Artículos y reportajes
Un expediente olvidado en la poesía costarricense
(Expediente, poesía de Joaquín Soto, Ediciones Chirripó, 1985)

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San Isidro de Costa Rica
San Isidro de Costa Rica.

Una de las características más gratificantes de la literatura es su apertura temporal. Es decir, su capacidad de saltar y suceder en tiempos y espacios que supuestamente no le corresponden. O de hacerse contemporánea de textos que los dispositivos institucionales, lo que se conoce como el canon, han sancionado como “únicos”. Por ello me he congratulado sobremanera al topar con un Expediente perdido en el valle de El General, específicamente en su ciudad cabecera, San Isidro de Costa Rica.

En una de mis recientes visitas a esa ciudad, invitado por la Asociación de Escritores y Editores de Pérez Zeledón, tal vez la organización literaria más organizada del país, tuve la suerte de hallar en una exposición retrospectiva del libro generaleño y de la zona sur, esta joyita. Se trata del poemario Expediente (60 páginas), ópera prima y único libro publicado (hasta donde sé) de Joaquín Soto. Sobre el autor sólo he podido averiguar que es médico y que se encuentra alejado del quehacer literario. En una rápida búsqueda ubiqué la referencia del investigador Fernando Herrera, editor del libro y a la sazón director de la serie de poesía en la editorial Chirripó, sobre una reseña del académico Juan Durán Luzio titulada “Un expediente humano y lírico” publicada en el suplemento Áncora de La Nación en febrero de 1988.

Además de Herrera y Durán Luzio, el académico e investigador literario Gabriel Vargas Acuña, en un extenso informe sobre la “Identidad cultural y poesía en Pérez Zeledón” (revista Comunicación, diciembre, año/vol. 15, número 002, Instituto Tecnológico de Costa Rica, Cartago, 2006, pp. 74-80) también cita al poeta Soto y su olvidado (¿invisibilizado?) libro. Por lo demás, un enorme silencio que acongoja y que de seguro ha llevado al poeta a retirarse del bullicio seudopético.

Ahora bien, cuál es la sorpresa del libro. Lo primero es la forma: al estilo del poeta norteamericano Edgar Lee Masters (1868-1950) y de su Antología de Spoon River (1915), el célebre conjunto de 250 epitafios en verso libre y en forma de monólogo dramático que ubica en un cementerio imaginario de un pueblo de su Illinois natal, Joaquín Soto ubica sus expedientes en un hospital imaginario de su valle de El General para, con lenguaje sencillo y verso libre también, forjar una profunda radiografía de la vida campesina y aldeana de sus congéneres, no exenta de crítica social y de reflexión ontológica.

En el poemario, con imágenes tiernas, escalofriantes a veces, pero siempre poéticas, reconocemos una serie de personajes probablemente reales pero tamizados por las palabras, que nos comunican su soledad, su angustia, su miseria: “Viejo y solo yazgo en un sanatorio / con gangrena en un pie: / lo tengo muerto” (“Íngrimo Quesada”, p. 10). O “¡Caso insólito! / Ahora estoy muerta. / ¡Mirad mi expediente! / Me desangré por dentro: / ningún médico lo sospechó” (“Concepción Martínez”, p. 9).

Estos personajes, casi siempre al borde de la muerte, o gravemente muertos ya, nos ofrecen sus testimonios y sus dramas íntimos en una tierra olvidada por los planes de ajuste estructural y los negocios off shore de la globalización neoliberal, y recluidos o destrozados por la violencia doméstica o, sencillamente, estructural. Son monólogos desesperanzadores y rabiosos: “Tuve veintinueve embarazos / y sólo cuatro me pegaron. / Los demás fueron abortos, / veinticinco hemorragias / sin ver jamás el hospital. / Un doctor quiso cortarme los tubos / y mi esposo se negó, / también mi madre / y monseñor. / Yo seguí abortando / a lo que Dios dispusiera. / Se venían por cualquier cosa, / con un susto, con un brinco. / Mi esposo los cogía con un papel / y los enterraba en el panteón. / ¡He aquí el infierno / al que me condenaron todos!” (“Clemencia Matamoros”, p. 38).

