Artículos y reportajes
Gustavo Adolfo BécquerGustavo Adolfo Bécquer (IX)
El círculo de hierro

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El cielo estaba gris. No hacía frío, sin embargo. Era pronto. Todavía no se veía a nadie por las calles. La hora, el momento y la temperatura ideales para salir a caminar durante un par de horas. Comenzaba a clarear. Esperé durante unos minutos: todas las mañanas, a la misma hora, me cruzaba con una señora que iba hablando sola. Al principio me asustó, luego me dio un poco de miedo, y últimamente procuraba evitarla.

—Siempre tenemos miedo de lo imprevisto. Y una persona loca, o con las facultades mentales perturbadas, puede hacer cualquier cosa. En principio, romper nuestra tranquilidad.

—No creo que esta señora sea una persona violenta; pero aun así tiene la virtud de asustarme; no sé, de hacerme ver lo poca cosa que somos, y en lo que nos podemos convertir.

—Le da miedo la locura. No es para menos. Debe de ser terrible no ser dueño uno de sus propios movimientos o de sus propios pensamientos. Y, sin embargo, la locura, como usted sabe, está muy próxima a la inspiración, a la poesía, a la fantasía y al mundo interior.

—Sí, no lo digo que no. Pero hay una diferencia sustancial. En tanto que el poeta o el pintor, o el músico, canaliza su rapto hacia un objetivo determinado, una composición o un poema, un loco vulgar puede hacer cualquier cosa.

—Sí. Es cierto: un loco de esa calaña no se sienta a escribir. Y, tal vez, tuviera tantas cosas que contar, o más, que un poeta o un músico.

—Seguramente. Pero indaguemos un poco más. ¿Qué le parece que tienen en común las dos locuras, la del poeta y la del loco normal, por llamarlo de alguna forma?

—Quizás ambos se hayan visto desbordados por los recuerdos, por la vida o por sus más propios e íntimos pensamientos. Todo el mundo siente. Sólo a algunos seres les es dado guardar, como un tesoro, la memoria viva de lo que han sentido. Yo creo que estos son los poetas. Es más: creo que únicamente por esto lo son.1 Tal vez la locura sea una imposición de los recuerdos sobre la realidad.

—O de las lecturas, como en el caso de nuestro querido don Quijote.

—También pudiera ser. Aunque poca diferencia tiene que haber entre que se impongan los recuerdos, una creación del espíritu, o lo que recordamos de las lecturas, recuerdo que es, igualmente, otra creación del espíritu.

—Con eso me viene usted a resolver el problema que me surge cuando me pongo a escribir, y que tanto me preocupa, y tan gran placer me proporciona.

—No me lo diga: es la capacidad de asombrarse a sí mismo. El preguntarse, una y otra vez, de dónde sale ese mundo que está construyendo usted frente al papel.

—Sí, así es. Hay días que uno se sienta a escribir, una carta, una nota, o cualquier cosa, y todo cuanto va surgiendo ante el papel era lo esperado, lo pensado; no hay sorpresas... Otras, por el contrario, comienzan a surgir cosas y más cosas. Atónito, se pregunta uno de dónde ha salido todo aquello, que parece una locura.

—De infinidad de lecturas, querido amigo, de momentos de soledad, de paseos como el que estamos dando ahora, de la sonrisa de una mujer, del silencio de una noche, de la fragancia de una rosa. De la vida, en fin. Ese asombro del que habla usted ya se tiene que dar mucho antes de ponerse a escribir.

—Sí, desde luego. También hace falta inspiración para vivir. O, al menos, para vivir bien. De lo contrario, nos dejaremos llevar por las apariencias.

—Pero no olvide que hasta éstas se pueden convertir en un motivo poético. Recuerde el episodio del moro Ricote en el Quijote: Ricote se cruza toda España, en el siglo XVII, tras la expulsión de los moriscos, sin que nadie le diga nada sencillamente porque lleva colgando de la cintura un hueso de jamón. ¿No le parece genial?

—Y tanto que me lo parece. Ahora bien, conforme me hago mayor lo que más aprecio de don Miguel de Cervantes, sin desdeñar nada, es su enorme humanismo, su gran capacidad para criticar una situación dada sin herir a nadie. El caso que acaba de citar usted lo ilustra muy bien: nos dejamos llevar por las apariencias.

—Cervantes debió de ser una muy buena persona. Y un excelente crítico, amén de un gran novelista.

