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Tres relatos

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Ricardo

Me dio pena cuando me enteré de que Ricardo estaba preso.

Me lo contó un amigo violinista un día que fui a tomar algo para dejar de sentirme solo. Le pregunté por qué, y me dijo que Ricardo había asesinado a un tipo. Lo dejó hecho mierda, me dijo; le aplastó la cabeza con una garrafa. Le pregunté qué había pasado. Al parecer el otro tipo había molestado a la novia de Ricardo. Era uno de sus amigos ricos, me explicó, de esos con cara bonita, auto caro y buen cuerpo. Al parecer había intentado besar a la novia de Ricardo y ella le había dicho que se aleje, pero él insistía e insistía, hasta que Ricardo llegó y le rompió una botella de cerveza en la cabeza. Entonces se armó una trifulca del carajo, donde todos comenzaron a defender al tipo. Pero Ricardo sabía defenderse solo, y al parecer estaba drogado. Así que no necesitó que nadie lo defienda.

Era una gran persona, Ricardo. Por eso nunca lo habían sacado de la orquesta. Siempre había estado ahí para todos, sin importar lo que necesitaran. Incluso para el director de la orquesta, la vez que quisieron cambiarlo por un francés fantoche que recién había llegado, y Ricardo lo siguió dos noches seguidas, hasta que a la tercera lo interceptó en un callejón y le rompió ambos brazos. Al día siguiente el francés dijo que se había caído en la ducha y que no podía dirigir con los brazos rotos. De alguna forma el director se enteró de todo y le dio las gracias a Ricardo por ayudarle a mantener el único trabajo con el que daba de comer a su familia. Como dije, era una gran persona, Ricardo.

A mí me había ayudado en varias ocasiones, y yo a él, y hasta ahora le tengo aprecio. Una noche, la que entonces era mi novia me había dicho que salgamos con unos amigos. Yo accedí pero le dije que llegaría tarde porque tenía que tocar en un club para poder pagar el mes de alquiler. Ricardo fue desde el principio, y cuando vio que un anterior compañero de lecho de mi novia quería aprovechar mi ausencia para embriagarla y recordar días viejos, y que ella no parecía mostrar resistencia alguna, fue donde el tipo y le estrelló la cara contra una mesa hasta quebrar la tabla del mueble. El dueño del lugar donde se encontraban tuvo que sacarlos a ambos, y Ricardo continuó pateándole el culo al tipo en una plaza.

Eso era muy importante para Ricardo, la confianza. Nunca se había metido con la novia de nadie, ni siquiera lo había intentado, a pesar de la promiscuidad que por alguna extraña razón siempre existe entre los músicos.

Una vez se había quedado a beber en la casa de un guitarrista que había caído rápido después de fumarse seis porros, y que tenía de novia a una mulata tan puta que con sólo decirle tu nombre ya podías tenerla husmeando en tu bragueta como un perro rastreador. Ricardo estaba un poco bebido y la mulata quiso aprovechar, y aunque no era completamente fea, era lo suficientemente agraciada para verse bien cuando uno estaba un poco bebido. Estaban conversando cuando ella se colocó encima de Ricardo y comenzó a ahogarlo con un beso. Él la hizo a un lado, pero la mulata le brincó encima y se prendió como una garrapata mientras le restregaba los senos en la cara. Entonces Ricardo la hizo a un lado y le dio un puñetazo en el vientre que le hizo vomitar y luego la dejó desmayada. Y es que eso era muy importante para Ricardo, la confianza.

Tocaba el cello, y lo hacía terriblemente. Pero es entendible. Un músico tiene que ser lo suficientemente sumiso como para estar horas de horas encadenado a su instrumento y poder llegar a ser bueno. Él no podía ser así. Simplemente estaba demasiado vivo como para hacer eso.

Le pregunté a mi amigo cuándo saldría, y me dijo que le habían dado veinte años. Le dije que no me parecía justo que estuviera tanto tiempo encerrado. No era un criminal, ni siquiera un tipo deshonesto. Sólo le había dado su merecido a un mequetrefe al cual probablemente nunca nadie había puesto en su lugar.

Así que es una pena lo de Ricardo. Lo iré a visitar, es seguro. Lo admiro, por tener los cojones de hacer lo que hace. Cuando algún conocido estaba en problemas, yo no hacía más que decirle Qué pena, qué pena. Y cuando alguien intentaba meterse con alguna novia mía, yo me quedaba en un rincón, mirando y bebiendo, y como la mayoría de ellas tenían corazón de perra, terminaba yéndome solo a casa.

