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Para Jesús Nieves Montero

Producto de la contaminación, las noches de Los Angeles son de color plomo: el blanco de las nubes se mezcla con la capa de polución y genera, junto a los reflejos de la luna, una especie de humo que nubla la vista, escondiendo a la mitad de la ciudad. Desde la colina donde nos dejó mi primo se podía ver parte de la ciudad cubierta con esa nubosidad extraña. Estuvimos media hora esperando por Octavio, el mesonero mexicano que se comprometió a meternos en la fiesta, viendo cómo pasaban frente a nosotros algunas limosinas que se perdían de vista al cruzar la curva y luego de salir de nuestro campo visual se estacionaban frente a la mansión, donde las recibían unos parqueros vestidos de pingüino. En algún momento estábamos muy asustados, pensábamos que nos habían embarcado, el miedo nos estaba invadiendo como les pasa a los niños minutos antes de ejecutar la broma que llevan días planeando.

No creo en la fortuna, pero podría jurar que aquello fue pura suerte, incluso un asunto místico. No cualquiera lo hace, y el que pretenda negarme los méritos por eso no es más que un mezquino. Contrario a lo que muchos piensan hoy, yo sí era un empresario legítimo. Tuve una empresa que importaba máquinas de oficina y sus repuestos desde Estados Unidos. Solía viajar para allá con mi primo, que trabajaba conmigo. En uno de esos viajes se quedó a pesar de no tener papeles. Mi negocio vivió su mejor momento cuando empezaron a popularizarse los computadores personales: comencé a importar computadoras, surtiendo a buena parte de las tiendas de computación que había en Caracas. Pero desde niño tuve un sueño, me gustaba el cine y siempre quise hacer una película.

No me gustaba el cine venezolano, no me imaginaba produciendo un filme sobre sicarios adolescentes y policías corruptos; además, las pocas veces que intenté meterme en el negocio en Venezuela me encontraba con una interminable galería de perdedores y dementes, unos señores cincuentones que nunca superaron la etapa de adolescentes marihuaneros de la Escuela de Artes de la UCV. Una cosa horrible de verdad tratar con esa gente que no sabe nada de cine, recitadores de frases grandilocuentes que se creen salvadores del mundo porque viven fumando y comiendo monte, aunque nunca se despeguen de la teta estatal que los mantiene perdiendo el tiempo toda la vida. ¡El horror! Incluso con uno de ellos perdí un dinero que le di dizque para que desarrollara un guion: el maldito se fue de vacaciones a España, dejó de hablar conmigo y años después lo volví a ver cuando estaba dirigiendo un unitario para televisión. En Venezuela no hay cineastas, solo un montón de perdedores.

En una ocasión tuve que ir a Los Angeles porque los repuestos, que salían desde Seattle hasta Miami, donde los hacía llegar a Caracas, se perdieron. Estando ahí contacté de nuevo con mi primo que había abandonado Miami y ahora trabajaba en una empresa de alquiler de limosinas. Ganaba mucho con el salario, pero según él la verdadera ganancia estaba en las propinas. Desde su asiento veía a empresarios casi millonarios, estrellas en ascenso (que no habían ascendido lo suficiente para tener limosinas propias), modelos figurantes y algún que otro impostor inyectándose heroína, oliendo un poco de coca, recibiendo o dando sesiones de sexo oral. Las propinas eran a cambio de su silencio y discreción. Mi primo se volvió un tipo callado y silencioso, que no es lo mismo, porque algunos aunque no hablan siempre están haciendo ruido. Ascendió rápido en el gusto de algunos, se ganó recomendaciones y llegó un momento en que varios clientes requerían estrictamente a la empresa que les enviara la limosina con mi primo como chofer. Uno de esos clientes le consiguió la ciudadanía. No sé si fue el éxito que estaba teniendo, el que su historia me confirmaba algo que oí una vez en una comedia romántica en la que un negro vagabundo, que fungía de narrador, decía que en esa ciudad todos los sueños se hacían realidad. Sea lo que sea, oírlo me inspiró a llevar adelante una empresa, la más arriesgada y genial que haya visto Venezuela en la paupérrima historia de su cine.

