Letras
Dos cuentos

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De verdad, lo intenté

A Claudia Velázquez Barrera, con (6)

I

Durante tres meses y quince días, a las 4 de la tarde coincidíamos en la misma calle. Caminábamos juntos. Sin hablarnos. Nos conocíamos sin haber intercambiado más de dos frases. Primero fueron miradas. Las primeras que le dirigí, atrevidas de mi parte, nacieron debido a su silueta insoslayable, así cuando la veía de pies a cabeza en pocos segundos, era suficiente para que ella se sintiera cohibida, pero inmediatamente me lanzaba una mirada que parecía decirme: “Aparta tu pegajosa mirada de mis nalgas, pendejo”. Y caminaba presurosa delante de mí, cada paso suyo imprimía un balanceo nervioso a sus caderas. Yo disfrutaba viéndola, demoraba mis pasos para lograr la distancia justa para admirarla sin ser obvio. Ella de vez en vez volteaba a verme con una actitud furiosa y recriminatoria; mi modo de verla era, por así decirlo, demasiado pesada, seguramente sus nalgas se sentían trasteadas por mis ojos.

 

II

Su desconfianza fue disminuyendo debido a mi inofensivo comportamiento de mirón, esto abrió la puerta a un mudo acuerdo: yo podía verle el cuerpo con descaro si lo hacía a una distancia prudente, siempre y cuando no se hiciera muy largo ni muy corto el límite entre nosotros. Nuestros encuentros siguieron dándose puntuales. Si un día uno de los dos salía más temprano de su trabajo o se retrasaba, esperábamos hasta tenernos uno frente al otro. Y comenzábamos el ritual de la caminata. Ella adelante meneando su rotundo culo, yo como perro en brama, siguiéndola, sin atreverme a más. Su comportamiento día tras día se iba modificando, me daba señales, pautas para que yo la abordara: un día una sonrisa franca, un coqueto guiño de ojo; otro día caminaba más lento para que yo la alcanzara, volteaba a verme expectante; otras más usaba faldas de telas gráciles que con el pendular de su nalgatorio y un poco de ayuda del aire se le entremetía en la partición de los glúteos, o se le levantaba oreando unos segundos sus braguitas, y ella, con fingido descuido, desvergonzada, ignoraba reacomodar el vestido sobre sus caderas. Y se perfumaba, sabía qué perfumes podían mantenerme alejado, a pocos metros de ella o a su costado. También, a veces dejaba caer objetos, yo los rescataba, le daba alcance y palpándola apenas de uno de sus hombros ella volteaba a verme con fingido sobresalto, sonrojada, conteniendo una mueca, divertida. Yo, imbécil con la lengua enredada, sudando a mares por el rostro, le devolvía su objeto.

—Señorita... disculpe, se le cayó esto allá atrás... —ella sonreía, me arrebataba su objeto y murmuraba un “gracias”, caricia para mi pusilánime actitud, me quedaba parado, pasmado, pendejeándome por dentro, diciéndome por qué le dije “disculpe”, por qué, como si pidiera perdón, por qué “disculpe”, qué buey soy... Y volvía a caminar tras de ella hasta que llegábamos a la otra avenida y cada quien abordaba un camión por separado.

 