Y ahora, yo, que no tengo corazón, ni alma ni huevos, tengo la libertad de hacer lo que yo quiera, y Ricardo, que tiene demasiado corazón, demasiada alma y demasiados huevos, no puede hacer más que leer en una celda y salir a caminar en círculos veinte minutos cada día.

Cuando lo vaya a visitar llevaré un arma. Tengo un par de pistolas. No sé si aún funcionan, pero son lo suficientemente pequeñas como para ponérmelas cerca de la bragueta y que el guardia piense que la vida me ha dado un premio, cuando me registre antes de entrar. Y si las pistolas no funcionan, una lima o una navaja; Ricardo es capaz de hacer algo con cualquier cosa. La pondré, la lima o la navaja, dentro de un pastel o algo así. Es el truco más viejo, pero en un país de mierda como éste, la policía no se lleva precisamente el premio a la eficacia ni dedicación.

Y cuando Ricardo esté libre, volveremos a salir y beber y drogarnos. Y él seguirá rompiendo las caras de los imbéciles que merezcan tener la cara rota, y yo seguiré mirando todo desde un rincón, y cuando vuelvan a meterlo preso por algo, volveré a visitarlo con algo para que pueda salir.

Pero hoy no lo iré a visitar. Tengo demasiado sueño.

 

Flores

Pues, tenía que conocer a sus padres. Llevábamos viéndonos como tres o cuatro semanas, y no los había visto ni una sola vez. Al parecer ellos sí me habían visto, y cuando me enteré no me gustó, porque me sentí espiado. De todas formas, yo no les gustaba. Ella terminaba sus clases a las cuatro de la tarde, y yo la esperaba en la puerta de su universidad. Entonces nos íbamos a caminar o a tomar algo. Incluso fuimos al cine en un par de ocasiones. Y con todo, la acompañaba hasta su casa donde llegaba entre las nueve y diez de la noche. Y esto no les gustaba a sus padres.

Así que un día me dijo que querían conocerme. Teniendo cierta idea de cómo eran, con sus cuatro autos y su gran casa y su jardín bien cuidado y toda esa mierda, supuse que me llevarían a cenar a algún lugar costoso y que ellos pagarían, así que le dije que estaba bien. Me dijo entonces que fuera al día siguiente, que era domingo, temprano en la mañana, como a las siete, para después ir a su club de golf. Me pareció una terrible idea, y le dije que debía ir al hospital a cuidar a mi padre, que había muerto hace ya doce años.

Ella hizo un par más de ofertas, todas malas, que tenían que ver con almuerzos familiares y más visitas al resto de sus exclusivos clubes. Siempre inventaba una excusa porque pensaba que todo eso era una tontería. Yo quería que los idiotas me paguen una costosa cena en algún lugar al cual yo nunca hubiera podido entrar. Pero no lo pude conseguir.

Al final quedamos en una pequeña cena en su casa. Al menos llenarían mi vacío estómago, los malditos. Sería un sábado por la noche, sólo sus padres, ella y yo.

No estaba asustado ni nada. No era la primera vez que conocía a los padres de alguna chica. Había estado en situaciones peores, con padres militares y policías; de esos que me hubieran disparado si me hubieran descubierto escabulléndome en los cuartos de sus hijas en las madrugadas. Pero por algo estos tipos no me gustaban. Parecían ser tan felices y estar tan conformes con sus trajes y sus trabajos y la costosa e inútil educación que pagaban para sus hijos... Creo que simplemente me enfermaba la idea de que alguien pudiera estar orgulloso de tanta estupidez.

Finalmente llegó el sábado. Nos encontramos con ella un rato en la mañana, para ir a caminar y charlar. Ahora ellos la iban a esperar cuando salía de clases, porque, según ella me dijo, “no veían correcto que una muchachita camine por la ciudad hasta tan tarde”, así que con suerte podía verla solamente una o dos veces por semana. Hijos de puta.

Conversamos un rato y llegó el mediodía. Tenía que volver a su casa para ir con ellos a almorzar donde un tío o alguna imbecilidad así. Al acompañarla de regreso me preguntó si todo estaba bien para aquella noche. Supe por sus ojos temblorosos que temía que otra vez invente alguna excusa de último minuto. Pude hacerlo, pero me di cuenta de que ella de verdad quería que lo nuestro fuera bien. Era una buena chica, con todo lo que eso implica. Pensé que ella no tenía la culpa de que sus padres fueran tan estúpidos y jodieran tanto.

