Entrevistas
Manuel Lasso
“Nadie quería publicar El Carnicero de Lyon”

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Manuel Lasso
Manuel Lasso: “En la actualidad, debido al Internet todos los escritores del mundo tienen colegas literarios en otros idiomas”.

De escritor a escritor:

Personalmente me es de una gran alegría y un trabajo de interés hablar con el escritor y amigo Manuel Lasso, considero que la entrevista es un diálogo. Confieso mi aprecio y estima por Manuel Lasso, quien es un hombre de una exquisita sensibilidad, pluridimensional pues no sólo nos sorprende en la narrativa sino también en la poesía, la pintura y el teatro, y lo que es más sorprendente aún que viniendo del mundo de las ciencias su sensibilidad abarca otras dimensiones tan directas e inmediatas como el trato con las personas, pues es médico de profesión. En este sentido me evoca a los hombres del Renacimiento por su gran capacidad de abarcar diversas disciplinas.

—Como lector de Manuel me interesaría saber algo de él, quién es, dónde nació, dónde realizó sus estudios, su formación.

—Gracias, Manuel, por tus palabras. Como respuesta a tu primera pregunta te diré que nací en la ciudad de Lima, la Ciudad de los Tres Reyes, las Tres veces Coronada Villa, o como yo la llamo la Ciudad de las Mil Iglesias y las Interminables Campanadas, en la esquina de la calle del Rastro de la Huaquilla y de la calle San Bartolomé, que también se conoce como la esquina del Jr. Cangallo y el Jr. Miró Quezada, en un día de invierno, cuando la garúa humedecía incesantemente las veredas.

—¿Dónde te bautizaron?

—Recibí el agua del bautismo en la iglesia de Santa Ana, en los Barrios Altos, muy cerca del lugar de mi nacimiento. Mi padrino fue el capitán Julio Samaniego, quien con el tiempo sería director de la Guardia Civil y mi madrina, su señora esposa, una ciudadana natural de la república hermana del Ecuador. Existe una fotografía donde aparezco con una ropa de la época con pantalones cortos y zapatos lustrados mirando hacia la cámara con la misma mirada que hasta ahora mantengo.

—Tu infancia, ¿dónde transcurrió?

—En la calle San Ildefonso. Las primeras imágenes que tengo de mi infancia provienen de esa larga calle que en realidad está compuesta de dos calles juntas. La Escuela de Bellas Artes se encuentra en el extremo sur y en el extremo norte, está el puente Balta. Luego de pasar por este puente se llega a la Plaza de Acho, donde mi padre me llevaba con cierta frecuencia para ver las corridas de toros. Esos son otros de mis recuerdos de infancia. Los gritos de los lidiadores, los gemidos de esfuerzo del banderillero al saltar a un lado mientras que el toro se pasaba de largo, tal como lo dibujó Goya en una de sus tintas, los aplausos del público y los interminables ¡Oleéés! También recuerdo a los mulilleros sacando a la noble bestia arrastrada por mulas luego que el diestro toreador le había dado la estocada mortal.

—¿Tienes algún recuerdo de la calle San Ildefonso?

—Sí, por supuesto. Recuerdo los días nublados, los automóviles y los ómnibus que pasaban por allí a gran velocidad, corriendo hacia la esquina de Viterbo, levantando polvo, como si estuviesen en un velódromo. Entre otras cosas recuerdo la panadería de un inmigrante japonés, bastante apreciado por los vecinos de esa época, que horneaba unos panes franceses tan deliciosos que mucha gente venía de otros vecindarios para comprarlos.

—Se ve que quieres mucho a esa calle.

