertos que intentaron, infructuosamente, buscar explicaciones a lo sucedido, con habitantes que deseaban preservar la intimidad de las familias afectadas. Una especie de querella entre rituales diabólicos, carencia de sueños, frustraciones surgidas por las pocas perspectivas de futuro para los jóvenes, compiten en las declaraciones de madres, hermanos o padres de los muertos. Los acontecimientos y las significaciones dadas no coinciden en su naturaleza con las decisiones de suicidarse. “Dicen que había una secta... Y, algo había, porque no puede ser que se están matando así por matarse” (pág. 198).

Subvertir, destapar un fermento latente y descubrir las causas que provocan equívocos y contradicciones, entre los habitantes de Las Heras, es la tarea de la cronista, a quien se le va revelando, en las entrevistas, la existencia de mitos ancestrales. Lo advierte la escritora cuando dice que el muchacho que la atendía en la recepción del hotel: “Me preguntó si ya sabía. —¿Qué cosa? —Que en este pueblo pasan cosas raras. Es todo por culpa de los indios enterrados que andan por ahí. Hay muchos indios enterrados acá” (pág. 26).

Los relatos de los familiares adquieren una realidad verbal estereofónica, cada palabra es dueña de un volumen, cuya intensidad está dada por la tragedia que refiere. “ ‘Abrí, César’, le gritaba mi viejo... Enseguida llegó Rubén López para unirse a los gritos y a los golpes. Cuando César escuchó la voz de su padre... disparó... A César lo lloró el pueblo...” (pág. 133).

Son los pobladores, con sus diálogos y reflexiones, quienes escriben el libro, y cada entrevistado marca con intensidad verbal los conflictos que lo atormentan. El lenguaje deja de ser un mero entramado de palabras para convertirse en complejo sentimiento de incertidumbre y subjetividad; y en intolerancia hacia las nuevas formas simbólicas que el desarrollo petrolero había propuesto. Las entrevistas se convierten en el montaje de una realidad sincopada que responde a lo que dice Marshall Berman:

Los entornos y las experiencias modernos atraviesan todas las fronteras de la geografía y la etnia, de la clase y la nacionalidad, de la religión y la ideología: se puede decir que en ese sentido la modernidad une a toda la humanidad. Pero es una unidad paradójica, la unidad de la desunión: nos arroja a todos en una vorágine de perpetua desintegración y renovación, de lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia. Ser modernos es formar parte de un universo en el que, como dijo Marx, “todo lo sólido se desvanece en el aire” (1997, pág. 1).

El texto, en su conjunto, no tiene pérdidas ni excesos retóricos; la lengua, como siempre, vehiculiza las ideas. Narrar y revivir comparten este terrible constructo literario del siglo XXI. Una memoria afectiva que se preserva en lo recóndito de cada personaje interrogado. Espacios verbales lacónicos, minimalistas, que incentivan la crudeza de cada situación. A medida que leemos nos damos cuenta de que los relatos están fabulados. Es la mujer, la madre, la hermana, la esposa o el padre quien tiene el valor de contar; sin embargo se percibe en sus voces un ritual de memoria, casi todas recuerdan pero quieren olvidar. Parece que poco a poco los suicidas se van convirtiendo en leyenda. Lo ritual se legitima y busca instituirse en un sacrificio que encauza la violencia de la comunidad. Una especie de crisis sacrificial. Se trata de quienes encontraron difícil su lugar en la sociedad actual: los “fuera de lugar”, porque el lugar propio dejó de existir y no pudieron cometer la impertinencia de crear un nuevo espacio de existencia. Como si el Narcisus trinitario, suicida, que refiere Ramón Díaz Sánchez en la petronovela Mene, se hubiera reencarnado en los desplazados por un petróleo incapaz de reconocer identidades, y, encerrados en sí mismos, deciden destruir con su vida el hilo conductor de la nueva palabra. Los suicidas de Las Heras son la materialización simbólica de un estado espiritual, que Leila Guerriero convierte en expresión literaria de la última fase del desplazado.

La escritora intenta recontextualizar un pasado muy cercano y dirige la mirada hacia ese horizonte patagónico infinito que, sin embargo, produce claustrofobia, encierro de quienes, ante la pérdida de sus referentes, no encuentran nuevos significados. La selección del material referido da lugar a la reflexión o, ¿por qué no?, al debate. El texto revive la idea de Walter Benjamin sobre el cuadro Angelus Novus, de Paul Klee, acerca de que no hay documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie, la cual se refleja en los ojos de angustia de un ángel desmitificado, “mensajero de un legado traumático y paradójico”.