Le dije que todo estaba bien para esa noche, y le pregunté si era necesario que llevara algo. Mmm..., dijo; Lleva flores para mi madre, le encantan esas cosas. La dejé en su puerta y fui a buscar las condenadas flores para su madre.

Llegó la noche y tuve que salir. En la tarde había ido a trotar y de paso había comprado las flores. En todo eso, había bebido como un litro y medio de agua; algo así como tres botellas de medio litro. Y por eso, sentí ganas, balbuceantes al salir de casa y rugientes al llegar a su casa, de mear, y así, antes de acercarme a tocar su timbre, tuve que encontrar un rincón, casi frente a su puerta, entre un montón de tierra y un árbol raquítico, y acomodarme para dejar que todo saliera.

Sostuve el ramo con mi mentón y mi pecho, y abrí la cremallera, que estaba bastante dura. Dejé a la víbora cantar, y todo estuvo bien. El sonido del líquido contra las piedras y hojas del suelo parecía una noble llovizna de enamorados, y con la luz de la luna y todo, me sentí como si estuviera meando amor.

Muy bien todo, gracias, hasta que el caudal de mi sexo comenzó a aumentar, y yo, desprevenido, perdí el control y algo del líquido amoroso y amarillo salpicó a mis manos.

Maldije y guardé al ratón en la jaula. Busqué, pero no encontré nada para lavar mis manos, o al menos secarlas, y justo en ese momento su puerta se abrió, dejando salir a sus padres.

Al verme me llamaron, y no tuve más opción que volver a tomar el ramo con una de mis manos, sin lavar ni secar, y acercarme a saludarlos. Primero a la madre, entregándole el ramo y viendo cómo ella lo tomaba sujetándolo justo donde mi mano había dejado líquidos residuos renales. Luego al padre, que quiso darme un apretón de manos a la mano que había sostenido el ramo. Quise cambiar de mano, pero me di cuenta que era lo mismo; a ambas les había salpicado el amor que acababa de mear, así que no tuve más que sonreír y resignarme a saludar.

 

Visita

Estaba comenzando a quedarme dormido, sintiendo los párpados como de plomo y todo eso, ya sin saber muy bien lo que sonaba en la radio o lo que daba en la televisión; solamente abriendo los ojos de vez en cuando, cuando escuchaba alguna risa o algún disparo o tal vez alguna canción conocida, y esto cuando eran las tres de la madrugada.

El gato, o mejor dicho, mi gato, un gato negro que había aparecido una noche en la ventana, maullando e impidiendo que me masturbara en paz, se paseaba por mi estante, saltando de repisa en repisa, mirando y olfateando de frente un viejo busto de Beethoven que me habían regalado en algún momento que ya no recuerdo.

Entonces apareció, y yo no supe si estaba pasando de verdad o si estaba borracho o si se trataba de un sueño, pero como el gato se asustó un poco y miró en esa dirección, supuse que de verdad el Diablo había aparecido en mi sala y estaba de pie frente al sillón donde yo estaba echado cuando no sabía muy bien lo que sonaba en la radio o lo que daba en la televisión.

Me dijo Buenas noches e hizo escapar al gato con un chasquido de sus cortos y delgados dedos. No estaba como en sus previas visitas a Baudelaire o a Sabina; era más bien un hombrecito rojo que llevaba una toga, una gorra militar y zapatos de prostituta. No tenía cola pero sí un par de pequeños cuernos a la altura de las cejas, y no era más alto que un gran danés parado en dos patas.

Le respondí el saludo y me sentí estúpido al preguntarle si quería beber algo. La verdad era que nunca antes había tenido a ningún diablo ni dios en mi sala, y sólo estaba agradecido por no haber estado mirando el canal pornográfico.

Me dijo que quería un whisky, así que serví dos, para él y para mí. Se quedó mirándome y entonces le pregunté qué quería. Nada, me respondió, sólo avisarte que en un momento la ciudad tendrá un corte de luz y morirás asesinado por un par de sádicos que ya están en camino. Hasta luego.

Terminó el whisky, se encaminó a la puerta y luego salió. El gato volvió al estante. Terminé mi whisky y mientras volvía a echarme, la luz se cortó.