Letras
Un cuento inspirado en la historia de Raskolnikov

Comparte este contenido con tus amigos

De la soledad es primogénito y, según dicen quienes lo han visto alguna vez, entre todos sus hermanos, es el más parecido a ella. Hoy anduvo por calles ocultas como olvidado de sí mismo, con las ropas que primero aparecieron a su vista cuando, después de abominable sueño, decidió salir de su habitación para así encontrar aire más fresco, pues el que había dentro todavía estaba impregnado del mismo terror que lo había sacado de la cama.

Una vez que salió de la pensión, y tomando por una vereda que nadie conocía, se adentró por entre los matorrales con presta determinación. Quienquiera que lo hubiese visto nunca habría pensado en dirigirle una sola palabra; si acaso se conformaría en seguirle con la mirada y por muy cerca que de él se encontrase hubiese sido incapaz, por respeto o por temor, de interrumpirle en medio de sus pensamientos mostrándole algún tipo de cortesía.

Su rostro expelía un aire abigarrado de emociones y los ojos infundían desconfianza. Sus movimientos estaban llenos de sigilo, pero no por ello dejaban de ser rápidos, más bien tenían algo de urgencia inescrutable, de un ahora o nunca.

Por los alrededores de la pensión todos lo conocen únicamente por el despertar general de la curiosidad, pues como nadie sabe qué es lo que le ocupa ni cuál es su oficio surgen en las casas contiguas conversaciones en las que se sugiere que el hombre trabaja lejos de la ciudad; ya que después que sale con paso ligero, a la misma hora y con puntualidad extrema, alguno lo ve llegar hasta la primera esquina y luego desaparece sin que sea advertido su posterior regreso.

Nadie lo ve sino hasta el día siguiente a la hora acostumbrada. Nunca nadie lo veía regresar a la pensión, en la que vivía desde que su tía había muerto. Y no teniendo ésta otra familia le dejó todas sus pertenencias materiales que, por cierto, no constituían gran patrimonio.

 

Después del penoso incidente, quedándose él sin nadie a su lado, pensó que lo mejor sería abandonar el pueblo en el que vivió largos años con la tía, mujer ya mayor aunque siempre afable, para así poder desligarse del todo de los recuerdos que le agobiaban.

Entonces fue cuando llegó a la pensión, cuya dueña lo único que hacía por él, y muy responsablemente, era ir hasta su habitación y recoger el pago que debía entregar todos los meses. Sin embargo, el conocimiento que tenía acerca de su inquilino apenas sobrepasaba por poco el que obtenían los vecinos por medio de la especulación.

Una noche todos se enterarían del oficio de este hombre.

En la mañana de ese mismo día, aparecieron debajo de la puerta de una mujer un sobre negro sin ninguna identificación excepto por dos números que aparecían en el centro y, junto a él, un papel en el que había dibujados lugares cercanos al sitio donde se hallaba la pensión.

La mujer, muy angustiada, tomó con sus propias manos la extraña correspondencia y la colocó despreocupadamente encima de una mesa puesto que era otra la cuestión que en aquel momento le interesaba y sin saber cuál era su contenido alzó el teléfono.

Haciendo algunas llamadas se dio cuenta de que su intranquilidad era bien fundada. Habiéndose despertado temprano aquella mañana, la mujer notó que su hija no había dormido en casa y, después de llamar a algunas de las jóvenes amigas de su hija, no recibiendo noticia suya, su intranquilidad se tornó súbitamente en histeria.

De todas maneras, la hija de aquella mujer ya estaba muerta. Era la única hija de la dueña de la pensión; una muchacha de unos dieciséis años.

La joven, habiendo sostenido secreto amorío con un hombre mucho mayor, no quiso poner a su madre en conocimiento de aquel romance sabiendo que no iba a serle grato.

 

Sin embargo, queriendo poner fin a la furtiva relación, optó por ver a su enamorado quien le sugirió un lugar que sólo éste conocía y en el que, por ser un tanto apartado, se podría conversar con apacible regocijo. Así, pues, se encontraron en la noche en una pequeña plaza que ambos frecuentaban y de allí se dirigieron hasta el sitio.

Después que el hombre se enterara de la intención de la joven, todo cambió imprevisiblemente. La agarró con gran impetuosidad por el tierno cuello y después de abalanzarla una y otra vez contra un enorme árbol y sacudirla vehementemente de un lado a otro se dispuso a hacerle sonar la cabeza por última vez contra una loza de piedra que descansaba sobre la larga vereda.

Al hombre nadie le vio regresar nunca a la pensión, como era costumbre. Desapareció al llegar hasta la esquina, como siempre lo hacía, pero esta vez para nunca volver. Antes de dejar la ciudad, enterró el lastimado cuerpo de la joven como al de un perro, sin solemnidad alguna, después de haberle dejado a su madre por escrito el motivo por el que su hija no volvería más a casa y el lugar donde yacía sepultada desde la víspera, además del dinero correspondiente al último mes de renta que, por ser ésta la última vez, quiso llevarlo él mismo junto con todo lo demás para ahorrarle a la casera una nueva pena.