Artículos y reportajes
Efi Cubero
Efi Cubero en el Camino de Santiago.
Un camino interior

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Todo permanece grabado en la memoria como la marca de los dedos que los peregrinos a través de los siglos hundieron en la piedra. El camino se expande en interiores igual que el barro del trazado se acumula en las suelas, mezclándose la tierra con la tierra, el agua con el agua, el aire con el aire, la llama con la llama, los pasos con los pasos. Las razones del tiempo o de la historia que fueron forjando huellas sobre las huellas quedan sobre el silencio de los antiguos códices entre los anaqueles profundos del misterio. No intento comprender, no deseo comprender, prefiero abandonarme y seguir esta ruta, este oleaje humano de milenios que sigue los relieves del secreto, los perfiles del aire pues soy base también que sustenta el motivo, soy parteluz y fuste, y acaso capitel. Un soplo que acaricia la piedra desgastada por el verdín del tiempo que cuando inclina la cabeza, y empieza su andadura personal de íntimos despojamientos, acepta de algún modo el rito ancestral, eterno, del camino. Alcanza de algún modo la luz; la transparencia...

 

No hay prólogo mejor que empezar la andadura en Ponferrada, aquí pasamos la primera noche en el albergue donde los ronquidos de otros caminantes cansados, que han empezado el periplo mucho antes, acompañan las horas de este entreno o estreno. Yo también formo parte de esta humanidad que descansa o lo intenta. Algunos abandonarán la empresa casi recién comenzada, otros la continuarán hasta el final. Con estos últimos, en cada vuelta y revuelta nos encontraremos como en una danza o juego. Como en un laberinto. Al empezar todo es refresco y alegría pese a la noche casi en duermevela, poco a poco vendrán las ampollas, los dolores de espalda, las contracturas, la tendinitis, y hasta a veces las duchas de agua fría.

Pero pese a todo los saludos y las muestras de afecto y solidaridad serán una constante, ese espíritu del camino al que muchos aluden no es aquí una abstracción sino algo concreto que se materializa en multitud de ocasiones a lo largo del mismo; no existen aquí fronteras ni barreras de culturas o idiomas. En cualquier parte una máxima es respetada por todos: “El peregrino o caminante nunca exige. Agradece”.

Por la calle del reloj abandona el caminante Ponferrada. El castillo templario recorta su silueta impresionante hurtándonos sus claves. Los monjes caballeros de la Orden del Temple lo habitaron desde 1178 hasta 1312, año de su disolución. Según expertos en el tema, existen en sus piedras extrañas vinculaciones astronómicas y determinados símbolos esotéricos aún por desvelar. La luz bellísima de la mañana clara envuelve la fascinación de este recinto de tan especial criptografía. Columbrianos, Fuentes Nuevas, Camponaraya, los pueblos se suceden entre cultivadas llanuras de maizales, en el orden continuado de las vides o en la plácida armonía de sus calles donde los lugareños nos ven pasar con manifiesta simpatía deseándonos un buen camino. Al llegar al Carcavellus de Aymeric, el del Codex Calistinux, el actual Cacabelos, por los márgenes del río Cúa la realidad parece hermosamente extraña: ¿qué hago yo aquí feliz, despreocupada y desligada del mundo y de mí misma, sin radio ni televisión, teléfono o periódicos, ni libros, casi sin pensamientos, mirando como discurre el agua mansamente y el temblor del paisaje me devuelve al otro de mi infancia, tan limpio y tan agreste, del bosque clareado...

Siento que llevo en la mochila del corazón el lugar de mi origen, pero también es cierto que igualmente pienso con Ovidio que “No se puede volver ni siquiera volviendo porque el exilio es irreversible...”.

 

Más tarde, la lluvia persistente y machacona nos acompaña un largo tramo resbalando sobre los chubasqueros que a duras penas cubren las espaldas con las mochilas donde llevamos nuestras exiguas pertenencias. El barro forma una costra espesa sobre las suelas de nuestras botas mientras que el obstinado viento empuja obligándonos a bajar la cabeza. La niebla, el viento y la lluvia, sin dejarnos respiro La capucha de la capa de agua cuelga sobre la frente. Cualquiera que se cruce con nosotros frente a la niebla del camino —pensé— se santiguará de seguro. Parecemos cofrades de una Santa Compaña alucinada. Canónigos del medioevo en penitencia con el capuchón de la almucia velándonos el rostro.

El Camino de SantiagoMientras avanzo siento como si impregnara esta experiencia irrepetible el viento de los siglos, renovando conceptos, haciendo tambalear certezas, desvelando perfiles y ampliando perspectivas. Poco importan las razones que nos llevan a elegir determinada ruta, frente a la naturaleza, a veces hostil y a menudo acogedora, nos implicamos en nuestra propia búsqueda penetrando el interior de algo más vasto, más sutil y profundo. Más complejo. Algo que como una concentración de la voluntad nos contagia su energía poderosa y también su desolada elegía.

Sigo a esta fila esforzada y anónima contemplándola de espaldas. Acaso en este envés de la trama se halle la clave de un texto-tejido que se reescribe a perpetuidad como el continuado itinerario que a todos nos agrupa. Este hilo enrevesado que cada cual desenreda o anuda a su manera, ya sea transversal o radialmente, nos lleva a revelar o a desvelarnos en nuestra propia desnudez proyectada en otro espejo. Postes, estelas, miliarios, mojones, rótulos, flechas amarillas inscritas sobre el rigor de las piedras milenarias o sobre la dúctil y rugosa corteza de los árboles que susurran beatíficas leyendas a la vez que conxuros sombríos. Ordenamientos que orientan al caminante. O al peregrino que anhela alcanzar la Luz como final-principio.