Como se nota, los títulos de los poemas tienen una carga semiótica que se potencia con nombres propios que resumen las características del personaje y de sus vicisitudes. Igual que Lee Masters, Soto también ataca el aldeanismo, la estrechez de miras y su puritana hipocresía moral pero desde una perspectiva doble: la colonial: “Se llamaba Margarita / y deshojó su nombre con desprecio / para llamarse Kenmore / como las refrigeradoras de la Sears. / Tenía siete niños de padres diferentes, / a cada hombre que sedujo le dio un hijo / con la intención de retenerlo / o conseguir una pensión. / Al hijo mayor le puso Texas, / al siguiente, Mc Gregor como las camisas / Ingrid, Katty, Liz y Lesly, son las niñas. / Y al más chiquitín le puso Pops. / Mas Kenmore Pérez / no es culpable de semejante cursilería. / Ella intenta sobrevivir / de la manera más elegante” (“Kenmore Pérez”, p. 27).

De tal manera que estamos frente a un libro de ruptura no sólo en el plano de la poesía regional de la zona sur, sino del país en general. Un libro que sorprende por su sencillez y por su audacia. Pero especialmente por abandonar la sensiblería y la consigna cuando se trata de poesía social. Por ello incluso intenta con la parodia y con el humor negro, pero sin perder en ningún momento el guiño afectivo: “A los ochenta años siguen enamorados / y sus hijos / los pusieron a dormir en cuartos separados. / Ellos se levantan a medianoche / y en el sofá de la sala / se encuentran” (“Viejitos”, p. 26).

Sirva esta reseña no solamente para expresar mi congratulación al tropezar con semejante texto. Sino para poner en evidencia la colonialidad del poder presente en la visión vallecentrista de la cultura nacional que excluye, casi siempre, toda producción de la periferia sencillamente por ser periférica. Por supuesto, los escritores y editores de la zona sur son también responsables de estas exclusiones dada la poca capacidad exhibida para penetrar el valle central con opciones alternativas. Asunto nada fácil, lo sé por experiencia propia.

En cualquier caso, me parece que este libro bien merece una reedición porque se encuentra agotado. (Yo hube de pedirlo prestado para hacer una rápida fotocopia). De paso se le concedería al autor la posibilidad de corregir algunas erratas y de tensar algunos de sus versos y, por qué no, incluso de aumentar el caudal con nuevos poemas. Supongo que la Editorial Costa Rica, o alguna universitaria, o tal vez alguna privada o dentro de los proyectos alternativos del centro del país, podrían acoger una propuesta poética como la reseñada y hacer un “buen negocio”. Suponiendo que la poesía haga negocios. De los editores sureños ni hablar: señores, ustedes sí que se están perdiendo el negocio, porque este libro bien editado y divulgado se vendería como pan caliente en la zona sur. Y más allá.

Pero no quiero quedarme en el “negocio”. Apunto a una carencia que tiene el mundo editorial costarricense y a una de de las tantas asimetrías de la “literatura nacional”. Por ello, más que negocio, sería una justicia cultural reeditar este texto para que otros lectores pudieran conocerlo y determinar su riqueza enunciativa, así como su carácter pionero en una zona, al parecer, poco preparada para tal acontecimiento. Por ello finalizo con un poema estremecedor: “Yo me crié a golpes como los caballos / lastimado por el barejón / y las piedras de los barrancos. / Comiendo poco, / llevé cargas ingratas / y pasé frío en el amor. / Sí, doctor, / ¿por qué tanto examen? / El diagnóstico está claro: / roto a mis 40 años” (“Américo Delgado”, p. 12).