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Cicatrices

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A mi prima Iris Rivas Fréitez

Ir a San Felipe había sido siempre un festejo. Estar allá me hacía sentir libre: las puertas de las casas estaban abiertas, podía jugar con los primos en la calle, caminar descalza, bañarme bajo la lluvia y hasta acostarme tarde. Las visitas incluían paseos a los terrenos de los tíos, donde montaba a caballo, comía frutas recién cosechadas y por si fuera poco, gozaba de toda la atención de la abuela; y es que por ser la única nieta que vivía en Caracas, aprovechábamos de disfrutarnos al máximo. En las noches, la abuela solía contarme historias de su juventud, y me consentía tanto, que aun sabiendo que mamá no me permitía comer azúcar de noche, me llevaba a la cama —a escondidas— dulce de plátano y deliciosos buñuelos que preparaba especialmente para mí.

Pero el trece de mayo de mil novecientos ochenta y dos, las cosas fueron diferentes. Mamá recibió una llamada que la hizo decidir que debíamos ir a San Felipe. Angustiada la vi comunicarse con papá, susurrando para evitar que me enterara de su conversación; sin embargo, entendí que nos iríamos de viaje. Sin la parsimonia con que solía hacer las maletas, mamá tomó un par de mudas e hizo un bolso pequeño que lucía oprimido, igual que sus gestos. Me puso un vestido azul marino, mi abrigo rojo y salimos apresuradas. Al poco tiempo estábamos embarcando un carrito en el Terminal del Nuevo Circo.

Mamá no pronunció palabra durante el viaje. Sólo recuerdo lágrimas bajando por su rostro y que de vez en cuando alguna me alcanzaba, mientras yo alargaba mi mano para secar su cara. Me recosté en su falda y dormí, no sé si a causa de sus caricias o por efecto del Dramamine que me dio para evitar el mareo.

Llegamos a casa de la abuela y la doble puerta de madera al final del zaguán, que siempre se encontraba abierta, esta vez estaba cerrada; entonces sentí que algo escondían. Mamá tocó con fuerza, debió hacerlo varias veces.

La puerta abrió con pausa y, cual lamento, crujió al compás de las viejas bisagras; allí vi asomarse a la tía Omaira. Ella, que siempre sonreía, esta vez mostraba ojos agrios y su boca era una mueca que parecía no poder sostenerse en su cara. Mamá y ella se abrazaron. Lloraron con ahogo; con una tristeza que jamás había visto. Me abracé a sus piernas, no sé, quizá, en un intento de consolarlas. La tía acarició mi cabello. Mamá se agachó, besó mi frente y me advirtió que me quedara en la salita jugando con los primos.

La casa de la abuela era grande, o más bien larga. Al entrar encontrabas la sala, siempre arreglada y dispuesta para recibir visitas de cortesía; a pesar de las paredes mal frisadas y del techo, que con frecuencia dejaba escapar rastros del bahareque que sostenía las desvencijadas tejas. Contigua había otra salita, más pequeña, donde se recibían las visitas de confianza. En el centro, un patio interno sin techar y con piso de cemento hacía de tendedero. Tenía alambres de pared a pared donde colgaban la ropa, en especial los pañales de los primos más pequeños. En las vigas estaban enganchados materos con helechos y alguna que otra cala que la abuela se esmeraba en cuidar. A un lado del patio estaba la vieja cocina, donde el calor era la consigna. Allí el techo era de zinc. Al final se ubicaban las cuatro habitaciones, que al igual que la cocina eran víctimas del zinc, lo que obligaba a tener ventiladores en cada una de ellas. Luego estaba el baño y por último el patio de tierra, con matas de mango, guayaba y naranja; donde pasaba horas brincoteando con los primos, subiendo árboles y haciendo arepas de barro, y donde los grandes solían jugar bolas criollas.

Seguí a mamá con la mirada mientras, junto a la tía Omaira, atravesaba la amplia casa hasta llegar a la última pieza: el cuarto de la abuela. Me volví a mirar a los primos, todos contemporáneos, teníamos entre seis y nueve años. No jugaban; estaban sentados en el cemento pulido, con caras largas, vistas contrariadas y ceños fruncidos. Eran la más pura representación de la angustia. En silencio hicieron espacio y me ubiqué junto a ellos. Nos mirábamos ansiosos, buscando respuestas en nuestros ojos. Ismenia, abrazada a su muñeca, haciendo pucheros me preguntó:

—¿Mi tía te dijo lo que pasa?