 

Atravesando las umbrías corredoiras, los aromas de hinojo y eucalipto se han intensificado con la lluvia. También huele a estiércol. Los excrementos de las vacas que pacíficamente pasan por los caminos han dejado una pasta espesa que, mezclada con el barro, y adhiriéndose al sendero, es una mezcla desagradable y resbaladiza, peligrosa en extremo, cuando en el vértigo de las bajadas la carga de la mochila nos empuja hacia delante y hay que afianzar con fuerza las rodillas para que el peso no termine de estrellarnos contra el suelo.

A lo largo de la ruta muchos “por si acaso” quedarán abandonados a su suerte por los viejos senderos de Galicia.

El camino de guijarros y lodo es amparado por el verde sosegador y dulce del entorno. Y, a través del reguero de estrellas que la noche calmada nos dispensa, dormimos a cubierto, cálidamente envueltos en nuestros sacos a la espera del amanecer limpio, la luz que se renueva como en un nacimiento, como el delgado y tembloroso filo de la muerte y la vida...

El verbo caminar es intransitivo puesto que expresa un acto que vale por sí mismo y esta realidad de ahora, esta experiencia, resulta de alguna forma también intransitiva...

Vuelve a llover con monótona insistencia y hemos de extremar las precauciones al desplazarnos por el exiguo arcén de la N-VI; pese al mal tiempo, mil veces mejor el barrizal de las pendientes que el peligroso asfalto de la carretera. Por eso mismo, al retomar el trazado original respiramos aliviados y felices.

Villafranca del Bierzo nos recibe entre nieblas. Algunas construcciones conservan la gracia de esa arquitectura popular que se resiste a ser absorbida por los modernos habitáculos. Es un entorno amable, hospitalario, con balconadas airosas de madera, abundantes de flores, que suavizan la gris dureza de sus tejados de pizarra o la escueta sobriedad de su dorada piedra amparadora. La lluvia culebrea sobre el pavimento de esta calle llamada “del Agua” para mayor coherencia con este chaparrón desaforado. Aquí existen importantísimos monumentos que casi adivinamos bajo la tozudez implacable del aguacero. Donde sí nos detenemos es en La Puerta del Perdón de la iglesia de Santiago. Sólo por contemplar tal perfección del románico lombardo, vale la pena el desplazamiento. El papa Calixto III concedió a los peregrinos enfermos que llegaban hasta aquí, la misma indulgencia que si hubiesen caminado hasta la tumba del Apóstol. Toda la fe y el esfuerzo han fijado este código brumoso de transparentes márgenes. Las marcas indelebles sellan el vínculo de esta puerta de acceso a los favores celestiales bendecida por muchos, entre ellos el Poverello de Asís, que humildemente traspasaría estos umbrales. Diríamos con Eliphas Lévi aquello de: “Formado de palabras visibles / este mundo es el sueño de Dios”, supongo que, sin pecar de irreverente, visto lo visto de guerras y barbaries, también habrá sido su pesadilla...

 

El Camino de SantiagoMientras camino trazo también mi propia línea. Dejo mi imprevisión frente al amplio horizonte con apariencia de vacío.

A lo largo de esta columna vertebral formada a través de los siglos, de piedras, de raíces, de huesos o de polvo, nos percatamos de que la materia que verdaderamente engrasa y articula este armazón; la médula, como raíz motora y sensitiva portadora de sensaciones que lo sustenta, la forman y conforman los seres humanos. Los que transitan. Los que residen. Nada existiría ni compensaría sin toda esta vida que la recorre y mueve. Sin las manos que construyen, que ayudan y crean. Sin la mente que sueña y reflexiona. Nada es casual ni tampoco gratuito. Los ojos focalizan estos espacios que cobran así un especial sentido. La mirada devuelve realidad al sueño y “queda, si pasamos” y, este paso, marca también su huella prolongando en el tiempo una huella común y colectiva que a todos pertenece y es de todos: la línea de comunicación que éste y otros caminos simbolizan, con todas las tierras, todos los lugares, y todos los seres que las pueblan.

Cruzando el puente en dirección al Valle de Valcárcel subimos por una cuesta empinadísima “Sólo apta para buenos caminantes” como avisa el letrero; este acceso a la Sierra del Real por donde el áspero sendero asciende, es duro en extremo. Pero mientras trepamos, la atmósfera se aclara, sale de nuevo el sol y el aire adquiere la luminosa transparencia de una ventana asomada al paisaje. La abundancia y variedad de la vegetación de estos parajes, con su increíble gama de verdes, se ilumina con esa luz filtrada entre rumores del agua que se desliza por las hojas de los helechos formando regatillos. Pájaros escondidos gorjean y al llegar a la cima nos aguarda una piedra dorada y ancha donde recostamos nuestro cansancio. Alguien anónimo ha escrito sobre ella en grandes caracteres enmendando la plana a don Antonio: “Caminante, hay camino, / se hace camino al andar / sólo falta un peregrino / que lo quiera caminar”. Nos espera otro largo descenso hacia el fondo del valle. Atravesamos un bosque de castaños. Son los ejemplares más hermosos que yo he visto en mi vida. Retorcidos, como los olivos de Van Gogh, buscan la luz y la luz está en ellos. Entre sus raíces y sus ramas expansivas y verdes. Abarcadoramente vivas...

