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Canisio meditabundo

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Jergo trenzó los dedos en la malla de segrí que cubría el mirador y trató de imaginarse el infierno en la Tierra. Sudaba. Entró en el cuarto limpiándose venas de clorofila que tenía en la piel, las babazas; parecía cuero de árbol viejo. Buscó el espíritu y se untó las ronchas. Siempre terminaban por meterse los patas largas, uno, dos, tres, cuatro. Fue hacia el teléfono que mecía el talle y gritó:

—¡Jergo!

Cuando el sol se refractaba en el horizonte, grande y rojo, Jergo salía al mirador. Al principio fueron las ganas de fumar, de beber en pipa, pero después se pasaba mañana y tarde a cachetazos con los zancudos aventando en las llamas del crepúsculo la necesidad de vivir ahí, de querer vivir ahí. Hizo que colgasen una hamaca, y de hecho, desde un tiempo acá, vivía entre bambúes y luciérnagas bajo un cielo de segrí.

Vivía mirando las palmas, el mar en la distancia, las hordas juguetonas de cercopitecos, el desgarbo indeciso de las jirafas que aparecían tras los arbustos en el bosque, a los hindúes misteriosos que arrastraban carretas de bueyes por la Vía de la Sublevación, el canto pícaro de los ropavejeros, a los inválidos que pedían monedas en las puertas del Instituto de la Reforma Agraria, los flamencos en los jardines del palacio de gobierno, la modorra de la guardia —unos negros gigantes que llevaban carabinas. Le tocó ver un entierro en la aldea: la chamarasca se devoró el cadáver con trapos y vendajes en cuestión de media hora; después le tocó sufrir un linchamiento público, el de González Rizzo, jefe de la seguridad y de sus tres alguaciles (el viejo Abramonte aún estaba vivo), allá abajo, en la Plaza de los Bananos. Así, mirando entre fiestas y adoratorios, había venido a descubrir, por un azar, a la mulata Teresa que jugaba a menudo con su hermanito en los patios de la administración.

La mulata Teresa tenía unas piernas largas, finas, y cuando cabriteaba alborotando las aves por el césped se le hacía a Jergo que la gracia de su movimiento le abultaba adrede su trasero exuberante. La primera vez que se topó con ella quiso cautivarla con una barra de chocolate pero le fue imposible llegar a un acuerdo por culpa de su hermano Raúl, un burro antojadizo y molesto. No obstante, días después, gracias al mismo Raúl, trajo Jergo a la muchacha a su habitación —Raúl se había quedado en el patio con una bolsa de caramelos— y ella le dijo que no, que no, que no la tocase, que podía gritar. Jergo supuso que tendría dieciséis y calculó mal: trece. La mulata estuvo allí unos dos minutos, sorprendida, pero en esos dos minutos consiguió meter la nariz entre los libros y descubrir un montón de embelecos interesantes.

Jergo quería que fuera así. Todo aquello había sucedido en agosto del año pasado. Una semana más tarde habló con Erasmo Zacarini del asunto. Zacarini ofreció echarle una mano y se portó como se debe. El escollo que podían ser Araya, Bustamante o los sapos de Canisio, no era escollo. Zacarini dio órdenes de que se la llevasen al abrir el día: sacaron a la mulata durmiendo, ni siquiera alcanzó a patalear. Cuando Jergo la desvistió en la cama, sintió que las lágrimas se le agolpaban en los ojos: era la edad, la triste edad en que la belleza de la juventud provoca dolor.

A medio año de haber estado viviendo en franco concubinato con la mulata, como atributo de buena costumbre, Jergo consideró una obligación muy suya insinuarle a Zacarini la importancia que tenía para ella que le removiesen la preñez a tiempo —él no entendía ni jota de manipuleos quirúrgicos ni bebedizos—, tampoco entendía Zacarini de quién se trataba —oyó que Jergo reconocía que él era un hombre como cualquier otro hombre, un poco más tonto, más viejo—, en la cabeza de Zacarini saltó la figura del ideólogo pegado a la melcocha de su propia libídine, su aspecto fatigoso —Zacarini dejó escurrir una sonrisa liberaloide y prometió resolverle el problema lo antes posible. Estaba claro que él no podía hacerse responsable. La mulata tuvo un golpe de leche en las venas y Jergo creyó que iría a morirse. Debieron de amarrarle los pechos a un corpiño de esparto —se infló, desvariando, por muchos días— hasta que se le fue la calentura.

