Sala de ensayo
El drama de los inmigrantes y los gestos traicionados de la ficción en El síndrome de Ulises, de Santiago Gamboa

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Santiago Gamboa

El exilio, indica Edward Said, es “la grieta imposible de cicatrizar entre un ser humano y su lugar natural” (2005, p. 179). Este intelectual y crítico literario palestino resalta que los exiliados han generado innumerables aportes al pensamiento universal (Theodor Adorno, Walter Benjamin, Erich Auerbach, entre otros), pero no puede olvidarse que, junto con los beneficios a las humanidades, están las angustias padecidas por estos seres afectados por la experiencia del mutilamiento (de una tradición, de un espacio vital y una familia). Sin embargo, agrega, las miradas no deben volcarse únicamente sobre ellos, sino también sobre los innumerables inmigrantes y refugiados que, en plena contemporaneidad, permitirían hablar de “la era del refugiado” (p. 179).La idea de las grietas que, aunque no cicatricen, se expanden —para no quedarse sólo en el fenómeno del exilio— conlleva a considerar como actantes de dicha era a múltiples migrantes:

Puede que París sea una capital famosa por los exilios cosmopolitas, pero también es una ciudad en la que hombres y mujeres desconocidos han pasado años de penosa soledad; vietnamitas, argelinos, camboyanos, libaneses, senegaleses, peruanos (...). Un imponente derroche de desamparo: las cifras enormemente grandes, la miseria hecha de gente indocumentada y súbitamente perdida sin una historia que contar (p. 179).

Esta línea de pensamiento de Said resulta oportuna a la hora de valorar la novela El síndrome de Ulises (2005), del escritor colombiano Santiago Gamboa, donde se ofrece al lector una gama de miradas a historias de exiliados y emigrantes: prostitutas, lavadores de platos, ex guerrilleros colombianos, perseguidos políticos de diversas nacionalidades, albañiles y seres dedicados a la literatura en París entre fines de 1990 e inicio de 1991. De estos últimos, el aspirante a doctor (Esteban) es el narrador-protagonista, quien conoce e interactúa con varios escritores que viven lejos de su país, sea por elección o por exilio: el español Juan Goytisolo, el cuentista peruano Julio Ramón Ribeyro (a quien en el epígrafe Gamboa dedica su novela como homenaje post mórtem), el célebre poeta y dramaturgo turco Nazım Hikmet Ran, el poeta palestino Mahmud Darwish y Mohammed Khair-Eddine, quien es considerado por la crítica como el más destacado autor marroquí del siglo XX. Son varias voces y conciencias migrantes, con sus derrotas y desarraigos, las que cruzan el texto narrativo. En este sentido, como bien indica Luz Mery Giraldo en su libro En otro lugar, migraciones y desplazamientos en la narrativa colombiana contemporánea (2008), “la estructura narrativa muestra una alternancia entre el yo de un personaje escritor y el testimonio de los inmigrantes con los que se relaciona, mostrando así el tejido de una realidad que no sólo habla de la experiencia individual en el exilio, sino de diversas culturas e identidades” (p. 98).

El personaje narrador, teniendo la condición de académico y creador, relega a un segundo plano el universo artístico para relevar el derrotado universo de la vida cotidiana. Vive en un pequeño cuarto sin baño de nueve metros cuadrados, gana poco dinero haciendo clases de castellano y lavando platos en un restaurante coreano. Interactúa con seres degradados que se dedican a oficios simples y mal pagos pues son inmigrantes indocumentados. Para ocupar el tiempo distinto al trabajo y la academia (apenas cuatro horas de clase semanal en la Sorbona) busca en el sexo una forma de sobrellevar el desconsuelo, la pobreza y la insatisfacción por haber emigrado a una ciudad que, en los imaginarios de tantos autores, es un “imán para la escritura”, pero que, en el fondo, le ha arrojado a la más precaria de las realidades:

¿Para qué diablos vine a París? La respuesta cayó de la mente: porque quiero escribir y siempre creí, por influencia de tantos, que éste era el mejor lugar para hacerlo. Pero luego, siguiendo con esa idea, comprobé que no había hecho absolutamente nada por lograr mi objetivo, pues ni siquiera escribía, sólo intentaba mantenerme vivo, con el cuerpo caliente, como diría Lazla (Gamboa, 2005, p. 194).