—¿Sabe? Tanto usted, como Azorín y él, aunque él no lo diga, insisten en lo mismo: en hacer crítica, en decirlo todo, sin herir a nadie, ni hacer sangre. Respetamos mucho el sufrimiento de las santas horas de trabajo y vigilia del escritor, respetamos mucho la ansiedad, la esperanza y la buena fe con que el artista vierte su inspiración ante el severo tribunal del público y aguarda su fallo; el disculpable cariño con que, siquiera éstos sean defectuosos, mira y halaga los hijos de su mente, para arrojarle por toda lección un sarcasmo, por todo consuelo una carcajada.2

—Y suerte tendrá usted si la cosa queda en un sarcasmo o en una carcajada. Me sorprende, leyendo la prensa de hoy en día, en Internet, el que los lectores puedan entrar en el periódico y comentar las noticias. La verdad es que la novedad me agradó, y mucho; pero, en serio, los comentarios de la inmensa mayoría de los lectores o son insultos, o descalificaciones, o dar a entender que han hecho, de la lectura de la noticia, una lectura tan parcial que llega uno a preguntarse, con asombro, si han leído algo, o no están aprovechando esa lectura tan parcial, tan mala, para sacar a pasear sus propios fantasmas.

—Sí, a mí también me sorprendió la virulencia de algunos comentarios. Y le digo que me sorprendió porque ya no los leo. Me dio mucha rabia el hecho de que, por culpa de ellos, me declarara partidario de la censura. Es duro soportar tanta falta de educación y tan zafias y groseras manifestaciones.

—¿Y no lo parece que es mejor, pese a todo, que no haya censura? Así, por lo menos, nos enteramos de cómo piensan todos. O casi todos. Porque también puede suceder que no sean muy representativas las personas que comentan esas noticias.

—No lo sé. Me imagino que esto es como todo: no quien llega a lo más alto es el mejor. O, como dice usted, no siempre la verdad es lo más sublime.3 Quiero decir que no todas las personas sensatas comentan noticias o se meten en un partido político. En el país hay gente más inteligente que las personas que nos gobiernan. Pero aquellas lo son, precisamente, por no estar en ningún partido obedeciendo las consignas de no se sabe muy bien quién, y que se deben, a su vez, a muchos de los que cuando hablan o comentan noticias ni piensan en lo que dicen.

—No le quepa la más mínima duda. Es la tiranía de la democracia. El gobierno de la mayoría, que es eso, mayoría. Y por ser mayoría ya no necesita nada más... Es penoso ver cómo escriben esas personas, y el poco respeto que tienen por el idioma y por sus semejantes. Eso los delata: creen que todo tiene que estar a su servicio, y que ellos no deben molestarse por nada ni por nadie. Es la postura cómoda de quien nada se cuestiona, ni siquiera su propia cortedad.

—Estamos en los antípodas del poeta y de la poesía. Éste, a veces, me recuerda a ciertas posturas místicas, la de conocer la Naturaleza para mejor dominarla. Eso es lo que hace el poeta con la lengua, ¿no le parece?

—La vida del hombre es una constante lucha entre el sueño, la realización, el fracaso, la esperanza del “otra vez será”, y vuelta a comenzar. Y al final me temo que lo único que nos queda es el polvillo dorado de las alas de la mariposa.4 Un cierto y nostálgico sentimiento de fracaso. Y sí, tal vez, entre tanto se han escrito bellos o sentidos poemas, pero nunca eso nos parece suficiente. La poesía, a veces, es como esas catedrales góticas que aspirar a subir al cielo y suben y suben, pero nunca llegan. Otras, por el contrario, es el templo bizantino, románico dicen ustedes, que se recoge en su interior y alaba su propia sencillez, que nunca es tal.

—Y, sin embargo, es hermosa una catedral gótica.

—Y una iglesia bizantina. Tal vez sean dos bellezas complementarias, dos formas de explicar y entender la misma cosa.

—Como los dos tipos de poesía de los que habla usted.5

—Sí, más o menos. Aunque todo esto se podría matizar.

—No. Creo que es mejor no tocarlo. Meter toda la poesía en dos palabras es tan imposible como el mismo ejemplo que pone usted: si quieres comprobar las dificultades del lenguaje, la servidumbre que impone, trata de contar tus sueños.6 El idioma se convierte entonces en un círculo de hierro.

—Verdaderamente los medios que tenemos para expresarnos son tan incompletos e imperfectos como el mismo hombre. A veces se necesitarían de todas las artes al mismo tiempo... No recuerdo qué poeta dijo que le gustaría poder hacer en sus novelas, ¿fue Víctor Hugo quien lo planteó?, lo que hace la ópera: que los personajes hablaran todos al mismo tiempo, y al mismo tiempo sonara la música, y el decorado potenciara todo cuanto está sonando, sin olvidar la consonancia con los trajes, la iluminación... Hay artes que se aproximan, cada vez más, a la totalidad, a la divinidad.

—Lo malo es que no todos tenemos dotes musicales o dramáticas.

—Por supuesto. ¿Y no le parece que hay una grandeza sublime en una cuarteta, por ejemplo, que nos puede hacer sentir tan hondamente como la más compleja de las óperas?

—Sí que la hay. Por cierto, y al respecto: no hace mucho me pasó una cosa curiosa, muy curiosa: leyendo un poema de su amigo Augusto Ferrán, me acordé, instintivamente, del Miserere de El trovador, la ópera de Verdi.