—¡Jergo!

El negro toronjo de la caseta le decía que la mujer de Roque necesitaba conversar con él.

—¿Está abajo?

No. Le habían avisado de la Dirección.

—Entonces yo la llamo.

Los trazos del amanecer eran magníficos.

Boca arriba, en el mirador de bambú, Jergo podría resistir una tromba de fuego. Respiraba a sus anchas.

La mulata Teresa llegóse con un apagoncito en las pupilas —Jergo preguntó cómo le iban los estudios—, le traía un plato con queso de cabra y moños de perejil.

—¿Cómo te sientes?

Le tendió un sobre.

—Me obligaron —dijo.

Jergo abrió la carta: un exabrupto de Azul, la mujer de Roque, una carta extensa, prolija, rica en postillas y perlas técnicas. Censuraba a Combate el Analfabetismo, la tendencia anglosajona de los portavoces de la cultura indígena, la actitud claudicante frente a los problemas del agro —seguía abajo una lista de errores— y revestía sus reflexiones con citas, números de páginas, sentencias, nombres de libros. Jergo no dudó un segundo en ayuntar las reflexiones de Azul a la serie agónica de la jarandina trotskista. “Hijos del contubernio” —pensó, se dio vuelta para leer la expresión de la chiquilla, adusto, siguió hasta el escritorio y archivó la nota.

Y ahí seguía la nota. Doliéndole. Algunas palabras le quemaban por dentro. Otras, simplemente no las entendía. Intuir era peor que la angustia de no saber. En más de una oportunidad había metido la pata por causa del idioma, aquel engranaje fértil, arisco. No bastaban los cursillos ambiciosos de Princeton, las prácticas en California, su competencia en cuestiones de África o América Latina. Con su hija Adriana debía alimentar un carteo en inglés —los mensajes llegaban por Francia—; con Adela, en cambio, prefería atenerse a la jerigonza de su castellano hipotético. (Por las fotos no había ningún nieto que se pareciera a él.)

—¿Qué respondo? —preguntó la mulata.

—¡Que te dejen de joder! ¡Diles eso!

Jergo posó la vista en las bandas de tortolitos y falcinelos que se iban.

Por la noche acudió Erasmo: había fábricas totalmente paradas —la mano de Roque era una realidad—, sin materias primas, sin víveres, exigían que Canisio bajara a limpiar y a suprimir los consejos de abastecimiento público y el burocratismo, exigían la independencia de los sindicatos en cuestiones locales —policlínicos, escuelas, etc.— y una nueva política tributaria contra la especulación y el mercado negro. Erasmo no podía esperar: tuvo que poner al hierro a cuatro guardias de Roque, a pan y agua, con el consabido pretexto del soborno. Roque entendía, pero lo amenazaron con un ramillete de petardos, por teléfono, y todo, entre bastidores, sin ninguna transigencia. Canisio, en tanto, seguía allá, sordo, con los tobillos en los pantanos, sin querer darle tregua a Fermín Elgueta, metiendo plomo. El islote de Santico era una prueba fehaciente: oscuras mantas de buitres se peleaban a picotazos la carne de los ejecutados.

—Canisio es duro, pero se pondrá mejor —precisó Jergo.

Desde hacía un mes que se estaban saliendo los animales de la selva.