Viajé de nuevo a Los Angeles con mi plan listo para ejecutarse. Me llevé a Daniel, mi socio, quien se ofreció a ser el fotógrafo que necesitaba cuando le expliqué lo que iba a hacer. Gracias a mi primo contacté a Octavio, un cocinero mexicano, quien fue muy claro conmigo, pidió que llegáramos una hora después de empezada la fiesta y que lo esperáramos ocultos detrás de los árboles de la colina donde estaba ubicada la mansión. Fue muy preciso en pedirme que arreglara con mi primo que una limosina viniera a buscarme al final de la fiesta. “Los productores”, me dijo, “siempre se van primero, ellos van a esas fiestas a hacer contactos y concretar negocios. En el caso de la de Elton...” (lo llamó así, Elton, como si hablara de un vecino) “van también a donar dinero y tomarse una foto filantrópica. Así que deben llegar una hora después de que empiece. Yo los meto por la puerta trasera, ustedes se toman las fotos que se van a tomar y se van cuando empiecen a irse los demás productores. Repito: se tienen que ir en limosina, saliendo por la puerta principal, a la vista de todos. De lo contrario no los van a dejar salir”.

Octavio apareció disipando nuestras dudas, nos buscó en los árboles donde esperábamos y le ordenó a Nelson hacerse bien el nudo de la corbata. “Hasta los fotógrafos lucen impecables en esta fiesta”, le dijo, como justificando el regaño. Luego nos pidió que lo siguiéramos. Abrió la reja que resguardaba el jardín y entramos. Caminamos unos tres minutos por una larga extensión de césped artificial, mojado con la lluvia del día anterior; el sonido de nuestros pasos era similar al de alguien que pisa un bojote enrollado de cinta de 35 mm. Pasamos junto a la piscina y entramos por una discreta puerta blanca con líneas doradas. La puerta daba a un pasillo donde reposaba un enorme cerdo rosado que tenía en una esquina escrito Elton John AIDS Foundation. Llegamos a la cocina y todos fingieron ignorarnos. No es por ser racista, pero no había que adivinar mucho para saber que todos los que allí preparaban el bufet eran mexicanos, dominicanos y portorriqueños. Por la complicidad con que ignoraban nuestra presencia, supe que no éramos los únicos infiltrados. Lo comprobé después, cuando Octavio me contó que los paparazzi pagaban grandes sumas a los empleados para que los metieran en esas reuniones exclusivas, cuyas listas de invitados eran controladas de forma paranoica. Para efectos de cualquier pregunta, que no me iban a hacer, pero por si acaso, yo debía decirles a todos que también era un paparazzi. Seguro la cámara, que Nelson se empeñaba en llevar colgada a la vista de todos, disipó las dudas y nadie nos preguntó nada. Un negro, seguramente dominicano, se preparaba para llevar al salón un carrito con bandejas llenas de spring rolls, tacos rellenos de langosta, osomakis de cangrejo y platos con rebanadas de salmón sobre láminas de hojaldre.

Por fin llegamos a una especie de vestidor. “Es la sala donde nos cambiamos. Tenemos cinco uniformes cada uno. Ni siquiera los que estamos siempre dentro de la cocina podemos ser vistos con la ropa sucia”. Octavio hablaba con el sentido de importancia que adquieren las personas insignificantes cuando son parte de las grandes cosas, así sea en calidad de obreros. Según supe la noche en que nos reunimos con él para convencerlo de nuestro proyecto, Octavio había trabajado durante años como parte del crew del chef Joachim Splichal. Había estado en las cocinas de algunas fiestas importantes, como la que ofrece Vanity Fair en Navidad y la de la revista People para lanzar su edición de las personas más atractivas del mundo. Pero siempre había querido servir en esa fiesta, en parte porque la comisión que le pagaban adicional al sueldo era muy grande, pero, en parte, y yo diría sobre todo, porque deseaba saber cómo se veían las estrellas después de los Oscar. “Muy bien, de aquí en adelante siguen ustedes solos. No me conocen, a mí no me metan en nada, cabrones”. Le pagué los dos mil dólares que habíamos acordado y le di un abrazo.

