Sala de ensayo
Ramón González Montalvo
Ramón González Montalvo.
Negritud y género
Emblema salvadoreño en Ramón González Montalvo

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El olvido quería abarcar el pasado [pues] es tan amargo el recuerdo [que] ciertas cosas pertenecen al pasado. Y entonces, ¿a qué recordarlas?

Ramón González Montalvo

0. Historia y ficción

No hay nada nuevo en la frontera que divide la historia de la ficción. En la época clásica, el reparto lo establece la oposición de lo “particular” y lo “general”. Se llama historia el decir “el mango está delicioso (‘qué hizo o le sucedió a Alcíbiades’)”; ficción, “el mango es delicioso (‘a qué tipo de hombres les ocurre decir o hacer tales o cuáles cosas’)” (Aristóteles, Poética).

La primera disciplina establece un hecho singular y único; la segunda, un enunciado universal. En Aristóteles, la ley dual de la poética regula el pensamiento. Lo regula de manera tan implacable que la actualidad la recita sin citarla.

En el siglo XXI, la distinción fronteriza la mantiene una policía de aduanas en términos dispares a los antiguos. En efecto, la discrepancia cobra un sesgo diverso e inédito, pero conserva el antagonismo dual.

Se llama historia a la verdad en pintura; ficción, a su subversión pese a que el escritor sea conservador. Las temáticas que la historia censura, la ficción las recobra como asuntos propios. Uno de sus propósitos consiste en expresar el retorno de lo reprimido. La ficción reinscribe la huella que los hechos históricos borran adrede.

Un ejemplo típico lo ofrece Pacunes. Estampas campestres de Cuscatlán (1973; ilustraciones anónimas), de Ramón González Montalvo (1908-2007). El libro consta de una breve introducción —ishco, acaso del náhuatl-pipil ix “ojo, semilla, brote”— y de dieciocho cuentos, dieciséis nacionales y dos chapines.

Dos temáticas que ignora la historia social destacan en los relatos, a saber: el amor y la sexualidad, así como la cuestión racial. Si la raza la oculta el mito vasconceliano de un mestizaje perfecto, el deseo amoroso lo esconde el disimulo beato. En El Salvador no existe “raza e historia”; tampoco existe una “historia de la sexualidad”.

Ambos tópicos son ficciones para un determinismo sociológico que niega el cuerpo humano sexuado. Si la raza aflora al revelar el emblema mismo de Cuzcatlán, el amor lo hace en la relación naturaleza-cultura y en la vida diaria. Surge en el quehacer agrícola del hombre en una tierra feminizada que perfora al sembrar. Aparece cada madrugada con la Nixtamalera.

A la noción de un cuerpo humano sexuado —“más filosófica que la historia” (Aristóteles)— la ficción agrega la del mundo. No hay ficción sin una mundanidad —corporal y terrestre—, que siempre enmarca el hecho histórico.

A continuación se desglosan la negritud como emblema de lo salvadoreño y la violencia sexual como premisa silenciosa de lo social. Según el epígrafe inicial, la historia en boga aboga por que su memoria olvide “ciertas cosas” que “pertenecen al pasado” (Barón Castro, La población de El Salvador, 1942/1978: “la aportación negra no fue muy abundante”). Así se lo impone una práctica científica selectiva de las fuentes primarias y de las temáticas a investigar.

 

I. Negritud

Para tres grandes escritores clásicos, la negritud se halla a flor de tierra en El Salvador. Los documentos primarios excluidos de la historia social son tan obvios como el silencio que los esconde. Se trata de Salarrué, Julio Enrique Ávila y el propio González Montalvo.

No importa que el primero ingrese a la memoria histórica mundial, que el segundo invente el nombre poético del país, el Pulgarcito de América, ni que el tercero escriba “la novela campestre mejor dispuesta técnicamente” (Juan Felipe Toruño, Desarrollo literario de El Salvador, 1958).

Importa que el olvido de la negritud corone la memoria para que haya un hecho histórico total. La triple referencia a lo africano la refrendan el sandinismo de Gustavo Alemán Bolaños en El oso ruso (1944) y el sindicalismo estalinista de Miguel A. Ibarra en Cafetos en flor (1947).

 

I. I. Salarrué

En primer lugar, se halla el Salarrué de 1932, cuya única novela la tacha la historia al referir los eventos ocurridos ese mismo año: Remotando el Uluán. Si la lectura habitual invoca una “alegoría esotérica o teosófica”, es porque niega la presencia de una mujer afrodescendiente en la mística del autor.