Erasmo Zacarini no pestañeó. Ya conocía la reacción de Jergo: una romana de ideas, oído, práctica. Cuántas veces se había preguntado con qué objeto debían de gravitar los encargos de la vitualla y equipos militares alrededor de los organismos políticos. (Zacarini pertenecía a los cuerpos de clase que se sublevaron en los verdegales de la frontera para cubrir a Canisio de los golpes que estaba sufriendo en la retaguardia. Tuvo que jugarse el pellejo. Por una parte la favoreció la garra de los combatientes, la habilidad de asir el minuto histórico con intrepidez, la bulla, el desconcierto, pero por otra, casi se le fue la vida en aquella acrobacia. Lo salvaron; lo salvaron el nimbo cultural de la familia, los santos en la corte, moros, cristianos, la sorpresa que reinaba entre los que ayer habían sido sus propios compañeros de armas, la incertidumbre. El hecho vino a prodigarle más mercedes que penas: en las filas del combate fue recibido como un niño bonito —Roque le tendió la mano con prudencia asiática—; de enviado a Italia estuvo dos noches con Elsi, un viejo cariño, y quería volver allí, de agregado militar, algún día, algún día, después de la guerra. Amaba el arte, la música, la historia, pero por sobretodo amaba Zacarini a las mujeres —era lugarteniente del bellaco gracias al dedo de una mujer. Cuando sobrevino el descalabro de la burguesía y el esparajismo pagano que levantara el indio Canisio, Zacarini pensó en el corazón de las mujeres, en la fama, incluso en los momentos más difíciles de su vida le habían desfilado mujeres por los ojos: prisionero, herido, vio pasar a una joven hindú con el sayo de la Cruz Roja a los pies del patíbulo —tenía un palo seco en la garganta y le pidió agua—; era una dueña grácil, linda, igual que una mariposa de humo; lloró, lloró, lloró, se hizo caca en los pantalones —lo iban a ejecutar—, pero no lloró porque le tuviese julepe a la muerte, sino porque amaba demasiado al mundo, a las señoras bonitas. Lo rescataron las líneas de Canisio: sin bigotes, pilucho, amarrado a un cepo —y no podían reconocerlo—: del aire aristocrático le quedaba el puro modo de hablar. El indio le dijo: “Tú me puedes servir de algo, señor mío”, pero el indio le peló la cola a otros que también podían haber servido de algo.)

Erasmo Zacarini escarbó en la biblioteca. Había oído la leyenda: una semana después del golpe de Estado, en Chile, los facinerosos se llevaron a Jergo al puerto de San Antonio para interrogarlo en las bodegas de un barco. Ahí estuvo varios días, entre un tira y afloja, y no lo tocaban. Cuando despertó de su trasposición —en una clínica—, iba en alta mar. El barco era de una compañía inglesa. Se equivocaron. El capitán Sir Walter Miles exigió los torpedos que debía entregar a la escuadra chilena a cambio del hombre y sus petacas. El Ministerio de Relaciones Exteriores lamentaba lo sucedido. Entre sus petacas venía la biblioteca. ¿Cuántos cayeron por su culpa? ¿Con qué pasaporte abandonó el país? Erasmo Zacarini nunca quiso preguntarle de dónde venía, cómo se llamaba, cuáles eran realmente sus títulos: hubiera sido feo. Todos sabían: Jergo era un internacionalista. Un antiguo funcionario del Komintern. Podía ser belga, yanqui o checo. Daba igual. Su gratitud con el gobierno de Allende lo ataba de pies y manos, pero su avalúo del allendismo venía a constituir el último grito de la inteligencia revolucionaria por estos lares: dejaba caer su arbitrio como una condena, sin titubeos, montado sobre el aliño pedantesco del whisky, la pipa, los anteojos, su barbilla Kalinin, disminuyendo el espíritu del derrumbe popular con frases hechas: “Fue una especie de secretaría de la revolución”, “Una experiencia valiosa...”.

Zacarini guardaba la leyenda del barco inglés como una carta insume del futuro.

Fue después de un almuerzo opíparo en las oficinas de la revista militar cuando Zacarini lo llamó:

—Hoy día revienta el viejo.

La mulata tenía la cara llena de chocolate. Ándate, ándate, le dijo Jergo. Dejó capullos y polen sobre la cama.

Jergo no quería ir. Trabó los dedos en la malla de segrí. Su pieza era un horno.

—Anoche decidieron.

En la calle, cerca de una bicicleta, yacía un hipopótamo.

—A las seis.

Al viejo Abramonte lo habían puesto en tierra viva, maniatado con cien guascas —parecía un fauno loco—; una cadena de puntas le rajaba la boca de izquierda a derecha: era un caldo, un montón de caldo, y llegaban a revolvérsele los ojos cuando la gente venía a escupirlo.

Se juntaron en las orillas del río.