Negué con la cabeza.

—Algo pasa con la abuela, ¿verdad? —insistió.

—Creo que está muy enferma —respondí y bajé la cara. No quise mirar a Ismenia que a duras penas sostenía sus lágrimas.

—Voy a pedir al doctor José Gregorio para que se cure —comentó inocente Leandro, el menor de los primos.

Ismenia, apretando los labios, dijo:

—Tengo miedo.

—¿De qué? —pregunté sin verla.

—No sé —respiró profundo—; de que se muera —y no pudo evitar que sus ojos se derramaran.

Una sensación aguda recorrió mi espalda. No había pensado en la posibilidad de que la abuela muriera. Hicimos silencio. Leandro se acercó más a Ismenia y con dificultad le pasó el brazo sobre los hombros. No hubo tiempo de comentar nada más. Voces reprimidas y lamentos secos, provenientes del fondo de la casa, dieron fin a nuestra conversación.

Como si hubiera estado ensayado, corrimos juntos al cuarto de la abuela. Nos detuvimos en la puerta, con duda levanté la vieja cortina y cual obra que se devela al abrir el telón, observamos la escena: la tía Omaira abatida, lamentándose a un lado de la cama. Mamá, abrazada de los tíos, se descosía en un llanto desgarrado, y la abuela, con el cabello recogido, usando la bata de flores que le habíamos regalado el día de las madres, se hallaba inerte en la cama.

El cuarto despedía un olor seco, un aire entre alcohol, mentol y sudor. Los primos entraron gimoteando, preguntando qué ocurría. Yo me mantuve en el umbral, sosteniendo la cortina. La poca luz que se filtraba tornaba la imagen más amarga. En ese momento me sentí ahogada, una sequedad en la garganta me asfixiaba. Miré en todas direcciones buscando ayuda, pero nadie se fijaba en mí. Subí a la sala, como pude abrí la pesada puerta y salí corriendo mientras gritaba “mi abuelita se murió, mi abuelita se murió”.

Creí correr mil cuadras cuando tropecé y caí de rodillas. No tuve voluntad ni para alzar la cara. Allí me mantuve, apagada, mirando al suelo, hasta que Don Sebas y su esposa acudieron en mi ayuda. Levanté la mirada y noté que sus ojos estaban húmedos. Les repetí casi sin aliento: “Mi abuelita se murió”.

Sin pronunciar palabras, Don Sebas me alzó y me sentó en el banquito de madera que siempre estaba afuera de su bodega. Doña Roselia, con una ternura exagerada, limpió y vendó mis heridas. Luego, con un silencio pesaroso, me llevaron a casa de la abuela.

La doble puerta al final del zaguán ahora sí estaba abierta. Entramos con calma; me sorprendió ver tanta gente. Solté la mano de Doña Roselia y haciéndome espacio entre los vecinos aglomerados en las dos salas y que comenzaban a ocupar la cocina, me fui acercando a la habitación de la abuela. En ese instante, la casa me pareció ajena. Me incomodaban las miradas y aún más los murmullos, que rebotaban en cada quicio, entre las tejas, “pobrecita, pobrecita”...

Al llegar a la habitación, me detuve de nuevo en la puerta, miré a mamá y solicité aprobación para acercarme a la abuela; con una mustia sonrisa, asintió con la cabeza. El aire estaba caliente, pesado, y todo parecía lento. El gran rosario tallado en madera que siempre estuvo adornando la habitación, esta vez me pareció funesto. Despacio me aproximé a la cama y hubiese jurado que mi abuela dormía.

Miré a la abuela, quise tomar sus manos y saber si aún estaban cálidas, pensé llevarlas a mi cara y despedirme de sus caricias. Hubiese querido abrazarla, para tenerla como antes. Debí haberla besado para sentirla por última vez; y aunque entendí que la abuela había emprendido un viaje del cual no había retorno, el temor de percibirla vacía me contuvo. Miré de nuevo su rostro. Corrí hacía mamá y abrazada a ella, finalmente, lloré.

Hoy las cicatrices en las rodillas se mantienen, aunque poco se notan.