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El Greco y Toledo

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“Vista y plano de Toledo”, de El Greco
“Vista y plano de Toledo”, de El Greco.

El Greco es una voluta caligráfica que se eleva en el alma y el pensamiento de los que contemplan sus obras, una sombra que crepita en la luz y una luz que proviene de otras fuentes, de otras edades, de otras épocas, pero que se abre paso hacia el futuro con una energía subversiva y simultánea que traspasa conciencias y actitudes desde el dolor, el goce de vivir y la extrañeza.

Toledo, la imborrable y espiritual Toledo, la que posó desnuda para Doménikos Theotokópoulos, y sólo para él, revestida de símbolos y claves, se cubre de ropajes y esplendor en esta fiesta de 2014, año en el que recuerda, y con ella la humanidad entera, el IV centenario de la muerte de aquel griego universal, tan suyo, que tan apasionadamente la entendió. Para ello, desde el 14 de marzo hasta el 14 de junio, entre otras muchas actividades culturales relacionadas con tan especial conmemoración, la Fundación El Greco 2014, junto a la propia ciudad, ha organizado la primera exposición del Greco que se celebra en Toledo. Dicha exposición tendrá como sedes el Museo de Santa Cruz, en el que se reunirá una gran muestra de obras llegadas de todo el mundo, y los Espacios Greco en los que podremos admirar obras del artista en los mismos lugares para los que fueron creadas y realizadas.

Porque Toledo para El Greco es cambiante como la propia vida y en sus cielos se mueve y en sus piedras bucea y en sus aguas se mira. Pálida a veces, tormentosa, con lividez de rostro ascético; otras luminosa y clara, mítica y mística, cálida y fría que los colores y matices se encargan de resaltar; mágica, de verdes fluorescentes y acerados azules, plata lunar, ocres de colinas al fondo, atormentada y fascinante, la ciudad se reinventa y deforma ante sus ojos que la reinterpretan y giran con ella y la hacen dúctil, entregada y esquiva, como un amor. Una pasión donde su mismo espíritu se funde, en la concentración y la contradicción, algo simbólico, interior y exterior, sustrato vertical y horizontal, raíz profunda de su propio fondo ligada para siempre a su extrañeza: inconsútil, viva llama, como la misma túnica de Cristo en El expolio.

Es el año crucial de 1578, cuando nace su hijo Jorge Manuel de su unión con la enigmática doña Jerónima de las Cuevas. Lo encontramos allí, en Toledo, creando, absorto y concentrado en la maravilla de El expolio, ganando además su batalla particular de respeto hacia su pensamiento religioso, teológico, y el reconocimiento a su valía en cuestiones económicas. Teresa de Jesús escribe Las moradas y Palladio construye la iglesia del Redentor en Venecia, es como si de pronto una corriente nueva y espiritualizadamente viva sacudiera cimientos inamovibles y alertara de alguna forma conciencias y maneras de ver. Es como si ese cuadro, con la alta figura de Jesús que se apropia del espacio, desmaterializado el cuerpo por la sublime y heroica expresión del rostro y el rojo de las vestiduras, conciliara el pasado, el presente y el futuro, el cielo y la tierra, en un espacio único e indivisible, intemporal y vivo. Cristo está solo, su madre en el puro azul de su manto está sola, y sola está la humanidad con las sombras y las luces que el espacio congrega apiñadas en torno a esta imagen que focaliza todos los matices y todas las miradas.

El legado de El Greco proviene de los frescos murales de Cnosos, de los ojos abiertos al misterio de las mujeres del arte minoico, o de esa pintura funeraria donde la muerte se cargaba de dignidad y nobleza; viene de la majestad sublime del icono bizantino donde la fe no era un medio sino un fin, de las imágenes puras del románico, de aquella sencillez cargada de sosiego en las mandorlas místicas, en los ojos del Cristo en majestad, de los dedos que sueñan y señalan un más allá que envuelve a las figuras y al mismo tiempo las centra sobre lo terrenal; viene de la magia no imitativa de los fondos de oro donde los personajes parecen arrebatados por un Cielo donde el alma imperecedera los libera de toda caducidad, lejos de todo, lejos del mundo y de sus conmociones; procede también del Tiziano maduro y expresivo, de sus sabios colores, de la intuición sublime de sus dedos gotosos, la implacable maestría de los retratos regios y de las armaduras o de esos rojos irrepetibles que El Greco atrapará para la viva llama, tan despojada, en El expolio, o para la inquisitorial figura del cardenal Fernando Niño de Guevara, otro encendido rojo de contraste absoluto con el Cristo la de este representante de la Iglesia oficial de aquella época, recamado de encajes, de ojos penetrantes y duros y mano aferrada al poder como una garra. Esos triángulos superpuestos del manto cardenalicio, la palidez altiva de una figura tan distinta y aislada de la pureza vertical del otro cuadro, del sacrificio y de la mansedumbre. Viene de sus etapas y aprendizajes en Creta, en Venecia y en Roma, de Tintoretto y sus desmaterializaciones, la solidez y la sensibilidad ante la luz como espacio último y fronterizo entre espíritu y materia, del sedimento o sustrato oriental y esa melancolía que le imprime a las bocas y a los ojos de sus personajes afilados ribeteándolos de negro y gris como la niebla o el humo que envuelve las certezas.

Pensativos, los diferentes rostros que el artista plasmó vuelven ligeramente la cabeza hacia el que los contempla, o bajan la mirada reflexiva y parecen interrogar desde la hondura, o meditar sobre conceptos eternos recortados sobre el telón de fondo de los aconteceres. Cuando los contemplamos aún giramos con ellos envueltos en las dudas y en las incertidumbres...

Extranjero y extraño en todas partes, inadaptado y orgulloso, su San Mauricio, que no contentó al monarca aun reconociéndole su valía como pintor, le hizo tomar la mejor de las decisiones al mirar hacia Toledo, ese particular espejo, como enclave crucial de su destino. Durante cuarenta años vivió, pintó y amó en esta ciudad, en ella dejaría lo mejor de sí mismo y de su arte, tuvo allí amigos que lo ensalzaron como el poeta fray Hortensio Félix Paravicino, cuyo retrato nos sigue fascinando por la poderosa maestría que puso en su ejecución.

Cervantes lo admiró profundamente y Góngora le dedicaría su famoso soneto. Para sus apóstoles, El Greco buscó a los orates, a los desamparados, lo revistió de ese dolor espiritual que él mismo sentiría, de emoción controlada y ascético semblante, de una soledad íntima y honda.

Él fue un solitario a su manera que no dejó discípulos, humanista, neoplatónico, su biblioteca era importante y su cultura debió ser amplia por lo que entre sus líneas descubrimos. De incisiva y penetrante psicología, utiliza los símbolos de la Contrarreforma con dramatismo y fuerza y repite la escena de Jesús expulsando a los mercaderes del Templo, otorgándole protagonismo a las nubes que forman arrugas, estrías en el cielo, sobre los edificios que parecen escapar.

Sus últimas obras son precursoras del expresionismo.

Nos sacude la modernidad de las escenas que no respetan proporciones ni perspectivas; liberadas, no observan nada más que la irrealidad visionaria del conjunto, juegos de movilidad donde las formas se han desmaterializado y los colores son expresión alucinada que nos deja en suspenso.

Las obras impresionantes de El Greco atravesaron un particular desierto que los intelectuales y creadores del 98, entregados de nuevo a su causa, restituyeron. Bizancio, Roma y Venecia, y el alma extrema y honda castellana, se fundieron con él. Pura brasa ese sueño que se agita más allá de las modas o los tiempos. Más allá del insidioso olvido.