—En efecto. Para mí Lima es la calle San Ildefonso. Es la calle de mi infancia. Me trae recuerdos queridos de mis padres, hermanos, primos y otros familiares. Aunque el invierno es gris y de mucha garúa, el verano trae un sol bastante agradable. Ya de adulto me agradó mucho saber que Felipe Pinglo Alva, quién vivía a la espalda, en la calle Penitencia, venía a mi calle porque existía un club bastante conocido, el Alfonso Ugarte, donde los jugadores se reunían para hablar de los próximos partidos de balompié. Felipe Pinglo Alva trabajaba como secretario cerca de allí, en el edificio del Estado Mayor, frente a la Escuela de Bellas Artes, donde en una época había funcionado el Colegio Real de San Marcos. Recuerdo mucho mis trompeaduras de infancia con los muchachos del vecindario y los cantantes de valses antiguos a quienes les gustaba empuñar la guitarra y cantar hasta altas horas de la noche. Probablemente haya visto al último de los pregoneros, de los que cuenta Ricardo Palma. Me refiero a las tisaneras, las tamaleras y las lecheras que vendían sus mercancías por las calles de Lima a ciertas horas. En mi caso vi el último rezago de una costumbre que era una actividad cotidiana durante el virreinato y la temprana República: la Revolución Caliente. Cerca de las 8 de la noche, cuando ya estábamos en cama, escuchábamos la voz ronca del vendedor en el vecindario anunciando su mercancía, con un pregón que había sido recortado, como si estuviese desapareciendo, por el paso del tiempo, pero que todavía mostraba el esfuerzo de ponerle una rima como adorno artístico: “Revolución caliente, para rechinar el diente...”. El mariscal Cáceres tuvo su casa en esa calle, una inmensa casona donde residió durante y después de la Guerra del Pacífico. Anteriormente, en 1535, esta calle estuvo localizada en lo que era la Huerta de Pizarro. La inmensa huerta que venía desde el palacio de Pizarro y que se extendía por varias leguas hacia el Este ya estaba muy bien cultivada cuando los españoles llegaron porque había pertenecido al cacique del Rímac. Fue entonces que el marqués de los Atavillos le dijo al cacique que se fuera a vivir detrás de los cerros a un lugar llamado Huaycán y él se quedó a cargo de la bien cuidada vega. Un siglo después se levantó en esta calle la Pontificia Universidad Mayor de San Ildefonso, que fue el centro de formación para los sacerdotes jesuitas que iban a evangelizar a los habitantes del interior del país. Tenía una iglesia muy parecida a la iglesia de San Ildefonso de Alcalá de Henares, construida según el Estilo Cisneros con una fachada con tres módulos y una portada monumental donde constantemente se escuchaban las campanadas y el canto en coro de los monjes. Servía de capilla al Colegio Mayor y a la Pontificia Universidad de San Ildefonso y probablemente enterraron allí, cerca del altar, a cardenales y rectores. Siempre pienso que habría sido interesante presenciar la colocación de la primera piedra en medio de inmensos campos de cultivo. La Universidad habría tenido un Paraninfo y un patio principal hecho a base de ladrillos, otro patio de filósofos y un patio trilingüe, llamado así porque cobijaba a estudiantes de latín, griego y hebreo. He encontrado la imagen de este templo en medio de tierras cultivadas en una ilustración del siglo XVII, cuando la gente se vestía como los personajes de Shakespeare y de Félix Lope de Vega y Carpio. Luego hallé su imagen en un plano de Lima del siglo XVIII, pero ya no se la registró en planos posteriores. Se encontraba en el lado Este de la calle. Probablemente se destruyó completamente durante el terremoto de 1746 y por alguna razón ya no se la reedificó porque los jesuitas ya no eran bien vistos por la corona de España ya que inculcaban en los habitantes indios la idea de que eran ellos los hombres naturales de Condorcet y del Contrato Social de Rousseau y que por tal razón tenían que rebelarse y liberarse de España porque ya no podían seguir subyugados a ningún rey o a ningún reino, ni continuar tolerando en silencio las pateaduras y los desprecios de los peninsulares. Dos décadas después los jesuitas fueron expulsados de todos los países americanos. Inmediatamente, las otras comunidades religiosas, demostrando fidelidad al refrán que dice que “el que se va al barranco, pierde su banco”, se apoderaron de sus huertas, edificios y propiedades y se abalanzaron sobre las valiosas pinturas y las joyas de la iglesia y se las llevaron a las suyas. A fin de cuentas, con estas alhajas se seguiría sirviendo a Dios. A continuación, todos guardaron silencio y nadie más quiso hablar o mencionar a los jesuitas. Por dicha razón no se encuentra ninguna referencia posterior a esta iglesia ni a la existencia de la pontificia universidad que esta calle cobijó durante esa época. Antes de terminar de responder a esta pregunta me gustaría mencionar que César Vallejo gustaba pasar con su enamorada por esta calle de San Ildefonso, los domingos por la tarde, cuando él la llevaba al otro lado del río Rímac a comer un arroz con pato de unas vivanderas que tenían su negocio en Piedra Lisa. He mencionado esto en un artículo titulado: “Sobre el poema XLVI de Trilce”.