III

Tenerme cerca de ella la hacía sentir segura, lo comprobé una tarde que tuve que salir media hora retrasado del trabajo, así que cuando estuve en la calle, en el punto en que coincidíamos, ella ya me llevaba unos cien metros de trecho, quizá pensó que ese día yo no llegaría a nuestra acostumbrada caminata. Marchaba con premura, volteando a los lados como si temiera que alguno la sorprendiera para robarle o algo peor. La calle no era muy transitada, era un tramo largo, derecho, con banquetas polvosas, en las esquinas se arremolinaba el viento sublevando al polvo en remolinos enanos, uno terminaba con los ojos irritados, el rostro enmugrado y la nariz mormada. Y eso no era todo, una vez por semana un perro yacía en el arroyo de las calles, hinchado, reventaba como higo maduro mostrando sus pestilentes vísceras. Alguien con alma piadosa vertía sobre esos fiambres un poco de cal viva para apaciguar la pudrición. Bueno, pues aquella tarde en que no coincidimos ella y yo, comprobé una vez más que yo le daba confianza, que yo le era necesario en esas caminatas por la calle. Un tipo montado en bicicleta que conducía en sentido contrario a ella le dijo algo que no logré oír pero era fácil de suponer su vulgaridad, ella inmediatamente pegó su cuerpo a un muro, el sujeto de la bicicleta frenó, se desmontó mientras seguía diciéndole cosas, mi conocida estaba asustada, se veía indecisa, no se atrevía a correr, sus brazos tensos, colocados en guardia, movía la cabeza buscando ayuda. Me conmovió su desamparo. Era el momento, pujé valentía desde lo más hondo de mis tripas, sin pensarlo apresuré el paso, la llamé con un grito enérgico.

—Oye, espérame, no corras —palabras que consiguieron repeler al acosador; éste al verme caminar flemático, determinado a un enfrentamiento, volvió a su bicicleta y se largó.

Cuando estuvimos ella y yo uno frente al otro, hubo silencio, espeso, tenso, lo disipé en cuanto sonreí, no sabía qué decirle, un azorado júbilo interior me colmaba, inaudita sensación de valentía, de presentir que no moriría nunca, una esperanza. Ella me correspondió con otra sonrisa y un profundo “gracias”, luego continuó su camino y yo atrás de ella, pensando que era un pendejo, nuevamente, al no haber sabido aprovechar la coyuntura y romper el hielo, preguntarle su nombre, preguntarle si se sentía bien, decirle que yo estaba dispuesto a cuidar de ella todos los días. Sólo la seguí y me conformé con mirarle las categóricas nalgas que se alejaban cada vez más, meneándose de un lado a otro como si me dijeran adiós... adiós... hasta mañana.

 

Hiena

La conocí en el parque zoológico. Corría entre la arboleda, huía de los curiosos. Inútil tentativa. Los arbustos y las varicosas piernas de los árboles la enmarcaban en un ambiente salvaje. Semidesnuda, fiera acorralada, mostraba los dientes prodigando insultos.

La rescaté de las autoridades del parque. Inventé una excusa: demencia en su descargo. La hembra algo bueno debió haber percibido en mí, no quiso evadirse cuando la arropé con mi saco, luego la desenredé de la telaraña de miradas hasta un taxi.

¿Qué me atrajo de ella? Su rostro hocicudo: promiscuidad de cerdo, ratón y perro, su mirada taimada, mustia, su olor imperioso de sangre recóndita y celo fértil. Y su risa, fulgor cínico de sus entrañas. Reía a la menor provocación. Hambrienta musitaba ronroneos que estallaban en depravados carcajeos ante un plato de fiambres. Y su cuerpo, oh, seductor, salvajismo, voluptuosa desproporción: torso ancho y escurrido hasta sus macizas nalgas, senos tácitos, oscuros y altivos; se burlaba de los rizadores, despreciando los jabones; nunca se lavó, ni siquiera en el abrevadero.

Comprendí al paso del tiempo que ella rehacía el mundo. Ella mataba en todo lo que nos rodeaba el tedio, con todo lo que hacía demostraba que el único modo de vivir consistía en adoptar la más ruda, la más fascinante, la más esencial sencillez de los deseos. Esto era la justificación de su desnudez en aquel parque.

Yo le regalaba trozos de carroña, a cambio se dejaba montar mientras me deleitaba en su impostora piel de tigre, el tufillo de su almizclado sexo me urgía hendirla, yo gozaba, ella reía y reía. Luego de vaciarme, se alejaba con su fiambre entre los dientes. Una mañana desapareció. Ahora la busco. Sus compañeras enjauladas no ríen, ahítas reposan engrosando el vientre. No la encuentro. Quizá olvidó el placer de reír.