La sola idea de asistir a un espectáculo desagradable le encogía a Jergo el estómago. Divisó a Canisio entre unos lanceros —una ola de cabezas—, su frente soberbia, figurillas. El ritual de la muerte se le antojaba inútil —por la mañana estarían prendiendo velas los señoritos de la aristocracia en todas las iglesias de Europa—, una costumbre sádica, un tormento aborigen del alma que era necesario abolir, encauzar de alguna manera, pero hacer algo pronto, algo, algo. El llanterío histérico del bongo y las zampoñas llegaron a sacarle jugo de las tripas. Quiso sentarse y no halló dónde. “Son los años” —se dijo. Alguien gritó: “¡A los cocodrilos les gusta la carne de perros!”. Estaba dispuesto a consentir el paredón como una fórmula higiénica, obligada, pero nunca la fiesta de aquellos rostros.

Fue un chapaleteo rápido: la víctima saltó en el aire, y del río revuelto quedó el silencio, la sangre del cebo y el ululato síquico de una multitud que atravesó toda la selva.

Por la noche debieron hacer acto de presencia en los albergues del hechicero. El padre de Canisio invitaba con vino y mostaza. Jergo no podía olvidar al abuelo de Canisio, en su cuculla de serpiente, flaco, igual que un pollo artrítico, indicando al hombre maligno de la comitiva con una masa de granos en el dedo: a él. No podía olvidar las risotadas de Canisio, la leve presión de Zacarini en su espalda. Los negros dejaron de cimbrar el torso, las hembras subían y bajaban las tetas alrededor del fuego, llorando, saltó un demonio joven al centro de la bailía y asperjó la hoguera con la sangre de un pajarraco destripado entre conjuros mudos.

Jergo se metió en las llamas de su cuarto —la mulata Teresa le dijo que había encontrado una tortuga enorme en el patio de su casa—, salió al mirador sin decir palabra y dirigió la vista a las mulas que se escapaban de los cobertizos, nerviosas. Hasta el alba oyó los quejidos de las hienas. No supo si venían de la Plaza de los Bananos, de las caballerizas o del obelisco.

—No tengo nada que ofrecerte —le espetó la mujer de Roque.

El negro toronjo de la caseta, que estaba detrás, se quedó sorprendido. Ella se quitó la blusa de un solo tirón.

—Usted me humilla, camarada.

—Más de una vez perdimos por inmorales.

Jergo agarró la carpeta de la mesa y quiso botarla al suelo.

A la compañera Azul le ardía la inteligencia en los ojos. Se había conocido con Roque en Salta, Argentina, en los comités de solidaridad que se organizaron en apoyo del pueblo chileno. Roque venía huyendo de la represión del 73. Llegó con un grupo de San Miguel y tres arrieros. Frisaba los sesenta y siete. Sus notas biográficas eran fruto amargo del copioso extrañamiento español: Asturias, un padre acribillado el 34, la guerra, el moro que bajó en Brunete, la sed de tragar libros por la causa, los campos de detención, el exilio: se fue a la Argentina, se casó, le nacieron dos hijas, el 58 falleció su mujer de cáncer a los huesos, emigró a Australia, en Australia se puso las botas de oro trabajando como granjero, pensó que iría a hacerse rico. Su vida eran los campos, el estudio. Se empapaba de ideas leyendo. Ya no tenía solamente una torreja húmeda que llevarse a la boca, tenía demasiado; aquello no era la fatiga de subsistir, era una abundancia impúdica: le pesaban los bolsillos, la caja Fénix de su dormitorio parecía descerrarse con los atadijos de su buena estrella: trigos, metálicos, fecundación. Pero no era feliz, le faltaba algo. El año setenta decidió romper el hechizo: vendió su hacienda, atiborró las maletas y se fue a turistear por el mundo. Las hijas lo siguieron. Parado en la Plaza Roja, en Moscú, sintió una grave nostalgia: por ahí había visto marchar a la vieja guardia de los bolcheviques, un pedazo entero de su vida. Cuando llegó a Londres no sabía adónde seguir. Alguien le propuso que se fuera a Chile. Roque no lo pensó dos veces. Se vino a Chile. En Chile se compró una quinta, plantó unos manzanos para los nietos —se le había casado la hija mayor—, repartió el oro que le quedaba y abrazó las fuerzas de izquierda en su minuto más difícil: antes del golpe.