La espiritualidad del hombre blanco la cimienta el cuerpo sexuado de la mujer “negra”. He aquí la represión que la ciencia de la historia le encomienda a la ficción.

“Abriendo aguas vírgenes [...] tras algunas caricias y mimos irresistibles [en el] fumbultaje musical con Gnarda, perfectamente negra y perfectamente bella [quien] iba desnuda como toda mujer”, la coloqué acostada “en la glorieta del deseo”. Salarrué remota “el Uluán”; “encantador el viaje” de ingreso “a las nebrunas sensuales y a las alectaras sensitivas” de “la minería” femenina. “Se unieron nuestros labios y nos besamos [...] desde aquel día fue para mí doblemente encantador el viaje [...] habiendo llegado una mañana a [...] una abertura circular [¿la vulva?] que tenía el aspecto de laguna”.

La fantasía consigna que el viaje astral del hombre lo impulsa el sexo de la mujer. El espíritu viril lo promueve el cuerpo “débil”. Lo blanco asciende en la medida en que lo negro lo sustenta. La etnia, afrodescendiente, y el género, femenino, son dos ficciones que completan la historia de 1932. Existe la mujer; existe la afrodescendiente pese a todo tachón.

 

Cypactly. Tribuna del Pensamiento Libre de AméricaI. II. Ávila

En segundo lugar, se halla el nombre literario del país que la historia-ficción le atribuye a la poeta chilena Gabriela Mistral sin base documental. Por una clara razón de prestigio literario, se le niega la autoría a Julio Enrique Ávila, poeta de la primera vanguardia literaria salvadoreña (Toruño, 1958, Gallegos Valdés, Panorama de la literatura salvadoreña, 1981).

Su alocución poética la declama en la Radio Nacional el 15 de septiembre de 1937 en honor al “Benefactor de la Patria”: el general Maximiliano Hernández Martínez. Se publica en La República. Suplemento del Diario Oficial.

El texto lo reproduce la revista Cypactly. Tribuna del Pensamiento Libre de América (1939), que defiende la matanza de 1932 en nombre del verdadero comunismo, el teosófico, y de la soberanía nacional asediada por “el oso ruso” (véase ilustración). También lo reedita Saúl Flores (Ed.) en sus Lecturas nacionales (1938, más de quince ediciones), dedicadas originalmente al general José Tomás Calderón (véase: Toruño, Poesía negra, ensayo y antología, 1953, cuyo apoyo intelectual al general Martínez denuncia Ibarra [1947] para refrendar el enlace paradójico entre martinismo y negritud literaria).

No sólo el texto de Ávila reclama el símbolo del bálsamo —“el negro elíxir”— como emblemático del país. Aún más, la edición de Cypactly se acompaña de una ilustración de Ricardo Contreras. Una mujer de origen africano —por su color de piel y sus labios abultados— personifica la patria salvadoreña.

Si la resina del bálsamo apenas insinúa el matiz característico del país, la figura plástica femenina lo vuelve patente. El Salvador no existe sin una negritud silenciosa que lo exprese. He ahí una nueva represión de la historia social que aflora en la ficción.

De una “negra bella y desnuda” —quien le ofrece su “abertura circular” al hombre blanco vestido— a un rostro ennegrecido y pelo “murucho” trenzado, el motivo no varía. La mujer afrodescendiente concurre como figura clave de lo salvadoreño en la ficción.

 

I. III. González Montalvo

De los indicios naturales de lo negro, la descripción transita hacia la huella patente de la negritud en el cuerpo humano según la narrativa del autor.

 

I. III. I. De los indicios naturales...

En tercer lugar, este mismo atributo africano inaugura la narrativa de Pacunes (¿sapindus saponaria?, semilla tóxica). Como semilla y ojo a la vez, de su color “negro” y “áspero” brotan todas las “estampas campestres de Cuscatlán”. La negritud es el humus subterráneo que abona una identidad campesina. Es la mirada furtiva.

La negritud no sólo instituye el prisma ocular (ix) que visualiza el campo salvadoreño: “el cristal con que se mira”. No sólo fija la simiente (ix) de su fertilidad. También describe a múltiples personajes que afónicos circulan en ese territorio.