Aunque se halla muy cerca de Pradela, el camino no pasa por el pueblo, hemos de desviarnos para visitar este lugar que parece anclado en el medioevo. Un entorno de tiempo detenido como en una imagen de morosidad azoriniana. Sabores de leyendas, de memorias pretéritas; casas diseminadas, cobertizos oscuros, un rostro de mujer asustadizo que cierra una ventana; pasa sin inmutarse y sin hablar un labriego que avanza junto al lento silencio de unos bueyes. Una mujer sube, ágil e ignorándonos, como en una secuencia de otro tiempo, por unas escaleras de piedra y jaramago con un voluminoso fardo de berza, algunas de las hojas, supongo que destinadas al alimento de los animales, caen sobre los peldaños. Huele a espliego y a heno, a estiércol y a manzana, a madera quemada y a resina. Bebemos agua fresca del caño de un pilar plantado en plena calle. Mientras fotografío la antigua y humilde iglesia, un hombre se me acerca y me saluda: “Hay que ver”, me dice, “la importancia que le dan ustedes a las piedras. Nosotros, será que no entendemos, no le damos ninguna”... El viejo templo tiene el encanto tan característico de ese estilo de la peregrinación, como se han definido estas construcciones que vamos encontrando en el recorrido hacia Compostela. En la precariedad o sencillez elemental del existir que parecen tener estas aldeas recónditas, hay una dignidad muy por encima de otros ámbitos en apariencia más civilizados. Nadie finge. Nadie vive por encima de sus posibilidades, atentos siempre al campo y a lo que los rodea, inmersos en su trabajo duro y sacrificado, pero para ellos, que no querrían vivir en ningún otro sitio lejano de su mundo es, de alguna forma, compensatorio. Siento dolor por algo ya perdido. Una leve punzada. Hay en la memoria como un arrasamiento, acaso esta abstracción emocional de pronto me sacude y conmueve... Un olor familiar a campo abierto. Algo incontaminado me remite al origen de tiempo desdoblado en sensaciones, en percepciones, en inocencia y luminosidad.

Seguimos... Trabadelo, La Portela, Ambasmestas. Y anochece cuando infinitamente cansados, mojados por el agua que ha vuelto renacida, llegamos a Vega de Valcárcel, el pueblo más grande de este “valle encarcelado” en el que pretendemos descansar antes de acometer la subida al Cebreiro.

El pueblo se halla en fiestas y la cadencia sentimental de los boleros acuna dulcemente nuestros sueños. De pronto el ritmo cambia y nos despertamos sobresaltados, una música menos arrulladora nos desvela inmisericorde. Entre salsa, pasodoble, cumbia y lambada, se transforma la noche de Valcárcel en noche toledana. Al alba, cuando el pueblo por fin descansa de verbenas y el silencio se expande como íntima caricia, nosotros iniciamos el camino. La luz de las farolas a punto de apagarse acentúa mis ojeras. Voy como un murciélago asustado dándome topetazos y mochilazos con las paredes, rendida por el sueño y el cansancio. Frente a nosotros la bruma que presiente a Galicia, la región que nos aguarda después del Bierzo, en esa sutil frontera que funde las dos tierras tan hermanas de las dos comunidades. Van quedando atrás los últimos pueblos leoneses y el camino va convirtiéndose en una interminable pendiente. La niebla nos impide disfrutar del panorama que se adivina ancho y abierto antes de penetrar el húmedo y silencioso laberinto cubierto de verdor del paisaje gallego.

Piedrafita de O Cebreiro nos despide entre ventanas acuarteladas, miradores que sostienen la altura de un monte de leyendas cerradas ahora a cal y canto por el viento que comienza a soplar con más fuerza de lo acostumbrado. Todo resulta en Galicia más interiorizado o más impenetrable. Una gravedad de celosías preside este paisaje de secreto sosiego, si tuviera que unirlo a una partitura elegiría, sin dudarlo, la música de Bach; una cantata o mejor una fuga. Por húmedos atajos gotean los silencios de los robles, los carvallos como aquí los llaman, buscan el cielo y se alzan majestuosos, armónicos, entrecruzando las ramas como las bóvedas de crucería de góticos recintos. Hablábamos de Bach, que en alemán significa arroyo. Esa agua fecunda el sustrato de esta tierra que nutre las raíces de estos árboles como tubos de órgano que ascienden a las alturas. Cada uno de ellos posee una calidad vibrante y dúctil que parece expandirse en un todo de armonías por la latente fuga de las corredoiras, esas vivas arterias que animales y hombres han ido formando, pisada tras pisada durante siglos, tan pacíficamente. Tan laboriosamente.

Alguien coge una piedra. Un pequeño guijarro que coloca con cuidado sobre el verdín del hito. Marca humilde su paso, como marcan los pies sus huellas sobre el barro. La mano aporta el gesto, mientras que la mirada se eleva hacia lo alto buscando luz como los propios árboles, acaso buscando una señal, quizá que una respuesta...

