Letras
La necesidad poética del pasado

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Dejadme que os hable de ayer, una vez más de ayer:
el día incomparable que ya nadie nunca
volverá a ver jamás sobre la tierra
(Ángel Valente).

I

Recuerdas el transitar con su lentitud terrestre
y piensas, qué fue de los arrabales desnudos y fríos
de la vida, a veces el pasado es una bestia
que necesita alimentarse.

Nadie rescatará el deseo inconforme de nuestras vidas.
Nadie sabe donde deja el olvido su pátina de nieve,
la espuela de su candor y su perdido abrazo.

A veces hay abundantes pobrezas
que no mitigan el hambre enorme del hogar.

Así fue construyéndose la triste naturaleza de nuestros días,
el triste remordimiento de los hombres que no aman.
Inútilmente se empeñó la costumbre
en bendecir las cosas que nunca serían eternas,
en cambio, el propio destino cosecha el rosal de largas noches

y nosotros, pacientes, sin despotismo y algo de compasión,
acabamos por languidecer en amores rotos,
placeres olvidados,
cuando era ampulosa la palabra y hubo esplendor en la carne.

 

II

Hubo un tiempo en que transcendía el hondo estanque de la mirada,
un tiempo para no temer al mundo y sus exuberancias,
sólo al simulacro de los días y sus tupidas horas.

Cuando nos invadía un insensato concepto de permanencia
para adueñarnos del halago desmedido,
de la fugaz escritura o el insólito verso.

Quiero decir, que a veces el mundo se complace en su historia
y en las murmuraciones, en la discordia y la demencia.
Cuando la ávida carne y sus torrentes
llegaban con su honda ceguera y sus inconmovibles provocaciones.

Era un tiempo para que tú y yo fuéramos como un mundo,
un tiempo para esperar lo inexistente, un destino un tanto dulce
para invocar un semblante de altísimas soledades
en las que sólo nosotros fuéramos el sustento.

Pero entonces vino la guerra y el desengaño
y el desamor llegó con sus noches frías y ya nada fue igual.

 

III
(Oda póstuma al tiempo)

Has acosado sin tregua desde los días de la infancia,
fuiste por una anatomía
como oropéndola que quema los ojos y la voz.

Aquí está por fin el reino de sombras
que orna la desmesura de lo vivido

burdeles
refugios indulgentes del arroyo
abrevaderos indignos como penitencia
hostiles laberintos
hábitos indecorosos
episodios de infortunios

y otros actos reconstruidos
con el deterioro de una híbrida memoria.

 

IV
(Testimonio)

Esta hondura de vivir, estremece.
Me confunde ese devenir inagotable
o el extraño temple de utópicas razones
que rastrean la nada
y trenzan la sinrazón en sinuosos ensayos.

Me inquietan milenarias alquimias
que trasmutan el latón de la esperanza
en sórdidas doctrinas de paraíso,
torbellino de caireles que aquietan la cordura
y centellean la espiral de la carne.

Esa conjunción de tuétanos, que galopa sin riendas
en la grupa de mi asolada rectitud,
no es más que un minúsculo aguijón
que atempera los azotes
de mi firmamento cenagoso,
una urdimbre homogénea que me ata
a la solidez promiscua y azorada de la vida.

 

V
(El artista del tiempo)

El cincel talla cicatrices de mármol en el rostro.

El artista ha labrado el majestuoso estallido del tiempo,
donde el agua vermiforme del pasado
es reducto de múltiples muecas.

Una poderosa mano obedece a la plenitud del genio.
Simetría y perfiles contribuyen en su pétrea nitidez.

Pinceles del conocimiento para reencarnar
la tersura de los años.
Un humilde espejismo trepando gozoso mi utopía.

 

VI
(El color de la nostalgia)

Al trasluz de todo cuanto fue creado,
de todo lo sembrado y lo baldío, tiene la juventud
su verdugo, sus júbilos salvajes y sus inquietudes
enmascaradas por una ráfaga de miedos.

Es una inhóspita travesía, un tiempo indulgente
que presagia un heroico transitar
con la ambición empeñada en un decoro
y una consagrada y razonable soberbia.

Pero esa herencia, que son las tradiciones de la sangre,
labra a fuego una envoltura de inmaculadas frustraciones,
las muecas de una extraña humareda de sueños
que se desvanecen en matices desconocidos,
empañados por la infamia de mensajeros anónimos
o irreconocibles duendes que tallan el arte de la vida
en el barro de la adversidad más innoble.

Y así nacen los días codiciosos, se anuncia
la fatalidad del pecado, así las húmedas estaciones
van pasando por incesantes brumas, como la mordedura
de un monstruo que hace jirones de una ventisca
ya rendida a la servidumbre de un viento insaciable

y así, un castigo de soportar la sequedad de la piel
o el imperdonable silencio de unos páramos malditos
que sólo son privilegio de los dioses apasionados
por el color de la nostalgia.