Desde el principio se aluden indicios a manera de síntomas somnolientos. Hay un toro cobrizo que desafía el límite de lo humano. Hay otro toro que afirma la libertad animal ante la tortura que le impone la civilización.

El “yugo y la puya” le destinan la muerte en nombre del progreso y de su rentabilidad. Hay cercos de piedras negras como las semillas de pacunes.

Hay caballos retintos oscuros quienes relinchan su protesta. Hay “espíritus errantes de la noche” en “augurio escalofriante” del retorno espectral de los antepasados muertos.

Existe una noche lúgubre, tan oscura que jamás la ilumina la luz de la razón histórica. Existe la noche y el sueño espeluznante, luego de la fatiga bajo el sol abrasador en “la cochina carreta de la vida”.

 

I. III. II... Al cuerpo humano

Los indicios originarios de una “vida negra” los completan los personajes afrodescendientes, en su mayoría femeninos. La mujer de Toribio es “prieta”, “negra” como azabache. No se trata de un uso metafórico de la palabra.

Así lo confirma “la negra que sacude a su hombre”. Es “morocha y enfadada” y su “cuerpo sandunguero” se mueve a un ritmo musical muy distinto a la cadencia de la esposa “blanca” del patrón.

Al son melódico de “la negra” no se contrapone la utopía de una sociedad sin raza. En “la negra”, la identidad biológica no declara una cláusula invisible de los derechos humanos ni de su libertad. Tal dispositivo biopolítico proviene de una ciudad letrada urbana que confunde la biología con la sociología.

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Algo le sucede al materialismo histórico al idealizar la fusión étnico-racial —el mestizaje— como antesala de la liberación social (Roque Dalton, El Salvador, monografía, 1963/1965, “no existe pues en El Salvador un problema indígena” ni afrodescendiente; A. D. Marroquín, Apreciación de la independencia salvadoreña, 1974, “El Salvador [...] sin pigmentación de piel” ni “pardos” a la hora de la “emancipación”, y J. Arias Gómez, Farabundo Martí, 1996, “comunidad de sangre o raza cultural”, etc.). Algo le sucede al diluir toda problemática étnica y de género en una cuestión de clase.

Un movimiento telúrico resquebraja los principios del marxismo salvadoreño clásico al entremezclar lo orgánico con lo social (“marxismo primitivo” lo llama A. García Linera, “El desencuentro de dos razones revolucionarias: indianismo y marxismo”, 2007). “La doctrina racista a la inversa” presupone que “la tara de la degeneración [...] vincula[da] al mestizaje” se revierta hacia una “una humanidad sin distinción de raza” (C. Lévi-Strauss, Raza e historia, 1952).

La extinción de las razas y etnias se identifica a la extinción de las clases. Pero rara vez la “relación de causa-efecto” se aplica según el “plano biológico” que haría de toda nación una “monotonía uniforme” sin “optimum de diversidad” (Lévi-Strauss).

Los argumentos liberales de la igualdad racial —¿el mestizaje absoluto/melting pot?— no contagian el ritmo de “la negra”. La negación de la diferencia étnica tampoco se vuelve un ideal de libertad para los afrodescendientes. La biopolítica de la homogeneidad racial le resulta ajena a su concepto de justicia social. A una nación (de nacer), casi nunca le corresponde una cultura, una lengua, una religión, una raza, etc.

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En González Montalvo, “la negra” mantiene su cadencia y su sueño campesino en “junio”, “como en enero” agregaría el poeta. Ella no anhela tinte blanco alguno que le destiña la piel. Tampoco desea alisarse el pelo crespo ni acentuar su color claro.

Tales atributos corporales los exhibe la “esposa del patrón”. “Rubia. Blanca. Primorosa. Toda ella delicada, frágil, como esas flores traídas de países extraños”, a los ojos de los campesinos que se remuerden al observar su cuerpo “lujuriante”. Pero a “la negra” ese semblante físico la tiene sin cuidado.

El verdadero sueño campesino imagina el derecho a una parcela. “La potranca, la novilla que se hará vaca y más tarde, el de la yunta de toretes para labrar la tierra”. La cuestión esencial la determina el derecho inalienable a la tierra y a su cultivo.

De la presencia acallada en el 32 —de cuyo liderazgo sindical-estalinista testimonia Ibarra— a la insignia plástica del Pulgarcito de América, la negritud culmina en lo cotidiano. La vida diaria campesina transcurre por el cauce de una simiente afrodescendiente imperceptible para la historia. Sólo la ficción se atreve a reportarla. La escritura poética transcribe su afonía rítmica y sus voces silenciadas.