Al anochecer, indaga en la Vía Láctea, en esa nebulosa de las galaxias o las constelaciones alguna orientación, guía o vector, luces de situación que desde siempre acompañaron al viajero o al nómada, faros, estrellas que prevalecen firmes frente al oleaje de la tierra o del mar o desde el interior de cada ser humano. Pasan edades, siglos y civilizaciones sobre este mismo enclave con mucho de sagrado. Aquí lo universal y lo nutricio es presencia constante, nada turba este mundo de silencios, nada parece alterarlo o agredirlo, ascendemos por esta espiral del tiempo sobre la curvatura antigua de este monte gris niebla del Cebreiro; a mil trescientos metros de altitud se halla el poblado, uno de los primeros lugares de acogida a peregrinos de Galicia, abundante en leyendas y misterios. Por aquí pasaron reyes y plebeyos, santos y ateos, laicos y prelados. Cada uno dejó el fuego de su fe o el fatuo fuego de su vanagloria, un milagro que se repite durante siglos en la pequeña y sobria iglesia prerrománica, de ábsides rectangulares y delicada espiritualidad que ahí sigue, irradiando una paz dorada ennoblecida por el sosiego de los que se refugian de las tormentas exteriores, o quizás interiores...

El exterior es una privilegiada atalaya desde la que se divisan los bosques y llanuras esponjadas de vegetación. La neblina juega con el paisaje, va y viene y se aleja entre movimientos de luz y claroscuro por donde se zambulle la mirada. Hace frío pero estamos a gusto a la intemperie mirando las pallozas, las chozas de piedra de origen céltico. La circular construcción tiene el tejado cónico, de bálago, de paja, una, convertida en museo, donde la luz es tenue, amparadora frente a la crudeza del exterior en los duros inviernos. La sequedad de la piedra contrasta con este ambiente íntimo de tránsito y reposo.

Una vez descansados, por la mañana desgreñada, las líneas en zigzag de los caminos que llevan al Camino. Algunos afirman que durante el recorrido tienden a vaciarse, a desprenderse de todo, incluso de ellos mismos. Yo siento que me lleno. A cada paso me voy llenando de recuerdos muy vivos, de sensaciones únicas. El interior se colma, se multiplica de entendimiento. Absorbe, aprehende. Y, como dicen algunos que sucede cuando han estado cerca de la muerte, doy un repaso a mi vida y acierto a verla en todas sus secuencias. Mis vivos y mis muertos caminan a mi lado. Forman parte de mí como único bagaje; como el barro y las piedras del camino o la vegetación arisca y dulce. Todo me ha conformado y transformado y me ayuda a crecer. Todo recobra su esencial sentido completando este todo formado de fragmentos.

Llega el Alto de San Roque, a 1.270 metros de altitud. Un gran monumento al peregrino lo corona, por las lomas del cielo se camina deprisa y el viento deja frías las palabras llenándolas de puntos suspensivos...

Unas veces jarrea y otras orbaya. El vaho que desprenden los labios empaña el cristalino de los ojos que intentan retener este paisaje por si no vuelven más a contemplarlo. Liñares, Hospital, Alto do Poio. Allí, empujados por la ventisca, nos detenemos en un mesón salvador como surgido de la nada. Nunca en mi vida he saboreado un café tan reconfortante. Después llega Fonfría. Por las barandas de Viduedo me asomo a las colinas del Concello de Triacastela, esa azulada huella que delimita perfiles imposibles. Luego viene Filloval y As Pasantes que dormita a la sombra de un nudoso castaño resistente a los tiempos. Llegamos a Triacastela, ha salido un sol tímido. Respiramos frescura. Una casa de apariencia normal, donde al parecer se hallaba en tiempos remotos el antiguo Hospital de Peregrinos, guarda en su interior elementos inquietantes. La dueña, que ocupa este caserón desde hace tiempo, no tiene inconveniente en convertirse en guía improvisada para quien desee visitarlo. Se conserva parte del arco primitivo de la entrada, una dovela en perfecto estado, algunos muros increíblemente anchos, de una robusta solidez; al lado del lugar donde estaba el pequeño cementerio que piadoso acogía a los peregrinos fallecidos, está la cocina de la casa con sus utensilios domésticos y cotidianos. La señora, extrovertida y simpática y encantada de cocinar caldo gallego en tan sagrado sitio, nos enseña un cuartito anexo donde se encontraron según sus palabras “los cuerpos santos”. Ahí no pisamos nunca —me dice con respeto mientras señala el centro donde al parecer se encontraron algunos cuerpos momificados que ahora duermen en el cementerio, al lado de la iglesia. Algún peregrino debe yacer incompleto puesto que la señora nos comenta que guarda como reliquia un fémur en buen estado: —¿Quieren ustedes verlo? —nos pregunta solícita. Rehusamos tan dudoso privilegio, y la señora insiste mientras nos enseña unas monedas que se hallaron al lado de los restos. Tienen un rudimentario círculo pespunteado cuyo simbolismo se nos escapa. Toscamente perforadas estas monedas hablan de sufrimiento, ahí reside su misterioso temblor. Me emociona pensar en esos seres humanos que murieron aquí sin lograr alcanzar a venerar la Tumba del Apóstol, ese sueño por el que se pusieron en camino y murieron tan lejos de su lugar de origen sin tan siquiera el consuelo de los suyos. Emocionada, siento el latido de los siglos sobre el roce de estas monedas tanto tiempo enterradas junto a ellos.

