Letras
Póstumo

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Cuando cumplí diez años mamá me habló por vez primera de la muerte de mi padre. Hasta entonces había evadido con gracia el tema cada vez que yo intentaba indagar sobre los hechos. Aquella noche después de la piñata me llevó hasta el porche y me lo dijo. Yo sabía que era moreno. —Tienes su color —solía repetir, pasando sus dedos pálidos por mi rostro. También conocía su nombre: Rómulo Aguirre. Ese día de cumpleaños mi madre me relató, emocionada, las hazañas de Rómulo en la guerrilla y su dramática muerte en una emboscada. Me explicó que era un héroe y que no había sido reconocido como tal porque fue un hombre extraordinariamente humilde.

La abuela le reclamó a mamá su dureza al relatarme la emboscada, cuyos detalles no viene al caso referir ahora. Ella no prestó atención a sus reproches. Había cumplido la promesa hecha a un difunto. Yo era un hijo póstumo, así se llama aquel que nace luego de la muerte de un progenitor. Póstumo —comenzaron a decirme con sorna los muchachos en la escuela, cuando descubrieron el término. Me acostumbré al sobrenombre y hasta llegó a gustarme. No todos podían presumir de haber sido procreados por un héroe, el líder en la lucha contra un régimen que nos quitó nuestras tierras, junto con aquellos días felices y rurales cuya memoria más de uno pretende hoy enterrar.

Ser póstumo se transformó, con el correr de las historias del recreo, en objeto de envidia solapada y expresa. Sin haberlo conocido, mi padre ejerció una influencia decisiva en mi desarrollo. Me interesé en la política. Para cuando terminé la escuela estaba decidido a ser abogado. Me recibí con honores de la licenciatura y en menos de dos años ya ocupaba un cargo en el gobierno local. La figura de mi padre creció conmigo. De guerrillero pasó a estratega y filósofo. Toda la gesta previa a la instauración de nuestro actual sistema de libertades sociales fue concebida por él, aunque en los libros se ignorase su nombre. Me di a la tarea de mostrar al mundo su legado.

Cuando el tercer libro sobre la obra del prócer contemporáneo Rómulo Aguirre acababa de publicarse y mi campaña para la gobernación estaba en su apogeo llegó la amenaza, en la figura de un hombrecito enclenque que me abordó a la salida del despacho, una tarde cualquiera. Todo en él hablaba de mediocridad: la piel grasienta, el cabello con brillantina, el bigote sin recortar, la franela gastada bajo el ajado paltó a cuadros, los pantalones “brincapozos”, los zapatos de patente, el olor a jabón azul. Una voz tartamudeante balbuceó mi nombre y acto seguido, armó un relato con fechas, sitios y eventos entre los que apenas logré rescatar la alusión a mi madre, la irresponsabilidad de la juventud, el nombre de mi padre —Soy Rómulo— pronunciado así, en primera persona, con la violencia de la usurpación del cuerpo ajeno.

Pese a la náusea que me generaba la situación, hice un esfuerzo por seguir el hilo de la narración. Ella tenía quince años y él era mayor de veinticinco. No tenía trabajo, cómo nos habría mantenido, mira qué bien te ves, fue mejor así. Ya había olvidado todo aquello (se había casado, tenía otros hijos) cuando la campaña levantó interés en el municipio vecino, donde se había radicado hacía más de treinta años. No tenía intención de molestar, para qué perjudicar una carrera tan prometedora por un malentendido, pero ya se sabe, la vida es dura para todos.

Me mantuve sereno. Había esperado que una cosa así ocurriese en el momento menos pensado. He visto a más de un arribista queriendo subirse a la ola destrozando la reputación de un funcionario decente. Llamé a mi madre, la cité en el despacho con el pretexto de darle una sorpresa. Le ofrecí al desconocido un “güisquicito”. A la media hora sentí los pasos suaves y el pulso aún firme sobre el picaporte. Una sola mirada a los ojos maternos bastó para confirmar lo terrible de la nueva realidad. Ese flacuchento mal vestido con ínfulas de chantajista había secuestrado a mi padre, osaba quitarme mi título de hijo póstumo, el que me abría las puertas de la trascendencia histórica. Al morir Rómulo Aguirre, el vientre de mi madre se hinchó para parir un héroe que lo relevara. Cuando dejé de ser póstumo mi mundo quedó indefenso, preso en las manos ásperas de un ignorante.

Con suavidad pedí a mamá que saliera de la habitación. Sonreí al extraño, le invité otro trago y le dejé saber que comprendía la gravedad de sus problemas. Cuando yo fuese gobernador no habría nadie desempleado en nuestro estado, mas las circunstancias eran por ahora desfavorables. Ciertamente todos debíamos hacer sacrificios, los de algunos serían mayores que los de otros, pero el futuro de igualdad y prosperidad bien valía la pena cualquier esfuerzo. Él sería, sin duda, uno de los muchos héroes anónimos que abrirían el camino a la sociedad venidera.

Al final apenas se agitó, sólo unos pocos gemidos, luego un largo suspiro y esa mirada vacía de significados. Cuando dejó de respirar sentí de nuevo el abrazo vital de mi padre, agradecido por su rescate. Lo más difícil fue la rueda de prensa. No todos los días ocurre un infarto en medio de una audiencia. Por supuesto, pagué los gastos del entierro. El año que viene iremos por la reelección.