—¿Y qué poema era?

—Pertenece a La soledad. Y lo leí tantas veces que me lo aprendí de memoria:

Todo hombre que viene al mundo
trae un letrero en la frente,
con letras de fuego escrito,
que dice: “Reo de muerte”.

En realidad el poema me hizo acordarme de muchas más cosas que del Miserere. El poema fue el tonto de Epimeteo destapando el ánfora de Pandora: allí salió de todo menos la esperanza.

—Eso es la poesía, querido amigo. Puro sentimiento.

—Y eso es lo que trato de recuperar leyendo poemas una y otra vez.

—¿Qué quiere decir? Me ha parecido entender que sentía lo que leía.

—Quiero decir que me gustaría mucho recuperar mi inocencia de los catorce o dieciséis años. Entonces leía mucha poesía, vibraba con ella, y no me planteaba nada... Luego vinieron las clases de literatura, la descodificación, los comentarios de texto, los análisis, la semiótica... y fue entonces cuando perdí mi virginidad de lector, y cuando comencé a no entender nada de cuanto leía. Y, lo que es peor, a resultarme indiferente.

—Tal vez se lo tomó usted demasiado en serio: esas cosas suelen ser literatura sobre literatura. Y están escritas más en función de demostrar cuánto sabe el crítico, o el estudioso, que para intentar comprender algo que sólo vagamente se puede intuir. Por eso resulta siempre frustrante leer prólogos, estudios y comentarios.

—Sí, pues en el fondo se trata de racionalizar una apreciación. Cosa, por otra parte, que muy pocas personas saben hacer. Al respecto siempre me ha parecido modélico su prólogo a La soledad, el libro de su amigo Augusto Ferrán. Y creo que lo es porque, sencillamente, cuenta usted sus impresiones ante el libro. Son sinceras. Y no trata de convertirlas en axiomas.

—Sí, pero recuerde usted que la crítica tiene que ser algo más.

—Dudo que sea algo más, pese al rocambolesco lenguaje con el que se envuelve. Su propio prólogo, y perdóneme, es una pura contradicción: nada más iniciar la segunda parte dice usted: Aquel libro lo tenía allí para juzgarlo. Como cuestión de sentimiento para mí ya lo estaba. Sin embargo, el criterio de la sensación está sujeto a influencias puramente individuales, de las que se debe despojar el crítico, si ha de llenar su misión dignamente.7

—El crítico tiene que ser objetivo, no sólo se tiene que dejar llevar por sus impresiones, limitadas, sino que tiene que poner en juego muchas más cosas...

—No se puede imaginar cuántas veces he leído esas líneas suyas. No las entiendo. Y como cada uno echa mano de sus experiencias más próximas, pensé que, tal vez, le pasaba a usted lo que le sucede a algunos colegas míos, e incluso a mí me ha pasado: tener un alumno que es una calamidad, una mala persona, y tener que aprobarlo porque sí, porque es inteligente, y ha hecho unos exámenes impecables...

—Estamos otra vez metidos en el círculo de hierro, querido amigo. No le resultará nuevo que le diga que la religión y la poesía tienen muchos puntos en común.8 Los místicos son quienes se han percatado de la imposibilidad, a través del lenguaje, de expresar su amor, sus sentimientos hacia Dios. Y tratan de llegar a Él olvidando las palabras, saltando por encima de ellas. Es como el budismo cuando alcanza el nirvana. Tal vez esa inocencia de la que usted me habla, y que trata de recuperar, sea la misma de la que también hablan los budistas: usted ha estudiado la montaña, lo sabe todo sobre ella pero tiene que volver a contemplar con los ojos de un asombrado niño. Y quien no se haga niño no entrará en el Reino de los Cielos.

—Sí, eso es.

—Eso es, ni más ni menos, lo que nos gustaría a todos. Pero tenga en cuenta que, tal vez, el estudio amplíe la zona de los sentimientos. No desdeñe nada. Recójalo todo. No olvide que las rosas necesitan del limo para crecer. Y que un niño puede hacer un juguete con cualquier cosa. Sólo se requiere imaginación.

—No se puede decir mejor. Da gusto hablar con usted.

—Es que no hay nada como los paseos matinales, querido amigo.

 

Notas

  1. Gustavo Adolfo Bécquer, Cartas literarias a una mujer. Carta II.
  2. Gustavo Adolfo Bécquer, Artículos de crítica literaria. Crítica literaria.
  3. Gustavo Adolfo Bécquer, Cartas literarias a una mujer. Carta II.
  4. Gustavo Adolfo Bécquer, Crítica literaria.
  5. Gustavo Adolfo Bécquer, Prólogo a La soledad.
  6. Gustavo Adolfo Bécquer, Cartas literarias a una mujer. Carta II.
  7. Gustavo Adolfo Bécquer, Prólogo a La soledad.
  8. Gustavo Adolfo Bécquer, Cartas literarias a una mujer. Carta II.