De ahí que el París de El síndrome de Ulises sea opuesto, por ejemplo, al París cortazariano (de clubes literarios, jazz, de disertaciones profundas sobre el ser y la escritura latinoamericana, de cafés como territorios neutrales para que los expatriados mediten la gravedad del arte y la filosofía contemporánea). En el texto de Gamboa existe un París marginal consciente de su condición, saturado de indocumentados, probadores de suerte, estudiantes e ilegales que tratan de resolver el drama de la supervivencia; todos ellos padecen el síndrome del inmigrante con estrés crónico y múltiple, mejor conocido como “el síndrome de Ulises” (2005), tal como lo denomina el psiquiatra español Joseba Achoteguí, en el cual se detectan las siguientes características: duelo extremo, soledad, miedo, hacinamiento, hambre y nostalgia profunda. En la novela, como señala Óscar López Castaño en Estéticas del desarraigo (2008), “París no es una fiesta, sino una ciudad gris, lluviosa y rodeada de edificios en ruina” (p. 306).

La mayoría de personajes que llegan a la capital francesa en la novela de Gamboa no tienen ese “toque de soledad y espiritualidad” (Said, 2005, p. 188) que atribuye el crítico palestino a los exiliados (particularmente los que, por su cosmopolitismo, generan aportes al pensamiento occidental). La misma palabra toque (por remitir a sutileza, fricción o roce) se queda estrecha frente a quienes son golpeados por hondos y prolongados conflictos del orden material (más que intelectual), en tanto son aquellos “exiliados económicos o políticos, los que llegaron con dos cajas de cartón y un maletín de tela, cruzando la frontera francesa desde España en el baúl de un carro o en la carga de un camión, ateridos de frío y con un fajo de billetes en los calzoncillos” (Gamboa, 2005, p. 25). Éstos, en vez de ser simplemente tocados por la soledad, reciben afrentas de las que nada puede salvarlos: el drama de Saskia, la prostituta ilegal que intenta destruirse porque su padre rumano murió de una lenta enfermedad y no pudo salir de Francia para visitarlo; el suicidio de Jung, quien no resiste la preocupación de cómo mantener a la mujer coreana por la que se endeudó con la mafia para traerla a París; la misma inquietud del protagonista al tratar de cubrir el sinsabor de su existencia con las mujeres con quienes se acuesta y su resignación a que un juego de cartas defina con cuál de ellas habrá de compartir un espacio.

“El síndrome de Ulises”, de Santiago GamboaEn esta novela se sugiere que de poco vale el mundo de la “alta cultura” cuando el mismo protagonista y el núcleo de personas cercanas están agobiados por los asuntos concretos de la supervivencia, por la desazón de lo que acontece en sus países y por una inmensa sensación de fracaso que no puede borrarse ni con el frenesí de entregarse a los más variados juegos sexuales (esa misma desazón hace que, en aras de la verosimilitud, los encuentros genitales sean contados con un lenguaje despojado y prosaico, a veces burlesco, pero nunca finamente poético). Se trata de un interesante gesto de traición a lo que podría intuir el lector en un principio (una novela que quizás relevaría la misma literatura) a través de un personaje que, teniendo la condición de académico y creador, relega a un segundo plano el mundo de las letras para priorizar el relato de los traumas y precariedades de tantos inmigrantes anónimos en París, cuya inmediatez del presente no deja espacio para la proyección.

El futuro es visto con una enorme mueca de desencanto. Esteban ha aniquilado la posibilidad de la utopía frente a su propio devenir histórico y el de Colombia. El narrador en su obra, ajeno a cualquier utopía social, presionado por la difícil supervivencia y a quien únicamente “el sexo es una forma de cargar fuerzas y recuperar la autoestima” (p. 220), deja entrever su indisposición contra múltiples actantes de su país de origen: las élites gobernantes; el conservadurismo en las tradiciones; la falta de espacios democráticos y de oportunidades para el desarrollo profesional. Su indisposición se dirige, además, contra los imaginarios románticos que sobre las guerrillas latinoamericanas se tejen en el exterior: “La revolución latinoamericana es el realismo mágico de la izquierda europea” (p. 254). Su malestar lo obliga a lanzar sus dardos contra presuntos ex guerrilleros que seducen europeas con relatos de la “revolución armada” en Colombia, como en este fragmento donde una francesa (Sabrina) es obnubilada por lo que le cuenta Javier, quien dice haber pertenecido al Movimiento 19 de Abril (M-19):

De pronto me pareció ridícula y boba por no darse cuenta de que las historias de Javier, las que debía contar para seducirla, retazos de actos heroicos extraídos de las vidas de otros guerrilleros, eran todas falsas, y lo único que hacía era sumarse a esa infinita lista de europeas con el cuento de la revolución latinoamericana, ríos de esperma andina y caribeña, del Cono Sur o Centroamérica, corriendo sobre las capitales de Europa. Millares de blancos muslos vikingos enrojecidos con historias de indios buenos y gringos malos, toneladas de traseros teutones conquistados con citas de Eduardo Galeano, kilómetros de vulvas abiertas con camisetas del Che y canciones de Quilapayún (p. 91).