 

El Camino de SantiagoAl salir de Triacastela caminamos por la ruta primigenia de San Xil, la más directa. Por este valle solitario y hondo avanzamos a través de aldeas dormidas en el sueño oscuro y orgánico de sus bosques profundos, por el antiguo viento de sus túneles de ramas pizarrosos y húmedos, por líquenes y musgo. Un humo azul que asciende por las pétreas chimeneas, por la vaharada caliente y viva de los establos donde sólo se escucha el melancólico mugido de las vacas saludando nuestra llegada y despidiendo nuestra partida. No hay personajes visibles en un escenario ancestral que pese a los sonidos parece estar deshabitado. El rumor de la humana presencia es captado por nuestro oído en el sigilo de un postigo que se cierra, en el crujido de la madera al ser pisada por unos pies invisibles, por el olor a comida, el tufo acre del estiércol y también por un rastro de perfume a hierbas aromáticas y a rosas cultivadas con mimo en tantos lugares de la vieja Galicia, en casonas desparramadas sobre un paisaje maravilloso que se abre de pronto ante nosotros como inesperado efecto de belleza y grandiosidad. Subimos por el Alto del Río Cabo. Al coronar la cima abrazamos el tiempo.

Montán, Fontearcuda, Furela... La piedra florecida, la esperanza del verde, la soledad, el gozoso cansancio. Al bajar de la altura el camino se reviste de un gris civilizado; ha perdido de pronto su enigma o extrañeza. Se recubre de asfalto. Dejamos atrás Pintín y seguimos hasta Calvor por este juego ecléctico de carretera cívica y de áspero sendero. No nos detenemos en el alberge de esta última población pese al agotamiento. Sarria se intuye cerca y deseamos llegar pronto a esta noble ciudad. Sarria ha sido desde tiempos remotos refugio y reposo de cuerpos derrotados y ánimos vacilantes. Las tendinitis, ampollas, contracturas, y otros males del cuerpo, buscan ahora por estas calles hospitalarias, betadine y alcohol de romero, las vendas, las tiritas, las cremas pertinentes, los barreños de agua tibia donde sumergir los pies deshechos y elevar la vista al cielo del alivio componiendo una imagen suprema de arrebatado éxtasis, casi una levitación... ¡Lo que puede lograr un simple recipiente de plástico, arropando unos pies lacerados! La odiosa contractura vuelve nudoso el tronco de la espalda. Se anda a cámara lenta por las calles, arrastrando los pies, ras, ras, ras... Parecemos los personajes virtuales de algún juego, ras, ras, ras... Una estampa penosa de penitentes sin cofradía que los lugareños contemplan, no sé bien si con indulgente piedad o con sorna encubierta. Acaso piensen que esto es una estrategia para que vean lo que cuesta el sacrificio de una ruta, o de una peregrinación. Nos alojamos en el Monasterio de La Magdalena ya que una parte del mismo acoge a peregrinos. En el siglo XIII este hospital monasterio ya gozaba de importancia. Puede más la curiosidad por visitarlo que el deseo de apoltronarnos. Quedan vestigios importantes del pasado esplendor, una puerta románica de transición, ornamentada con las características puntas de diamante junto a las perlas de rigor, el claustro, muy bello, del XIV, una fachada plateresca notable, aparte de otros muchos elementos arquitectónicos y artísticos de desigual importancia pertenecientes a épocas distintas. El Monasterio, como la historia del Camino, constituye una polifonía de diversos elementos donde existen los hechos objetivos pero también su interpretación, que es siempre algo más libre y más abstracto.

La mañana se anima. Los abedules perfilan sobre el aire un acerado brillo. Las hojas llevan su rumor de agua. Las vacas pastan tranquilas en los prados abiertos mirando de reojo con beatífico sosiego o con infinita displicencia, las carvalleiras o robledales dan sombra a nuestro paso. Cerca está Barbadelo. Un sendero de piedras, un pedregal, se clava inmisericorde en las gastadas suelas; la turba, el liquen, el musgo y el mantillo fecundan las estelas de la memoria. La iglesia de Santiago de Barbadelo prolonga la naturaleza en la gracia de sus capiteles donde hombres, pájaros, animales y plantas, parecen entablar un vivo diálogo con el entorno. Parecen esculpidos por un artista sabio que juega a ser un niño.

Por Rente, del laberinto al 30 del 30 al laberinto, los mojones danzan sin orden ni concierto. Las aldeas van desapareciendo como si fueran casillas o fotogramas. No hay servicios ni gentes que animen la mirada. Aldeas como espejos cóncavos nos proyectan reflejos deformantes. No sabemos si esto es la realidad o acaso un sueño. Hay hórreos inmensos.

A la salida de Brea el hito señala el kilómetro 100, es lo que aún nos separa de Santiago de Compostela. Comienza la cuenta atrás hacia nuestro destino. Mientras los cuervos graznan seguimos los dédalos inciertos. Pena da Corvos, el pueblo pone justo nombre a los lugares, tan poéticamente; hay cantidad de estos pájaros de negro plumaje por allí.

Dejamos atrás a Ferreiros y a Pena, llegan Moimento, Mercadoiro y Parrocha. Por Villachá respiramos por fin el campo abierto lejos de las revueltas alucinadas. Sobre el mapa desdoblamos recuerdos: un claro viento de encinas y de trigos sobrevuela por entre los robles, los eucaliptos, los castaños y los maizales. Un espejo niño trastoca las imágenes y las devuelve con otros matices mirados desde la perspectiva del corazón, que es sin duda alguna la más fiable y hermosa de las perspectivas posibles.