Posiblemente personas aturdidas por un diario vivir sin perspectivas, códigos simbólicos de una sociedad en desamparo, refugiadas en “demonios malsanos”, según refieren los vecinos del pueblo. Ritos diabólicos y supersticiones rondaban alrededor de los suicidios, en un lugar donde “Un viento amargo muele y arrasa a 100 kilómetros por hora y la tierra se desmigaja a veinte grados bajo cero (...) y la economía giraba alrededor de la explotación petrolera ya en decadencia” (pág. 39). En 1999, cuando los muertos ya eran nueve, intervinieron organismos oficiales: una línea de ayuda al suicidio, orientada por psiquiatras y por la creación de grupos autoayudas; todo fue inútil y, con el tiempo, las investigaciones quedaron sin efecto.

Relata la escritora que en la Patagonia la agresión natural del paisaje y la soledad histórica aumentan la posibilidad de ruptura espiritual, el único problema es el petróleo. “El trabajo en el petróleo los hace brutos. Uno estuvo todo el día a la intemperie, con lluvia, con nieve. Con viento, con frío, rodeado de tipos que están como usted, todos embrutecidos” (pág. 206), comenta uno de los vecinos.

El petróleo convirtió un mundo dominado por las fantasmagorías en un objeto privilegiado de mercancía, en un choque permanente de nuevas impresiones y de falso bienestar. Como dice Juan Carlos Santaella para referirse al mundo actual:

Estamos, pues, viviendo la expansión de un espíritu rebosado... de exceso. Este “exceso” ha convertido el sentido natural de la historia en un hecho de perfecta desrealización. Nada dentro de esta aparente coherencia estructural que caracteriza a las sociedades posmodernas puede sustentarse en un criterio de lo real verdaderamente certero (1999, pág. 93).

La tragedia parecía congelada cuando el 3 de enero de 2003 un niño de 12 años se ahorca en su casa con una manguera; el 23 de enero una mujer intenta colgarse de un árbol; el 28 de abril se suicida un joven de 25 años; el 4 de mayo se ahorca un adolecente en la escalera de su casa, y sucesivamente aparecen ahorcadas cuatro personas más. La escritora cuenta que en 2004 los trabajadores petroleros desocupados de Las Heras tomaron la empresa; al domingo siguiente, decía un correo electrónico, “se ahorcó otro pibe”, y días después un obrero petrolero y un anciano de 82 años. Leila Guerriero dice: “Pero, ahora sí, en Buenos Aires, los diarios finalmente hablaban de suicidios, de nueve asfixiados con gas carbónico que el sábado 5 de febrero habían sido encontrados en una hacienda de Hihashi Izu, cien kilómetros al suroeste de Tokio... Nada decían de los muertos del Sur” (pág. 230). Y ese, ahora sí, fue el fin de todo, como si el pueblo patagónico se hubiera convertido en un insondable vacío sin retorno.

Tal vez debiera ir en busca de las palabras fantasmas, del ángel desconcertado que merodea por las páginas del libro, que clava su mirada melancólica en una barbarie irredimible, que emerge del dolor de la experiencia moderna de un petróleo mal gerenciado. Pero hay que adivinarlas, con el riesgo de que hablar “sobre una interpretación de interpretaciones” puede desarrollar algún tipo de violencia simbólica, al invadir espacios íntimos de los protagonistas.

Tampoco deseo caer en el juego hermenéutico que puede invalidar y restar importancia a los elementos testimoniales del texto. Algún día, si el tiempo es generoso conmigo, volveré sobre estas páginas que interceptan las letras del petróleo y para las cuales aún no hay respuesta.

 

Bibliografía

  • Benjamin, W. (1971). Angelus Novus. Barcelona: Editorial Sur.
  • Berman, M. (1997). Todo lo sólido se desvanece en el aire. México: Siglo XXI.
  • Díaz Sánchez, R. (1977). Mene. Buenos Aires: Eudeba.
  • Guerriero, L. (2005). Los suicidas del fin del mundo. Buenos Aires: Tusquets.
  • Quintero, R. (1969). Cultura del petróleo. Caracas: UCV.
    (1978). Antropología del petróleo. México. Siglo XXI.
  • Santaella, Juan Carlos (1999). El huerto secreto. Caracas: Monte Ávila.