—¿Dónde realizaste tus estudios?

—Bueno, te contaré que mi padre siempre estuvo preocupado por mi educación. Durante la época del Ochenio se enteró de que el general Odría estaba construyendo una Universidad de Educación en La Cantuta donde se aplicarían unas técnicas pedagógicas que aumentarían el nivel intelectual y la creatividad de los niños. Desde ese momento mi padre hizo todo lo posible por matricularme en esa institución. Cambió su lugar de trabajo a la ciudad de Chosica y conseguimos un lugar donde vivir en Tarazona, frente a la entrada del camino que conduce a la Universidad Nacional de Educación “Enrique Guzmán y Valle”. Allí las técnicas alemanas que aplicaron sobre nosotros fueron asombrosas. Posteriormente mi padre se trasladó a la ciudad de Ica. Ahí estudié parte de la educación secundaria en la Gran Unidad Escolar San Luis Gonzaga, donde se adoraba a Abraham Valdelomar. Lo que recuerdo de ese enorme plantel es que José María Arguedas también había pasado por esas aulas. Aunque residía en Huancavelica su padre lo había enviado a estudiar allí y vivía con los internos de la escuela y esos recuerdos habrían sido el material para su famosa colección de cuentos Orovilca.

—¿Dónde estudiaste literatura?

—En el City College de la ciudad de Nueva York. Fui alumno de la poetisa puertorriqueña doña Diana Ramírez de Arellano. La recuerdo como una persona con mucha energía quien no sólo dedicaba su tiempo a escribir y publicar sus poemarios, sino también a organizar celebraciones literarias. Ella fundó el Ateneo Puertorriqueño de Nueva York y organizó numerosos Juegos Florales para estimular la creación literaria en los jóvenes hispanoamericanos que estudiaban allí. Era una verdadera maestra. Su formación literaria era completa. Sabía mucho acerca de la literatura española y de la iberoamericana en todos sus géneros. Cada vez que yo tenía alguna pregunta acudía a ella y ella tenía la paciencia de escucharme y de encontrar una respuesta a mis indagaciones. Fue una época muy fértil para mí porque me encaminó por la dimensión literaria hasta conseguir un nivel profesional. Aún después de graduarme la seguía llamando cuando surgía alguna pregunta. Por tal motivo me considero como un escritor que fue entrenado en el campo de la novela por una poeta. Culminé mis estudios con un último curso que llevé en la Universidad de Maryland con el célebre crítico de Borges, el doctor don Saul Sosnowski.

“El Carnicero de Lyon”, de Manuel Lasso—¿Cómo nació esta novela, qué te motivó de este personaje tan extraño y escurridizo como el Carnicero de Lyon?

—Cuando vivíamos cerca de la entrada a La Cantuta teníamos un vecino, de quien se decía que era un alemán a quien le gustaba criar perros y que era un hombre muy malo. No lo veíamos ni de día ni de noche y nunca hablamos directamente con él. En ciertas ocasiones, los domingos por la tarde, escuchábamos marchas militares tocadas en un tocadiscos a todo volumen, que no eran peruanas. Ahora las reconozco como piezas militares de la época del Tercer Reich con las que los nazis hacían sus desfiles y sus celebraciones. Luego nos mudamos y no volvimos a saber de él hasta que en los años setenta los periódicos anunciaron su identificación y su presencia en Lima.

—Me gustaría que me precisaras, ¿cómo fue creciendo en ti, luego de haber conocido a este personaje, la sombra de un asesino?