Portomarín nos refleja en las aguas. Allí duermen su sueño las paredes del antiguo asentamiento de este importante lugar de paso del medioevo. Antes de ser anegado por las aguas, salvaron piedra a piedra la iglesia-fortaleza de San Nicolás del siglo XII y allí está, en el Portomarín nuevo, plantada en medio de la plaza central, reedificada allí junto a la fachada románica de la iglesia de San Pedro, y las balconadas del antiguo Ayuntamiento, a las que también salvaron.

El Camino de SantiagoPara los que como yo sufren de vértigo, el hecho de atravesar el río por la pasarela de hierro se convierte en un suplicio. Unos estudiantes que vienen detrás saltan alegremente sobre la estructura y esta precariedad del balanceo me produce una angustia difícil de controlar. Tengo la sensación de que voy a precipitarme a las aguas del Miño y formar parte como un espectro más de las calles fantasmales del pueblo desaparecido. Al atravesar el río por fin, la tierra sostiene de nuevo el temblor de mis pies, acostumbrados a ella desde siempre.

De nuevo apresuramos el paso con la intención de descansar en otro importante sitio: Melide. La carga forma parte de nosotros. Nuestra estructura ósea se ha acostumbrado a ella y por lo mismo ya no se resiente tanto. Cuando abandonamos la mochila en los periodos de descanso sentimos una especial ligereza que nos hace inclinarnos hacia adelante; trastabillar como si estuviéramos ebrios.

Gonzar, Castromaior, Hospital de la Cruz, el Alto de Lingode. Subidas y bajadas. Pasando la aldeíta de Prebisa nos topamos con un frondoso roble que parece escoltar al magnífico Cruceiro de Lameiros. La vida y la muerte se entrecruzan sobre el cardinal relieve de su base. Protección y belleza frente a los misterios del Más Allá en esta tierra de supersticiones. Hay aquí robles tan corpulentos que acongojan. Por el Alto del Rosario un aroma balsámico envuelve la subida. Los viejos eucaliptos parecen encontrarse en su elemento: agua por todas partes. Una en este momento que recuerda a su tierra se reconcilia con estos árboles que allí fueron tan intrusos como depredadores, al suplantar en cierta época a las ancestrales encinas. Aún duele aquel infierno de las piras cuando arrancaron encinas centenarias para sustituirlas por estos árboles insolidarios que nada dejaban crecer al lado de su egoísta sombra.

Pasamos por Avenostre, la carretera serpentea. Una línea transversal acorta el tiempo.

Llegamos a Palas de Rey. Palacium Regis, como la llamó Aymeric Picaud, el clérigo francés que afirmaba ser autor del Codex Calixtinus, la guía de peregrinos medieval con la que en 1139 se presentó en Santiago. Pocos vestigios quedan ya aquí de un pasado tan importante. Pueblo próspero, moderno, emprendedor. Contrasta enormemente su movimiento y energía con esa degastada nebulosa que envuelve con encanto tantos pueblos y aldeas de Galicia a lo largo de la ruta jacobea. Detenemos la mirada en la austera sobriedad de la románica iglesia de San Tirso, y también en algunos establecimientos donde nos abastecemos puesto que el Valle del Pambre aguarda y no es plan caminar sin provisiones.

Cruzando el río Porto, Lugo nos despide y A Coruña nos recibe. Pisamos los trazos familiares de una calzada romana al llegar a Leboreiro. En Leboreiro existen cabeceiros hechos con ramas de salgueiros (perdón por la improvisación) y hay un hermoso cruceiro en Leboreiro. Los cabeceiros son hórreos con forma de grandes canastos. Quedan ya muy pocos a lo largo del camino y los que quedan parecen cumplir tan sólo con una mera función puramente ornamental; en una bella placeta puede contemplarse, al lado de la fachada del Antiguo Hospital, el pórtico de la Virgen de las Nieves, es bellísimo por la pureza de sus líneas y figuras. Después de puente a puente nos dejamos llevar por la corriente y caminamos desde el medieval de Leboreiro hasta el de Furelos que algunos dicen que es gótico y otros románico y para mí de transición y ahora mismo de tránsito. El Juego de la Oca continúa...

Al llegar a Melide suspiramos: ¡ya queda menos! Orillando la Ruta, la soberbia portada románica de San Pedro con un cruceiro que según se afirma es el más antiguo de Galicia. La bárbara iconografía de Santiago blandiendo la espada adorna las paredes de la iglesia parroquial. Tras acomodarnos, nos vamos a la pulpería Exequiel con justa fama de darle el punto al pulpo. El albariño empuja los tentáculos suculentos y pronto nos olvidamos de rosetones y contrafuertes, de laberintos y oquedades, de capiteles y fachadas. Un espejo para los sentidos este sosiego gastronómico sin prisas. Claro como sus ríos, luminoso como sus atardeceres, perfumado como sus bosques, los vinos de la tierra vierten y escancian la luz dorada de la ancestral Galicia sobre el blanco temblor de sus tazas de loza. Aquí estamos, escuchando su idioma dulce y pausado, disfrutando del pulpo y la empanada, de los frutos del mar, de la conversación, mirando cómo el cobre gastado del caldeiro centellea en la lumbre mediante el benéfico conxuro que aporta la pulpeira.