Salimos del vestidor y llegamos al salón principal. Era un lugar inmenso, decorado con cortinas de cuentas de cristal Swarovski y enormes animales en bronce, con una especial predilección por los felinos. Al lado de un jaguar estaba el piano, blanquísimo como los colmillos de un elefante. Elton estaba parado al lado del piano, presto a dar un discurso a sus invitados. A su lado estaba una señora que, adiviné, debía ser la presidente de su fundación; las señoras que presiden fundaciones son todas iguales: gordas con cara de bulldogs menopáusicas. Más allá estaba Madonna, que lucía mortal e inofensiva con una copa en la mano derecha, conversando con David Furnish.

No me dejé deslumbrar, pero Nelson estaba que se babeaba; si queríamos ejecutar nuestro plan debíamos ser profesionales, como un ginecólogo frente a la vagina más hermosa del mundo. Mientras el cantante comenzaba un hermoso discurso sobre el sida y sus víctimas en los países africanos, yo halé del brazo a Nelson y lo saqué de su estupor. “A lo que vinimos, pana, no lo arruinemos”. Caminamos por el salón pasando por entre los invitados, todos, aun los que no eran famosos, nos resultaban familiares, como parte de nuestro inconsciente colectivo o una vaina así. Llegamos hasta las mesas.

Primero Gwyneth Paltrow. Estaba ataviada con un vestido rosado que le daba a su espigada figura esa forma de cisne que enloqueció a Ben Affleck y luego a Chris Martin. Me acerqué a ella, le estreché la mano y ella me devolvió el gesto aunque en sus ojos había un poco de extrañeza. Sin darle tiempo de reaccionar, puse mi mano sobre su cintura y le apunté hacia la cámara, apenas miró hacia el lente Nelson disparó dos fotos. “Thanks”, le dije y me alejé de ella.

Caminamos de nuevo hacia el centro del salón donde Elton había empezado a tocar el piano para acompañar a Macy Gray, una negra espectacular que cantaba como Marge Simpson. Al fondo vimos sentado a Steven Spielberg. Estaba flanqueado por su esposa, Tom Hanks, Tom Sizemore, Matt Damon y otro actor al que no identifiqué. Iba a acercarme a él pero me arrepentí, sabía que no iba a lograr nada. Miré hacia una mesa más adyacente y estaba Cate Blanchett. Honestamente me pareció una mujer un tanto insignificante. Gastaba un vestido que aunque obviamente era de diseñador, lucía como un vestidito corriente, de un amarillo demasiado chillón. “I love you in Elizabeth”, le mentí; Elizabeth me pareció una película aburrida, nunca entendí nada, casi me duermo viéndola. Ella me devolvió el comentario con una sonrisa y se puso de pie apretándome la mano. Sonreímos pa’ la foto.

Déjenme decirles algo: Roberto Benigni no es nada simpático. Lograr la foto con él fue sencillo, pero cuando lo vi e insistí a Nelson para que nos acercáramos a él y no a Fernanda Montenegro, quien lucía discreta comiendo un bocadillo, pensé que nos encontraríamos con el payaso efusivo que era noticia en ese momento. Horas antes, cuando empezaron a salir los reportes sobre la ceremonia, era el italiano quien destacaba en todos por lo que los periodistas llamaban un gesto espontáneo en medio de una ceremonia demasiado formal y aburrida. Pero nada que ver con ese señor amargado que escuchaba con atención desde una mesa llena de pasapalos a medio comer. “Hi, my name is Edgar, I’m a Venezuelan film producer”, le dije por saludo. Por educación, se puso de pie para estrecharme la mano, pero nunca sonrió ni hizo ningún gesto espontáneo, de hecho, se alejó un poco al juntar su mano con la mía y así quedamos en la foto: yo con una estúpida sonrisa en la cara, y él alejado y con el rostro inexpresivo que ponemos todos al saludar a un extraño.

