Letras
El hombre del traje

Comparte este contenido con tus amigos

Hoy he visto a un hombre vivo. Este hombre era un hombre que no estaba hecho para llevar traje: lo demostraba su pelo largo, ya bastante canoso, y unos movimientos demasiado bruscos, impropios para tal edad y vestimenta. Tampoco era un hombre hecho para estar en esta ciudad sosa y sin emociones, como bien revelaba su actitud, más que temeraria, urgente, emotiva e ingenua. Puede que nada de lo que haya pensado de él sea cierto en su vida normal, pero en ese momento, él fue así y no puedo olvidarlo. No sólo se trataba de su ropa, su pelo o de su forma de moverse en la calle; es que daba la impresión de estar en el espacio y el momento equivocados: no pintaba nada ahí.

No sé cómo será en otras ciudades, pero en la mía, pocas veces se ve a alguien que esté realmente vivo, es decir, que no viva pensando en la muerte.

No me refiero a esos que uno ve de vez en cuando, de esos que parecen sacados de un psiquiátrico, de alguna cárcel, o de algún lugar perdido del mundo... sin conocimiento, con un aspecto espeluznante y con una mirada aún más estrafalaria. Tampoco hablo de esos a los que les da por llevar ropa rara hasta el punto de parecer más disfrazados que otra cosa, pero disfrazados en el peor sentido de la palabra. ¿La moda puede transmitir parte de la personalidad? Sí, pero una camisa se puede poner y quitar con bastante rapidez; la personalidad, las ideas, lo intrínseco de la mente, no se puede fingir tan a la ligera. También, por ejemplo, hay personas que gritan o que se expresan de forma excesivamente contundente o exagerada, elevando la voz para sentirse fuera del “rebaño”. Como si quedarse afónico fuera señal de inteligencia. Creo que los extranjeros nos achacan esa forma de espontaneidad y naturalidad. Pero, al menos, para mí, ese no es el concepto de estar vivo; eso es sólo otra forma más de asimilar el mundo.

Yo caminaba tranquilamente por una calle estrecha y muy soleada, en la que siempre suele haber silencio. Me acababa de levantar y aún no me había despertado, por lo que el efecto de paz y armonía se unía con ese momento de calidez, convirtiendo un martes cualquiera de verano en un momento inigualable de sencilla felicidad. Giré hacia una avenida más grande que tenía que cruzar para encaminarme hacia la biblioteca más cercana a mi casa. Estaba llegando a un cruce cuando este hombre vivo pasó corriendo, sin apartar la mirada del frente, de forma desesperada y como si alguien lo persiguiera, a la acera de enfrente, sin tener en cuenta que podía haber muerto brutalmente arrollado en menos de una fracción de segundo. Tenía en sus manos una especie de sobre grande y amarillo del que no logré descifrar nada, pero que para ese ser humano debía de contener algo más importante que la existencia.

La gente lo miraba desconcertada, y yo, por primera vez en mi vida, no me negué el placer de observar y juzgar, al igual que todos los demás. De verdad, nunca lo había hecho. Era como un mecanismo de defensa que tenía en aquella época, una forma de destacar que me gustaba tener, una forma, en cierto modo superficial, de sentirme diferente: cuando había un accidente y todos se quedaban quietos, mirando, esperando a ver el cadáver, o cuando había un vagabundo haciendo cosas realmente raras, y las personas esperaban para comentar lo patético que era, yo nunca miraba. En cierto modo, no miraba porque me imaginaba que podía ser yo la que algún día estuviera en aquel tribunal, en el lugar de estas personas y no desearía que nadie, en un momento así, tan íntimo o triste, me mirara y me juzgara o disfrutara de mi sufrimiento. En fin, que me hubiera gustado tener una maldita cámara para grabar un momento tan estúpidamente heroico.

Todo fue bastante extenso y surrealista. Una señora gritó, más que recriminando como cabría esperarse, con una voz quebrada y abrumada que me llenó de expectación: “¡Lo van a atropellar!”. Y entonces pensé: “He visto esta escena muchísimas veces. He visto chavales, borrachos, idiotas a montones, cruzando la calle sin consciencia de que casi son atropellados, así que ¿por qué narices me está impresionando tanto esto? ¿Por qué está fuera de lo común cuando es tan corriente ver a alguien a punto de morir por alguna estupidez?”. En realidad no pude procesar nada en ese momento, porque aún faltaba el final de la actuación: todos y cada uno de los transeúntes que habíamos presenciado la extraña escena (unas veinte personas) seguíamos mirando caminar al hombre, ¡incluso cuando nos sacaba ya unos diez metros no podíamos apartar la mirada! Veinte personas, con sus compañeros, sus móviles y sus grotescos sonidos diarios se callaron y yo, por primera vez en mi vida, me sentí exactamente igual que todos los demás. Así de insignificantes son a veces los hechos que cambian nuestra concepción, ya no de la sociedad o del universo, sino de nuestro propio ser, que tan bien creíamos conocer.

Entonces, ocurrió lo más extraño del mundo; o al menos la acción más incoherente que he visto en toda mi vida en una persona aparentemente sobria y cuerda: este hombre, que había arriesgado su vida (¡su vida, nada más y nada menos que el hecho de estar vivo!), sin cuestionárselo ni un solo segundo; no miento, ni una maldita fracción de microsegundo, no dio ni dos pasos cuando se sentó en un banco, abrió el sobre amarillo, sacó una hoja, y se quedó ahí leyendo, sin más, más ancho que largo.

Cuando habíamos visto que casi lo atropellaban, todos pensamos: “Tendrá que ser algo urgente, algo grave tiene que haberle pasado. Parece un hombre normal”... Pues lo que menos podríamos esperar es que alguien arriesgara su vida para sentarse en un banco y leer lo que parecía una carta. Me desvié de mi dirección, completamente alucinada, y pasé más cerca de él a propósito: quería verle de frente. Sabía que no le iba a decir nada, pero quería que me viera y que supiera que yo sí que existía. Quería sonreírle y hacerle ver que todo estaba bien y que no había necesidad de volver a arriesgarse de esa manera, aunque comprendía por qué lo había hecho. Al pasar a su lado, a pesar de todo ese ensimismamiento, él levantó un poco la cabeza y me miró directamente a los ojos, exactamente como yo sabía que tenía que mirar una persona viva sin miedo: queriendo decir algo que no se puede decir; una mezcla entre “¿qué?” y “por favor”. Conseguí lo que quería, me introduje en los pensamientos de un hombre que no se había percatado del hecho de que los coches atropellaban porque no tenía miedo de ser atropellado, porque había cosas peores que la muerte, y me sonreí por las sencillas tonterías que pueden hacer cambiar las ideas de alguien. No creo que él recuerde ni mi cara, ni mis intenciones, aunque fueran claras. Sin embargo, yo nunca voy a volver a olvidar que estoy tan muerta y tan viva como cualquiera, a excepción del hombre del traje, para el que tales cosas son nimiedades.