—Que Control y Cuadros se encargue del asunto.

Jergo buscó la aprobación de Zacarini. Roque era como todos los españoles: anarquista, testarudo, destructivo.

—Hable con Saúl Bustamante.

Era igual que decir pégate un tiro.

La mujer de Roque tuvo deseos de arrojarle un escupo en la cara, bajó la cabeza, pero antes de salir, dijo:

—Haces mucho mal, camarada Jergo, con el poco castellano que sabes.

Jergo fue hacia el mirador.

La mulata Teresa jugaba con las alas de una polilla.

Siempre habría de asociar Jergo, a las cigüeñas, con la llegada de Canisio.

Canisio se apareció una tarde de santos en que partían las cigüeñas, con siete mil andrajosos muertos de hambre y fuego —las víboras de las cunetas se enroscaban en las patas de los caballos—; ovejas, tigres, zorros, salían espavoridos de la selva —la vereda era una ola de hombres y animales. Entraron por los llanos secos al término de la ofensiva norte —arrogantes, con moñajos de sol y mugre en las cabezas, polvorientos, las carabinas silenciosas— arrastrando a la mulatería detrás, hindúes y negros, con 133 heridos, 44 mercenarios, siete putas inglesas, varios sacos con relojes suizos y joyas para el Ministerio de Finanzas, material de guerra, piojos y bulla. (Carlos Martínez se ahorcó esa misma noche.) Fue una fiesta. Las milicias de Bustamante le rindieron pleitesía en la Plaza de los Bananos. Las falanges de Zacarini tocaron corneta en su honor. Sin embargo, Canisio no levantó tienda en el pueblo sino que siguió hasta el corazón de la selva en busca de los antiguos alcaides, las cuadrillas dispersas de los Escamiones y los adeptos de Fermín que estaban bajo el ala de la hechicería.

Lo que vino más tarde fue una escandalosa polémica a nivel de los regionales: el abuelo de Canisio, en su cucullo de serpiente, el abuelo aquel que se plantara un jueves lejano con una pica delante de la metralla del viejo Abramonte en los límites de la selva con veinte legiones de arqueros apostados entre unos sotos de almendros a gallear por unas manchas de petróleo que habían encontrado en las dehesas y sobre las aguas del río: “¡Me están jodiendo la selva!”, “¡Me quieren estropear los árboles, cabrones!”, aquel mismo abuelo de entonces esperaba ahora a Canisio para hacerle un lío en la razón.

—Un problema muy delicado —sostuvo Jergo.

Al comienzo Canisio no lo oía. No oía a nadie. Oía su propia voz, la voz de su obra. Eso también era verdad. La primera noche en vela se acercó a un primo de Fermín que aún tenía plomo en la jeta y los párpados abiertos y le dijo: “¡Fanático infeliz!”, a sabiendas de que éste no podía escucharlo.

Tampoco quiso oír a la mujer de Roque.

—¿Y para qué hicimos tanta guerra, Canisio, para que un parásito nos chupe la sangre?

Sentía lástima por ella. Estaba cansado.

—Quítate esa mierda —le ordenó el abuelo.

Canisio se puso a reír.

—Te has vuelto viejo, abuelo.

—Soy el padre de tu padre.

El abuelo se refería al uniforme.

A la semana siguiente le alcanzó a Canisio el mensaje de que sus tropas estaban yendo a comer a los emporios de Bustamante.

El abuelo le enseñó la figura de un leopardo en la distancia.

—Ese leopardo es más listo que nosotros.

Canisio desdoblegó una esquela secreta que le traía un operario de las fábricas del cemento: “Jergo ha vivido a costa de los trabajadores del mundo, con fondos de los sindicatos, toda su vida. En hoteles. París. Varsovia. Pekín. California. Con estadías y viajes subvencionados por los trabajadores del mundo. Jamás ha hecho nada. Ni una vasija. Ni una greda. Ningún trabajo publicitario. Lo único que puede ofrecernos es la fealdad de su espíritu, la impotencia de su imaginación, el fiasco de su línea corrompida. Escrito: Roque”.