Volví a Venezuela a los pocos días y busqué la forma de realizar un corto publicitario. No quise contratar a ninguna casa productora, sabía que quienes trabajan en publicidad también lo hacen en cine y no me convenía mezclar ambas cosas. Decidí alquilar los equipos directamente a un rental. Contraté también a un director que andaba desempleado desde hace mucho, que se encargó de conseguir al resto del equipo de producción y al actor. Realizamos el spot en una vieja casona del centro de Caracas que en algún momento sirvió para grabar los interiores de una telenovela de época transmitida por RCTV. No tuvimos que modificar mucho, había muebles antiguos y cuadros llenos de telarañas pegados de las paredes. Olía a madera mojada y aserrín.

El actor era un flaco alto, al verlo pensé que le faltaba músculo y cuerpo, pero el director me aseguró que con la luz y el uniforme eso no iba a notarse. El uniforme también lo consiguió el director, un gorrón de la publicidad —el director, digo—, lo bastante necesitado como para filmar esto con nosotros y callarse la boca. Lamenté mucho que el uniforme estuviera hecho en tela corriente, y aunque los colores eran correctos, pensé que le faltaba verismo, quien lo confeccionó sólo tuvo como referencia para su diseño una fotografía que tomamos en la casa natal del Libertador, luego de sobornar al vigilante para que nos dejara hacer eso que, claro, estaba prohibido. “Solo el cuerpo, la cara no debe vérsele”, le ordené al director. “Es una escena sencilla, esto no debe durar más de un minuto”, dije cuando todo estuvo listo para grabar. No hubo mayores inconvenientes, grabamos sin problemas y celebramos esa noche en casa del director.

Cuando me entregaron el corto ya editado estaba contento, el resultado había superado mis expectativas. La voz de Gilberto era perfecta. Tanto, que nunca entendí por qué no podía pronunciar correctamente el nombre de su programa. Gilberto, por cierto, también me inspiraba mucho con su historia de vida; lo conocía desde hacía muchos años, antes de que entrara en televisión. Había sido animador del más importante programa de la televisión venezolana, un show imbatible que acompañaba a los venezolanos todos los sábados desde hacía más de tres décadas (recuerdo que había un comercial que lo llamaba así: “el imbatible de los sábados”). Luego de salir del programa, por viejo y por ser un animador muy acartonado en una época en que la televisión empezaba a relajarse y mostraba programas y figuras más informales, había resucitado su carrera en un modesto pero efectivo late night show que, para sorpresa de quienes auguraron el fin de su trayectoria, funcionaba bastante bien en cuanto a audiencia, sobre todo para ser transmitido por un canal pequeño cuya señal no llegaba a todo el país. También tenía anunciantes jugosos, entre ellos una compañía de seguros que en años posteriores sería acusada de cometer fraude.

Lo que pasó después fue, a partes iguales, tan grandioso como horrible. Algunos insisten en contar esta historia hoy en día como si yo hubiera sido un oscuro y frío estafador, un mafioso que se burló de todos. Y eso no es cierto. Lo que sí es cierto es que nadie perdona a quienes sueñan en grande como yo. Mi plan era simple: en Venezuela colectaba dinero de los inversionistas, con la venta de acciones todos se hacían parte de la producción de la película; yo con esa plata iba a volver a Los Angeles y entonces contactaría a un productor y lo convencería de hacer la cinta y de aportar el resto del dinero necesario. ¿De qué otra manera iba a lograr que los venezolanos me prestaran atención e invirtieran en la película? Tenía que mostrarles algo y por eso se me ocurrió hacer lo de las fotos y el spot. De verdad lamento si alguien se sintió estafado. Espero algún día redimirme y devolverles el dinero. No lo hago ahora, no porque se los haya robado, sino porque todos los viajes que hice tratando de contactar a algún productor me fueron dejando sin plata. Pero claro, los tribunales no entienden eso, hace poco me embargaron lo que quedaba de mi empresa y una propiedad que tenía en Margarita. Fue una medida ejecutada luego de que algunos de los que compraron acciones se sintieran burlados e interpusieran una demanda en mi contra. De verdad lamento que todo haya terminado así.

