Artículos y reportajes
Edward Hopper y sus mujeres solitarias

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“Morning in a City”, de Edward Hopper (1944)
Morning in a City, de Edward Hopper (1944).

Representaciones

Los cuadros son los documentos sociales de una época, de la manera de sentir la vida, de estar ante ella, de explicársela. Los colores, las luces y las sombras la manera con que se expresan. En el manejo que hace el artista de la luz y la sombra inscribe sensaciones en los personajes y en las formas que los habitan, y éstas son interpretadas por el espectador que busca comprender y descifrar el lenguaje en que nos habla el autor.

A Edward Hopper (1882-1967) le toco vivir tiempos difíciles, de cambios vertiginosos apenas asimilables por los hombres y las mujeres de su época. Su pintura quiso ser el espejo donde verse y mostrar lo que veía de su tiempo, con un estilo sobrio, sin interferencias estilísticas, haciéndonos la pregunta: ¿dónde miran los hombres cuando no miran nada? ¿Acaso reflexionan sobre sus vidas, o simplemente descansan el peso de su mirada sobre el vacío?

Hopper fue testigo del desarrollo industrial que transformó la economía y la vida cotidiana. De la secularización que va dejando de lado el oscurantismo, cambiando los ámbitos de la vida y el conocimiento; de la rebeldía del humano ante los absolutismos monárquicos que acaban en revoluciones totalitarias. De la precipitada vorágine que genera cambios en la cultura muy rápidos y hace que convivan al mismo tiempo tendencias artísticas diferentes que representan la realidad de una manera muy distinta.

A finales del siglo XIX y principios del XX, las ciudades crecen, se consolidan como centros urbanos, hacia el que emigran los habitantes de las áreas rurales. Se cambia el campo por las fábricas de sueños donde se promete felicidad y prosperidad eternas. El asfalto y la luz de gas encandilan a los hombres y las mujeres ávidos de cambios. La revolución industrial ha traído materiales nuevos que determinan la actual arquitectura. El hierro y el acero nos hablan de la contundencia y firmeza que se respira en estos nuevos espacios. Dickens, Balzac y Pérez Galdós ya dan cuenta en sus novelas de este nuevo hombre y las duras circunstancia que le rodea.

Dos artes se incorporan a los procesos de la modernidad cultural: la fotografía en 1839 y el cine en 1895. Con las primeras fotografías, el daguerrotipo, el hombre en un ejercicio de narcisismo normal se contempla, y se observa buscando ángulos y luces desde donde pueda reconocerse y, a partir de ahí, comenzar un proceso personal de autoconocimiento que le lleve a comprender su entorno y los tiempos en que vive.

El cine abre más el ángulo de mira del hombre moderno, cambiando el modo como la sociedad se percibe a sí misma, al grupo, que se convierte en masa en la gran ciudad.

Junto al sentimiento de libertad y anonimato que proporciona la gran ciudad, también aparece el de soledad y aislamiento. El concepto de industrialización, de ser parte del engranaje de una maquinaria más grande, penetra y es asimilado por el habitante de la ciudad.

Poe, en su cuento “El hombre de la multitud”, visualiza a este hombre, el flaneur, que nombraría después Baudelaire y más tarde recoge y desarrolla Walter Benjamin en sus ensayos.

Es el hombre que habita la ciudad, más dado a la observación que a la participación, que aparece y es consecuencia de la nueva forma de vida en la ciudad. Es el hombre solitario entre la multitud, que recorre las calles y avenidas sin rumbo, cuando no permanece, como un convidado de piedra, que contempla y valora y, aunque no tenemos acceso a sus pensamientos, lo sentimos como una rara flor de asfalto.

Al pintor Edward Hopper no le son ajenas estas soledades y ensimismamientos, los ha vivido y los conoce bien. Desde la ventana de su cuarto en Nyack, en el estado de Nueva York, rumia sus propias soledades mientras se asoma al río Hudson, embelesado ante sus aguas, al tiempo que secciona, cuadro a cuadro, sus distintas tonalidades y reflejos.

 

La mujer de principio de siglo XX

Hablar de la mujer de los primeros años del siglo XX es hablar de las sufragistas y del nacimiento y avance del feminismo. De los pequeños grandes pasos que ha ido dando en el transcurso de estos tiempos finiseculares. La mujer emerge de lo que ha sido su hábitat por siglos, el hogar, y sale a la calle, respira el aire de los talleres, de las lavanderías, de las fábricas, y participa del desarrollo que avanza indetenible. Produce y gana un salario que reconoce su trabajo, siempre menor que el del hombre, pero comienza a abrir puertas y ventanas, a tener un espacio; su cuarto propio. Toda liberación, cualquier acto pionero, conlleva al aislamiento y a la soledad que siente el corredor de fondo, el que avanza entre los demás y deja atrás con cada zancada. Sin aliento, a veces perderá el rumbo, y las fuerzas.

Hopper encuentra a esta mujer de su tiempo y la observa y la lleva a sus lienzos, desde donde intenta plasmar con pinceladas y colores a esa mujer solitaria que acaba de incorporarse al mundo del hombre, de los espacios abiertos, de la competitividad laboral.