El vino va desplegándose sobre luces de olvido desde ese guiño ámbar que desata la risa contenida, y suelta la palabra y pone brillos vivos en los ojos y hace latir las sienes quizá por la falta de costumbre... A mi lado el amor de siempre, el que me acompaña desde hace tantos años por subidas y bajadas en las cuestas de la vida, el que hace mi carga más ligera, el que se refleja, único e imprescindible, en la mirada de ahora y de siempre, en este verano-otoño de plenitud serena y colmada.

Por la espesura volvemos a internarnos; hacia el Oeste la flecha o el vector inclina el sueño. La línea transversal corta los ríos y baja y sube como el propio ánimo. No hay sosiego ni tregua... Boente, Castañeda, Ribadiso da Baxo. Y Arzúa donde nos detenemos. El río muy cerca del albergue sirve de improvisado lavadero.

El Camino de SantiagoAlgunos aprovechamos entre risas para hacer la colada al aire libre, estampa antigua donde las haya, la pastilla de jabón de tiempos pretéritos pasa de mano en mano. Una mujer del pueblo se planta junto a nosotros con gesto adusto con una cesta de mimbre repleta de ropa por lavar. Marca enseguida su territorio y restriega con firmeza las prendas volteándolas, salpicándonos de espuma, de alguna forma nos hace ver que esto no es un juego para ella. Nos hace sentir que aquí somos intrusos.

La destreza de sus manos al lavar me recuerda un tiempo muy lejano de mi más honda infancia cuando mujeres como ella arrancaban blancuras azuladas y aromas de limpieza a los manteles, a las sábanas, a visillos de encaje que adornaban ventanas. Intento, y lo consigo, mantener un diálogo con esta mujer, campesina gallega, que me merece un profundo respeto. Empieza con monosílabos, pero poco a poco me gano su confianza y termina contándome su vida con naturalidad. Mezcla palabras del gallego con el castellano y a mí me encanta esa frescura expresiva, ese acento galaico que va calando en mi interior mientras la escucho hablar y contar, que me devuelve a un tiempo de historias relatadas junto al fuego en noches invernales... Su vida —según me explica— resulta ahora bastante solitaria, pero, y por extraño que parezca, especialmente, yo diría “espectralmente”, acompañada. Baja el tono de voz para que sólo yo pueda oírlo. Sus palabras parecen temblar como las aguas que nos reflejan mientras me dice en un susurro: “Tengo miedo, ¿sabe..? Cuando recojo las ‘patacas’ (patatas) y marcho para casa, mi marido me habla y yo tengo que subir fuerte la radio para no escucharlo ¿sabe usted..?”.

Ante mi gesto de extrañeza me cuenta que en realidad su esposo lleva ya dos años enterrado en el cementerio de Arzúa, pero que “no se ha marchado”, que al parecer sigue viviendo con ella...

—Mire —me dice—, no se quiere ir. Por más misas que le encargo, por más agua bendita que esparzo por todos los rincones de la casa, él sigue allí. No se va. Si no voy al cementerio me dice que ya no voy a verlo como antes; si no como por la intranquilidad que tengo, me dice que tengo que esforzarme en comer que si no voy a reunirme con él antes de tiempo... En fin. Hablé con el párroco, pero me da a mí que no me cree. Sólo me aconseja que rece a Dios, pero yo a Dios le rezo y él no se va... Yo pienso que como no tuvimos hijos y siempre estábamos juntos, pues me sigue acompañando para que no esté sola, lo que pasa es que a mí me da muchísimo miedo. ¡Sólo de pensar que voy a verlo me muero del susto!

—Ah, ¿pero no lo ve en realidad? —le pregunto cada vez más intrigada.

—No, no, sólo siento el roce de sus manos, y la silla que a veces se mueve...

—¿Y no ha pensado usted en cambiar de casa?

—Sí que lo he pensado, sí. Incluso me fui una temporada a La Coruña con unos familiares, pero aún me encontraba más sola con tanta compañía, además no podía atender la tierra y los animales... Este es mi sitio. Todo el pueblo me conoce y me ayuda cuando lo necesito... Cuando él murió yo cerré la habitación a cal y canto al sentirlo a mi lado. Duermo al lado de la cocina, es espaciosa y tiene mucha luz y me gusta más dormir allí que en el resto de la casa. Tengo gatos y perros, y la radio... Lo peor —se estremece—, lo peor, ¿sabe usted? Lo peor sigue siendo la noche...

El camino transcurre repleto de vivencias, de experiencias, de belleza, de personajes, de locuciones casi surrealistas, de escenarios insólitos, de poesía viva. Todo tan sublime y tan grotesco, tan real e irreal como la propia vida. Los helechos, las plantas, van hilando finísimos tejidos de luz y agua; la mañana olorosa y plena en armonías se esponja de rocío como si fuera una inmensa pila bautismal donde nos sumergiéramos olvidados del mundo y su inconsciencia. Algo muy limpio y puro nos envuelve. Algo sagrado o mágico que nos une con la naturaleza en libertad. Quedan muy pocos tramos para llegar a Santiago. Marchan los peregrinos a pie, en bicicleta o a caballo. Los hay de una profunda autenticidad, seres humanos excepcionales, generosos y altruistas, también hay fingimientos, gestos insolidarios, pero son menos. La mayoría que camina lo hace con su propio afán, con su interior cargado de vivencias, de experiencias y deseos, de soledad íntima. Los hay poco comunicativos, y los que en cambio charlan hasta por los codos. A lo largo de tan especial itinerario me doy perfecta cuenta de que en el fondo nadie es demasiado fuerte para llevar la carga, sobre todo si es cuesta arriba. Unos recorren este esencial camino por fe, otros por deporte, algunos por curiosidad y otros por inquietud, unos por espiritualidad y otros porque no deja de ser una forma barata de cambiar de aires. Está el aventurero de alegría contagiosa que te explica qué sorpresa puede encontrarse en un lugar determinado, o dónde se come bien por un precio módico o qué experiencia insólita o sorprendente le ocurrió; cosas por el estilo... Luego está el veterano, el que sigue esta ruta año tras año, tal vez porque aún no encuentra lo que busca o porque encontró lo que buscaba y ya no podría vivir sin lo encontrado. Está La Magdalena, que liga en el camino y lleva el jubiloso jubileo con garbo y resistencia sin parar de ligar...