Leída la nota, el correo la quemó, y se fue sin esperar respuesta.

La noche en que a Canisio lo raparon, estaba la compañera Azul con él. Ella quería ayudarle. “La pequeña burguesía está aprovechando de meterle pan en la boca a los batallones de vanguardia”. Canisio no despegaba la vista de un puerco salvaje. Varias veces le tocó Azul por el hombro para que advirtiese sus palabras: “Con los Escamiones se marchó el poeta de nuestra lucha. Él era demasiado frágil, era demasiado pobre y limpio, como para tener nexos con el Pentágono. Fue una artimaña de Jergo”. Canisio le cerró los labios con sus dedos de piedra. “Eres una buena mujer, pero ándate. Llévate a Roque a España. Vamos a morir”.

Lo dejaron desnudo a la luz de la luna, amarillo, espolvoreado con estigmas de croco y púrpura; la piel llena de arabescos y aceite de oliva.

Ya no se le volvió a ver de otro modo, sino que meditabundo, con una oreja en el suelo, escuchando atentamente la fuga de los animales en la selva, en posición de tótem, con varios cientos de negros fieles a su alrededor que también oían pasos sobre la tierra, igual que una imagen, con una estatuilla de hueso en el pecho, un cinturón de lagarto, la cara entera de moscas verdes, salido del orbe, echado sobre las dunas —en la playa— no lejos de los chacales y de los leones, absorto en la danza de la muerte que gemía al fin de la aurora ya siete auroras completas.

—¡Qué vergüenza! —exclamó Jergo.

Era el primer cachiporrazo al movimiento huelguístico.

Zacarini lo había llamado la semana pasada. Se iba de viaje. Partió con una columna escogida de guerreros y con el buen subterfugio de la revisión de fronteras. En el fondo iba a parlamentar con el indio Pedro González, a cargo de unir las tropas de Canisio que aún vagaban por la selva cazando monos para poder sobrevivir.

Parado en la calle del obelisco, Jergo contó seis camiones de estibadores.

En la puerta de su hotel oyó que unas viejas afilaban la lengua contra la mulata.

—¡Ramera!

—¡Putilla!

Halló a la mulata hecha un paño de lágrimas. El negro toronjo de la caseta se había ido. Llegó a su chiribitil a duras penas. Respiraba mal. Era la pesadez de la atmósfera.

Nadie conocía con exactitud la política de Bustamante. Un tipo asaz habilidoso.

Jergo quiso llamar a la caseta de turno, pero el teléfono estaba sin línea.

—¿Cómo? —preguntó—, ¿por qué?

Los piquetes rompehuelgas habían chocado con la contumacia de Roque. Algunos milicianos no querían responder al fuego y simplemente se pasaban a las filas de los trabajadores. Eran los de Canisio.

Jergo pensó que sería una buena táctica entablar un diálogo con Roque. Los atropellos de Bustamante ponían en peligro muchas batallas ganadas.

Entrelazó con sus dedos la malla de segrí. Los gigantones del palacio de gobierno yacían sobre el césped —las armas lejos— con una oreja puesta en la tierra. Todo el mundo meditaba: la mulata Teresa, el teléfono, la radio, las cosas, los animales. La luna llena parecía reírse de él. (Era el bochorno) Alguien se puso a dar voces en los patios de la administración de que el mar no estaba en su sitio. La mulata dormía con las piernas abiertas sobre la cama sin haberse sacado las zapatillas. Hubo un crujido desagradable, como si le estuvieran quebrando la cintura al obelisco caldeo, y los vidrios se remecieron.

Jergo se ajustó los lentes. Un segundo más tarde le hirió la pavorosa visión de que el mar andaba paseando en la Plaza de los Bananos. Vio una ola en el cielo. Era una masa bíblica de agua en el cielo. El firmamento se empequeñeció y la luna risueña se vino a pique dentro del agua: por su pieza se metió un tren abarrotado con fango, rocas y animales. Jergo quedó ensordecido, sintió que se le rompían los huesos, un chicotazo, y aún pudo divisar a la luna blanca bajo el agua tibia, la luna difusa, mientras se ahogaba.

Hubiese querido preguntar qué sucedía.