Cuando se piensa en la mujer de esta época, la sentimos fuerte y de ideas claras, resuelta en su afán de trascender los ámbitos caseros, para incorporarse a un mundo que mira su aparición con perplejidad y asombro, cuando no con la incomodidad propia del que ve surgir al competidor. Han sido muchos años de supremacía masculina, y la aparición de la mujer en su campo de vida genera resquemor y desconfianza. Habrá mujeres que abandonen ante los problemas de incomprensión por parte de la sociedad y de su entorno cercano; otras, ni se atreverán ante el reto impuesto, y otras darán la pelea hasta el agotamiento de sus fuerzas, luchando por sus derechos y aspiraciones. Esta es la mujer que escribe la historia de su tiempo, la que acude a la fábrica, a los talleres, a la universidad, la que emprende negocios, la que se expresa por medio de algún arte, la que dirige y gobierna en todos los ámbitos su propia vida. Pero con esta visibilidad que le da la incorporación a la historia, llega la soledad consciente y admitida, la introspección que busca la conformidad con las nuevas formas de vida, difíciles de asimilar en el poco tiempo que ha trascurrido.

Esta mujer es la que llama la atención de Hopper, que secretamente la admira con la sobriedad de sus palabras, con la angustia de no saber expresarlo, con la necesidad de ser comprendido. Y la sitúa en un decorado perfecto, la ciudad que emerge entre la tierra baldía, la gran urbe que suma y cobija a todas las soledades.

Mujer y ciudad provienen y germinan de la tierra, ambas se enfrentan a nuevos retos de principios de siglo, ambas están tratando de asimilar y contener el progreso que las desafía como un animal extraño a las puertas de su cueva.

 

Las ventanas de Hopper

Los primeros años de la vida de Hopper estuvieron muy influenciados por el universo femenino que le rodeó y por su estricta educación bautista. Su madre Elisabet Griffiths, su abuela, su única hermana y una criada estarán a su lado arropando su infancia y mostrándole el mundo a través de la mirada femenina. A los 5 años pintaba pequeños cuadros de lo que era su mundo de entonces y a los 10 los firmaba confiado. Fue un adolescente tímido y observador, que se pintaba a sí mismo alto y desgarbado, introvertido y poco conversador, y que pasaba la mayor parte de su tiempo dedicado a la pintura.

Desde joven se siente atraído por la contemplación y el análisis, por eso su obra tiene una gran carga psicológica. Comienza a perfilar lo que será su manera muy particular de ver el mundo, mostrando la realidad cotidiana y oscura de las grandes ciudades que se abren al modernismo, y que conlleva soledades y desasosiegos en sus personajes. Hace de la mujer de su época el punto focal de su pintura, le interesa su reciente incorporación al mundo. Se asoma a la vida, la contempla, la enmarca como a sus cuadros y delimita su mirada a pequeños encuadres, apenas momentos robados a la intimidad del diario vivir.

Hopper elige la ventana como el gran escenario de la vida que le rodea y desde esta localización contempla a la mujer. Advierte la simbología femenina que tiene ese marco contemplativo al combinar el afuera y el adentro; la participación de los dos mundos. El afuera desconocido, que bulle y palpita y permite prolongar la mirada sin límites posándola en el horizonte y el adentro familiar, donde la mirada se vuelve hacia el interior limitando espacios, buscando el silencio de la soledad y el recogimiento. Frontera entre el aquí y el ahora, la realidad que condiciona el sueño, y el mañana cargado siempre de vida y esperanza. La seguridad y la aventura; la participación o la contemplación. La luz de sus cuadros es realista y hasta descarnada, no da cabida a la poesía. En su concepto la luz no diluye las formas, como la atmósfera captada por los impresionistas; por el contrario, las define y limita, buscando aislar a sus figuras. Las rodea de claridad, y nos hace enfocar nuestra mirada hacia ella, pero las deja en soledad.

Son mujeres a las que vemos tras los cristales, ensimismadas, sin más compañía que sus pensamientos, miradas perdidas que hace tiempo que aceptaron su soledad. Las vemos tras los cristales de un bar, en las frías habitaciones de hotel. Otras se acercan a la luz, la buscan, se aproximan a estos espacios confiadas, porque el mundo que palpita tras los cristales no las toca, no las alcanza, sólo se posa en ellas envolviéndolas en su calor.

Otras mujeres las vemos leyendo en el asiento de un tren, indiferentes al paisaje que por más que cambie y las invite a la distracción de sus intereses, no logra llamar su atención. En el cuarto de un hotel, cansadas, leyendo el horario de un transporte que debe tomar al día siguiente, o en el palco de un teatro leyendo la programación. Necesitan detener su tiempo para pensar en sí mismas. El libro, el más fiel de los compañeros, en estos cuadros, es el objeto que las abstrae y las aísla del mundo exterior. A veces, estas mujeres están desnudas frente a la ventana, recibiendo un haz de luz que expresa la atmósfera de aislamiento y soledad; las envuelve y las hace aún más visibles ante sus propios ojos, o los del espectador. Pero su pintura no demuestra referencias eróticas o voluptuosidades que nos lleven a otros parajes que no sea la simple captura de un momento, de una secuencia dentro de la cotidianeidad de una vida. Hopper la hace visible, mas no accesible.

Son mujeres que han creado su propia burbuja, su propio espacio donde descansan a la salida del trabajo, leen un libro, o están en la barra de un bar indiferentes ante su copa. Y esa inaccesibilidad de la mujer de la que contemplamos su imagen, creemos que es concertada, entre sus inhibiciones personales y los condicionamientos impuestos socialmente.

A través de estos fragmentos de vida interior impregnados generalmente por trazos de melancolía, Hopper nos mostró su visión escéptica del mundo, su admiración y curiosidad por la mujer de su época en la que visualizó un potencial futuro, pero también el precio de la soledad que tendría que pagar por ello.