 

II. Violencia sexual

El ideal del amor lo expresaría “la negra que sacude a su hombre” guiada por la utopía suprema de arraigarse en una parcela de tierra cultivada. Empero, este modelo no siempre se realiza en los relatos. La relación amorosa implica a veces que el olvido intervenga como mediador de la pareja.

El epígrafe inicial —la amnesia histórica— guía la reconciliación del hombre con su esposa al efectuar una tabula rasa de su pasado bochornoso. Sin esta tachadura, la pareja no cumple su cometido en el presente ni se proyecta hacia el futuro. El recuerdo es el primer escollo del amor; el olvido, su triunfo.

Si esa violencia contra el pasado resulta peligrosa —pero necesaria— la pasión se agrava al exigir que el hombre se jacte de su masculinidad. “Los hombres nus curan”, declara una mujer “prieta” y “negra” quien desafía a su marido a cambiar de vestido ante su cobardía. “Te vua pasar las naguas y me das los calzones”.

El travestismo refiere a un hombre débil quien no desempeña su quehacer de “luchar a brazo partido” por una mujer. La razón femenina reclama que el hombre pelee por poseerla y guardarla a su lado.

“Corvo en mano”, Toribio defiende su bien más preciado: la mujer. Exacerbada por la opresión social, la violencia viril entre iguales acrecienta el desamparo campesino. “Necesito tu sangre”, le grita a su contrincante, mientras su esposa confirma que “ese era su hombre”: “macho cimarrón, vengativo y potente”.

La masculinidad campesina sella la violencia entre iguales, así como su entrañable amistad. A la lucha frontal por “acaparar las chicas del valle” y sus “cuerpos morenos” —“la crueldad con que la vida nos ata” al machete vengador— le prosigue la camaradería al percatarse del engaño seductor femenino.

El desquite que trama Felipe contra El Cuico concluye en un cariño entrañable entre los antiguos enemigos. Los reúne el desengaño amoroso ante una mujer que “coqueteaba con todo el que le hacía el velorio”.

Otro caso sintomático de amistad masculina —metafórico quizás— liga a dos trabajadores en un vínculo de “padre e hijo” al “hacer temblar la montaña”. “Pencón” y cachimbón”, el hijo adoptivo aprende el oficio viril de talar la selva, de igual manera que se conquistan mujeres.

No en vano, “dar fuego a estos” terrenos designa a la letra el sistema tradicional de roza que quema la vegetación antes de la siembra. En sentido figurado, nombra el “enamorar mujeres”. “Naguas que me encabritaban nuestaba a gusto hasta que las levantaba”, el campesino hace alarde de su virilidad juvenil hoy en el recuerdo. Presume de la violación sexual y del rapto.

Hay que jactarse de las “heridas” y de las “cicatrices” impresas en el cuerpo varonil para obtener un reconocimiento social entre los hombres. No se es hombre por predestinación biológica. La cultura imprime su huella indeleble en el pergamino de la piel.

En el cuerpo vivo de cada habitante se descifra un libro de historia que la historia llama ficción. “Burrunches de heridas, cada una me arrecuerda un amor distinto”. En un país con un alto grado de feminicidio, el abuso sexual constituye un rubro esencial de la masculinidad.

A la mujer seductora le corresponde la muerte; al hombre violador, “los tostones del patrón”. Como lo remata el último cuento, en el mundo trágico de Centroamérica, Eros y Tánatos se sueldan en unidad indisoluble. En un mundo dual, el día y la noche, el goce y el martirio, el amor y la muerte, etc., se reúnen en una conjunción de los opuestos que estipula su choque violento y su transformación.

La historia del amor —escrita en el cuerpo— la historia la olvida. La vida es un cuento; su representación científica, la única verdad. Una historia del cuerpo humano sin tapujos parece ser un quehacer de la ficción...

 

III. Coda

Hay un olvido múltiple; un olvido objetivo. Lo peor, hay que olvidar que se olvida para que el simulacro de las ciencias sociales sea infalible. Olvido del mundo. Olvido del cuerpo humano. Olvido de la diversidad racial y étnica, ni indianismo ni negritud, etc. Olvido de todo deseo. Olvido del amor. Olvido de la mujer. Olvido en la denegación que olvida. Tales sin varios preceptos que la historia le lega a la ficción.