—De esto no tengo ningún recuerdo. Escribir es una función cerebral como el dormir. Cuando se duerme se tienen sueños; pero al despertar no se pueden recordar esos sueños, salvo que se den ciertas circunstancias. Lo mismo es al escribir. Al terminar de escribir no se sabe cómo este proceso ocurrió en la mente del escritor. Por lo menos, así es en mi caso. Lo que rememoro es que de repente ya tenía una novela muy avanzada escrita en dos lenguas a la vez, en español y en inglés. En lo único que pensaba era en la manera de hacerlas publicar.

—¿Por qué te has decidido publicar la novela a través del Internet, es decir en Amazon.com?, esta pregunta me lleva a plantearte otra más.

—Por la sencilla razón de que nadie quería publicar esta novela. Estuvo este manuscrito en manos de una gran agencia literaria por muchos años, pero tampoco pudieron publicarla. Hasta que apareció Amazon, donde los gastos son menores si el autor lo hace todo, desde la ilustración y la edición hasta el formatting, la impresión y el mercadeo. Además el área de venta es más amplia. Todo esto no niega ni impide que esta obra pueda ser vuelta a publicar por otra editorial en el futuro.

—¿Crees acaso que el Internet puede sustituir al placer de tocar el libro, olerlo, llevarlo entre las manos y subrayarlo para quedarse con algunas frases más resaltantes?

—Comprendo tus sentimientos. A mí tampoco me gustaría que el Internet substituyese al libro impreso. Pero creo que, en el futuro, más y más lectores preferirán los textos publicados de manera digital. Basta ver cómo a los niños de hoy se les hace jugar con computadoras. A los estudiantes de todo el mundo se les enseña con la pantalla de una computadora. Están acostumbrados a escribir con los dedos sobre el teclado y a pasar las páginas con el ratón o haciendo resbalar un dedo. Es obvio que cuando esta generación crezca, comprará con computadoras e igualmente se enterará de las noticias o leerá un clásico con una computadora. Ningún tiempo presente es eterno. Todo cambia. Nuestras generaciones, los lectores de hoy, desaparecerán con el tiempo y con ellas nuestra costumbre de ir a una librería a revisar libros hasta decidirnos por alguno. Para las generaciones venideras, de aquí a cincuenta o cien años, será un placer acariciar una computadora mientras se enteran del texto. Durante la época de los griegos y los romanos y del Cristianismo inicial, la gente leía enrollando y desenrollando pergaminos de un lado al otro y lo hacían muy bien, encontraban la página deseada y sentían placer al hacerlo. En el Japón también se usaban los rollos manuales de pergamino lo mismo que en Israel. Durante el medioevo los lectores leían los Cuentos de Canterbury de Chaucer o la Divina Comedia en libros grandes y pesados hechos con páginas de pergamino. A ellos les gustaba acariciar, ver y oler el pergamino escrito a mano con tintas de diversos colores. Después del descubrimiento de la imprenta todos prefirieron los libros impresos en papel. En el futuro vendrá el placer de leer en las pequeñas pantallas de una computadora. Pero los libros impresos también sobrevivirán porque tienen una función. Serán menos, pero existirán. Siempre habrá lugar para lo impreso.

—¿Por qué publicaste la novela primero en inglés?, siendo tú un hispanoparlante.

—Es que también soy angloparlante y angloescribiente. No exagero. Simplemente estoy diciendo la verdad. En estos momentos puedo escribir un texto o una novela completamente en inglés o íntegramente en castellano, con la misma facilidad. No encuentro diferencia en hacerlo en uno u en otro idioma. Antiguamente se redactaba en griego y en latín. Algunos autores escribían hasta en más idiomas. Hay casos como Joseph Conrad o Vladimir Nabokov quienes escribieron obras notables en inglés siendo otra su lengua materna. En la actualidad, debido al Internet todos los escritores del mundo tienen colegas literarios en otros idiomas. Yo tengo un extenso lectorado en el idioma inglés. Por esa razón, la primera publicación fue en esta lengua.

—Tengo entendido que ya se prepara la edición en español y en francés.

—Efectivamente. El libro acaba de ser publicado en español en Amazon.com. La edición en francés aparecerá en un futuro cercano.