El Camino de SantiagoEstán el senderista y el pícaro, el que se busca a sí mismo, el esotérico, el religioso y el descreído, el observador y el ecologista... Luego están, y son punto y aparte, los dramas íntimos, presentes en ese gesto de esfinge reservada que se aparta de todos para rezar, para llorar a solas. En un tramo del recorrido surge de pronto la íntima confidencia: me explica que tiene un hijo enfermo, de sida, que además tiene problemas difíciles de solucionar, camina para pedir un milagro al Apóstol y está segura de obtener esa gracia. Me conmueve hondamente esta fe sin fisuras. Esta firmeza de sus convicciones, este callado amor inmenso. Personas como ella justifican el fin de este Camino y de todos los caminos. Algo grande y auténtico traspasa esta mirada. Merece esta mujer ese milagro.

Llegan Salceda y Santa Irene. A través de La Rúa, pequeño pueblo de evocador nombre, atravesamos Arca, o Pedrouzo. Tras pasar la aldea de Cimadevilla, el último túnel de ramas abrazadas nos sumerge en la espiral profunda de nuevas soledades. El intrincado bosque sí deja ver los árboles. Tiene un carácter embrionario esta cueva formada de líquenes y olvidos. Se adivina hacia el fondo la claridad del agua que está cerca. De pronto un gran estruendo triza el velo del pájaro, agita las copas de los árboles y nos deja en suspenso. El tremendo ruido nos pilla desprevenidos y por sorpresa. La respuesta a la incógnita la tenemos al lado, por un momento, inmersos en el mundo ancestral medievalista donde nos sumergimos durante tantos días, habíamos olvidado por completo que el progreso estaba a la vuelta de la esquina. Del medieval silencio a la pista atronadora de la civilización: el aeropuerto de Lavacolla ahí, a poquísimos pasos, tras el muro de verdor y misterio de las corredoiras. El viento del despegue de pronto nos sacude; nos arranca del sueño de los siglos.

La decepción también, no por sabida menos impactante, de ese Monte do Gozo donde los peregrinos saludaban las torres desde allí divisadas, del encuentro, pone también su lacra de cemento al camino de estrellas y guijarros. No hay cánticos aquí, como nos aseguraban los antiguos códices miniados. No hay temblor de naturaleza; es tan frío y funcional este recinto, tan perfecto y aséptico, con sus modernos módulos tan pulcros y funcionales, que parece más bien destinado a borrar toda emoción de la llegada a la antesala de Compostela. Sólo desde el pequeño promontorio donde unas esculturas señalan a las torres luminosas, pervive la emoción de contemplar de lejos la ciudad, la luz que irradia el tiempo detenido. Miramos en silencio la hermosa panorámica y algo muy especial nos eriza la piel, acaso sea simplemente el frescor del anochecer que ya se acerca; los oros de Poniente que van guardando el sol, cerrando el Arca...

Podría hablar de la historia y la leyenda de este enclave de siglos, me podría detener en datos que el lector encontrará fácilmente entre los bien dispuestos anaqueles, ya con las comas puestas y ajustadas y casi sin puntos suspensivos por investigadores de solvencia, o mirar en san google o santa wiqui, o donde lo desee. La historia de esta historia está documentada y ajustada...

Yo bajo de la cumbre de este Monte do Gozo y me interno en las calles donde el reflejo ondulatorio de la luz en la mañana festiva les va arrancando matices de cobre o de oro viejo, por el opaco azogue de las losas se adelgaza la luz y la silueta. Calles: Casas Reales, Callejón de las Ánimas, Cervantes, Azabacherías... También soy piedra detenida ante el sueño de la Plaza del Obradoiro. Por los bosques del tiempo caminé sin descanso hasta llegar aquí. Traje en el corazón de la memoria mis vivos y mis muertos. Atravesé los campos del silencio en silencio y no sentí el vacío sino el desprendimiento. Este rastro de luz en movimiento disuelve toda sombra. Sólo hay poso, pero sin peso; un aire de milenios, tan leve como los pasos que ascienden las escaleras del misterio, que atraviesan la Gloria de este Pórtico único, cuando pongo mi mano, lo unge, y es ungida y yo desaparezco entre la multitud que ha mirado hacia arriba. Una barca de piedra describe sobre el tiempo su código de signos antiguos, renovados, siempre eternos... El corazón, esa imantada estrella, nos devuelve al inicio. Y cuando mi cabeza se inclina ante el silencio, en la pequeña cripta donde aguarda el motivo, surge la Transparencia.