Yo mismo elaboré las gacetillas de prensa. Escribí un texto entusiasta en el que decía que nuestro proyecto había emocionado a las grandes estrellas de Hollywood, que varios directores deseaban dirigirla y que barajábamos varios nombres para el papel principal. Admito que se me fue la mano al nombrar en una misma línea a Tom Cruise, Andy García, Brad Pitt, Robert Downey Jr., Johnny Depp y Antonio Banderas. Admito, también, que decir que Salma Hayek sería la protagonista femenina y que en el resto del elenco podrían estar Matt Damon y Samuel L. Jackson fue un poco desmedido de mi parte. Pero, créanme, yo pensé que si colectaba la plata suficiente esos nombres no estarían tan lejos de nuestras posibilidades. Adorné la gacetilla con las fotos que probaban que Blanchett, Paltrow y Benigni ya se habían reunido conmigo y estaban comprometidos con el proyecto.

Me emocionó mucho que todo funcionó, en algún momento estaba muy conmovido ante la oleada de alabanzas con que recibieron el proyecto. Muchos lo negarán hoy en día, pero durante los días posteriores a la publicación de la gaceta de prensa y del inicio de la campaña de venta de acciones que salió al aire por Televen, me escribieron algunos de los más reputados historiadores para ofrecerse a asesorarme. Periodistas me entrevistaron y me hicieron perfiles en la prensa destacando mis dotes de emprendedor. Junto con la venta de acciones hubo empresarios que me contactaron directamente para saber si en la venta pública estaba el 100% de la participación, o si por el contrario se aceptaban inversiones fuera de la cotización en la bolsa que les garantizaran una parte de la taquilla que obtuviera la cinta. Me buscaron muchos actores y actrices interesados en participar en el casting. Todos se convencieron luego de ver las fotos en prensa y el video que salía todas las noches en el canal diez, anunciado por Gilberto.

Suenan las rimbombantes trompetas, acompañadas de una línea suave de violín. La cámara enfoca una pared iluminada por lo que, puede adivinarse, es el sol de un día caluroso. Las sombras de unas tejas hacen pensar que se trata de una casa antigua y que la luz viene de la ventana techada que da hacia una montaña. Bueno, lo de la montaña es una licencia poética —conductista, le dicen los semiólogos— que se toma el espectador. Ante la luz se dibuja la sombra de un hombre alto y recio, se adivinan sus brazos musculosos. La cámara lo enfoca en un contrapicado, aparte de lo alto que es el muchacho que lo interpreta, nuestro Bolívar se ve altísimo. Además, como nunca vemos la cabeza, creemos que es un gigante, un hombre sin fin, con una altura más grande que la de cualquiera. Bolívar es nuestro Gulliver, lo vemos desde abajo, con admiración. ¡El gran Bolívar! Entra a cámara una mano enguantada en seda. Sostiene la espada desde su perno y la muestra a cámara dejando ver el mango de oro (es oro de verdad, la espada es de verdad; un general retirado se la prestó al director). Luego de unos segundos estáticos, la desenvaina. Los sonidos de la música son opacados por el del filo de la espada que suena con ese ruido chillón que tienen los taladros de dentista. Cuando la cámara muestra el filo, una luz lo recorre, como si el sol hubiera acelerado su paso y completado un ciclo diario en solo segundos. Corte a un plano medio que muestra al protagonista envainando de nuevo la espada y ajustándose el uniforme. Al fondo, la locución de Gilberto:

Una gran superproducción de Hollywood se encuentra en proceso de realización, un filme que contará la vida y obra del más grande venezolano de todos los tiempos y cuyo financiamiento se realizará a través de la colocación de acciones en la bolsa de valores de Caracas, un hecho inédito e innovador en la historia del cine. Llama ya al cero ochocientos Bolívar y podrás comprar por solo diez mil bolívares una acción que te convertirá en coproductor de esta magna obra cinematográfica, llena de efectos especiales, miles de extras y todos los elementos que al más puro estilo hollywoodense contarán la historia de nuestro Libertador, Simón Bolívar. Anímate, sé parte de la historia y de Bolívar: The Liberator, la película... pronto en cines.

La pantalla funde a blanco, la transmisión vuelve al estudio donde Gilberto sonríe y anuncia que viene un corte comercial, antes de seguir con más de Flassss.

(del libro Afrodita, C.A., y otras empresas fracasadas).