Al protagonista de El síndrome de Ulises, en medio del desencanto por su país que lo arrastra a la indiferencia (más que a la angustia metafísica), su deseo de no volver y su precaria situación económica, sólo le queda para sobrellevar la supervivencia (no la vida) el efectismo del goce sexual, la “obsesión con el goce idiota que enloquece” (Zizek, 2000, p. 213), el que nada resuelve y puede tornarse mecánico. Su yo, en cierta forma, es “como un espejo vacío que reclama terapia” (Lipovesky, 1986, p. 56). La misma novela que escribe se revela como goce idiota —para nada sublimación— y está destinada a la no publicación pues desde su autor hasta la más “reciente de las lectoras” la descubre “plagada de imprecisiones y estereotipos, de personajes falsos” (Gamboa, 2005, p. 263). La novela al interior de la novela de Gamboa está pensada en su fragilidad como una suerte de equivalente del vacío, el desencanto y precariedad del hombre agobiado por la tragedia de lo simple; es una “escritura que traduce derrota y desolación” (Giraldo, 2008, p. 97). En ella, metaficcionalmente, el protagonista sugiere que ni siquiera el espacio estético puede estar signado por la utopía, la aspiración de trascendencia o la sensación de consuelo pues, en el mismo plano del lenguaje, la propia palabra es despojo. El deterioro del ser-escritor es llevado a la forma compositiva de la creación ficcional. Es un lugar común y universalmente válido expresar que la ficción, por más dolorosa que establezca su vinculación y refiguración de la realidad para no tranzar con el olvido, le otorga al creador ficcional la redención de la belleza. Julia Kristeva, en Sentidos y sinsentidos de la rebeldía (1999), destaca: “¿Cuál otro antídoto frente a la muerte si no la belleza?” (p. 23). No es este el caso de El síndrome de Ulises. En esta novela no opera el pensamiento de Theodor Adorno: “Quien ya no tiene ninguna patria, halla en el escribir su lugar de residencia” (1987, p. 112). Pareciera sugerirse que ni siquiera la escritura se vuelve morada o refugio, que acaso puede tornarse en un lugar de torturas donde se desata la orfandad, el fracaso, la soledad y el miedo.

La presencia fantasmagórica del mundo académico y literario frente a la agobiante concreción del mundo económico, la llana y brusca descripción de las escenas sexuales, el tono coloquial del protagonista narrador, parecieran intentar adecuarse a las exigencias de verosimilitud de la novela. En ella se recrea, a través de diversos personajes (y principalmente en Jung), el síndrome de Ulises; es decir, el que afecta a muchos inmigrantes en tanto los desvaríos psíquicos, el estrés, la pobreza, la ausencia de familia, la nostalgia por el país de origen, los sentimientos de miedo y soledad conducen a una agobiante sensación de fracaso. Esta última, en definitiva, es la que afirma el protagonista cuando al llevar las cenizas de su amigo coreano Jung al aeropuerto para entregarlas a su mujer, asocia su presente con un documental de Fellini en el cual un payaso de circo pierde a su compañero de escenario para resaltar que ni siquiera en el territorio de la imaginación es posible configurar un acto de catarsis —al menos un grito—, pues nadie estará allí para identificarse con el dolor encarnado: “Imaginé, como el payaso del clarinete, que gritaba con todas mis fuerzas: ¡Jung!, ¡Jung! Pero la carpa del teatro no tenía luz y todos, en ese desolado aeropuerto, parecían haberse ido o estar muertos” (Gamboa, 2005, p. 353).

 

Referencias

  • Achotegui, J. (2005). “Estrés límite y salud mental: el síndrome del inmigrante con estrés crónico y múltiple (síndrome de Ulises)”. Revista Norte de Salud Mental, Sociedad Española de Neuropsiquiatría, 2005, Volumen V, Nº 21. pp. 39-53.
  • Adorno, T. (1987). Mínima Moralia. Madrid: Editorial Taurus.
  • Gamboa, S. (2005). El síndrome de Ulises. Bogotá: Editorial Seix Barral.
  • Lipovetsky, G. (1986). La era del vacío: ensayos sobre el individualismo contemporáneo. Barcelona: Editorial Anagrama.
  • López Castaño, O. (2008). Estéticas del desarraigo. Medellín: Fondo Editorial Universidad Eafit.
  • Giraldo, L. M. (2008). En otro lugar, migraciones y desplazamientos en la literatura colombiana. Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana.
  • Said, E. (2005). Reflexiones sobre el exilio, ensayos literarios y culturales. Barcelona: Editorial Debate.
  • Zizek, S. (2000). Mirando al sesgo, una introducción a Jacques Lacan a través de la cultura popular. Buenos Aires: Editorial Paidós.