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“El discreto encanto de los oficios”, de Arístides Vega ChapúLos encantadores oficios de un hombre discreto y los discretos oficios de un hombre encantador

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La Antigüedad podría entregarnos notables modelos del hacer devenido ser, pero creo que la Edad Media con sus gremios de artesanos propone una magia mayor: la herencia de una tradición que nos convierte. El maestro zapatero, por ejemplo, transmitía los secretos de su arte al hijo o al aprendiz, puesto que todo aprendiz es un hijo de su maestro, algunos menos fieles que otros. Más que hacer zapatos el hombre era el zapatero. Poseía una ética, un código bien estricto; atesoraban su oficio como caballeros templarios. Cada gremio tenía una índole de secta religiosa que la Modernidad luego disolvió.

Cuando digo Modernidad, digo también burguesía. Si para los romanos el artista no rebasaba el estatus de mero artesano por ser un hombre que vivía de trabajar con sus manos, para la burguesía —y por la misma razón— el artesano vuelve a ser un esclavo. En ese sentido, el título del más reciente poemario de Arístides Vega Chapú El discreto encanto de los oficios (Editorial Voces de Hoy, Miami, 2013) no se reduce a un simple juego verbal con el título de la película de Luis Buñuel El discreto encanto de la burguesía, sino que evidencia una intención de mayor alcance. El matiz irónico del rótulo fílmico pasa a un carácter dignificador en el rótulo poético; lo discreto retoma su sentido de humildad a la vez que de grandeza reales.

En una página memorable como “La conversación con el carpintero”, Eliseo Diego asume una posición que, en cierto modo, sigue Vega Chapú; posición a medio camino entre el poeta como un artesano de la palabra y el poeta como un burgués del espíritu. Nos dice el autor de En la Calzada de Jesús del Monte: “otra conversación secreta va / tramándose a su modo entre los dos, / el Carpintero tú, y yo el Escriba, / viejos oficios respetables, / maneras de vivir / y de morir / que ciertamente han visto / más de un amanecer, más de un crepúsculo”.1 No por azar entonces Arístides ha situado como primer poema “El albañil”, texto que marca una pauta ética en el posterior desarrollo del libro:

Dejo que arme esta casa, pieza tras pieza,
sobre el cimiento de mis hombros.
Abro la puerta, la puerta recién colocada
en medio del polvo, en medio de mí,
para que los días penetren en una casa a medio hacer.
Dejo que coloque ladrillo tras ladrillo,
aparente simetría que me obliga a permanecer
con las manos a las espaldas,
los ojos bien cerrados para alejar los ruidos
y quedar a solas con mis ancestros.2

Tanto el Escriba y el Carpintero como el Poeta y el Albañil se igualan al tiempo que se enaltecen. Alguien que escribe es alguien que construye. El poder edificar una obra sobre nuestros hombros se logra al estar nosotros levantados sobre nuestros mayores. La escritura como tradición, como legado; idea que nos recuerda otra vez la herencia del oficio en los hombres medievales.

Ya con “El albañil”, primera de las treinta y cuatro piezas que integran el volumen, Arístides nos devela una constante: el hacer como pretexto para discurrir sobre el ser. No resulta extraño entonces que junto a poemas de ocupaciones más convencionales como “El albañil”, “El guardián”, “El jardinero”, “El carpintero”, “El herrero”, “Barredor de calle”, “El leñador y su mujer en la despedida”, “El pescador”, “El balsero”, “El matarife”, “Narrador de noticias”, “El portero”, “Recogedor de perros”, “El enterrador” y “Lector de ciego”, aparezcan otros sin nombrarse oficios propiamente: los familiares “Cabeza de familia”, “El esposo”, “Los amantes” y “Los emigrantes”; los sensitivos “Hombre que mira”, “Hombre que escucha” y “El ciego”; los devotos “El apostador”, “El pagano”, “El caminante en su noche” y “El penitente”; los deportivos “El jugador” y “El canopysta”; los circunstanciales “El testigo”, “El asombrado”, “Hombre solo” y “El condenado”; los artísticos “El equilibrista” y “El fabulador”. Una constante. Desde los primeros versos del primer poema hasta los últimos del último. Así en “El fabulador” nos declara:

Ninguna hay que le resulte más conmovedora,
entre las múltiples para referirse a la muerte,
que la propia palabra muerte.
Tanto, que a veces la escribe sobre el vacío,
cegado por el sonido al deletrearla,
por la sensación de creerse otro
y vencer el miedo a las tantas cosas que teme
quien se cree un único sobreviviente.
Es un hecho comprobado:
desde la distancia disfruto del ritual
en que Dios le ordena sus palabras
y él las sopla desde su herida garganta
a sabiendas de que sus ojos han quedado fijos
como si no existiese otra verdad.3

Si “El albañil” es el alfa en esta galería, “El fabulador” es por ley la omega. Alfa y omega, y entre ellos el poeta. El fabulador, a quien “Dios le ordena sus palabras”, nos remite, en cierto modo, al diálogo platónico “Ion o de la poesía”, donde el poeta es el vínculo entre la divinidad y los hombres, el poeta como un trabajador de Dios que no merece exaltación porque su obra es obra de un ser superior. Sin embargo, nadie negaría la honda entraña humana que recorre la página, aunque sea la palabra muerte —o porque es la palabra muerte— la que profiere el fabulador. No interesa lo arquetípico si deviene fórmula, mero esteticismo. Entre el albañil y el fabulador se genera un diálogo otro, una sensibilidad otra, como la conversación entre el Escriba y el Carpintero.

Hasta hoy no había comprendido el principio rabínico que prescribe a cada hombre aprender un trabajo manual. Baruch de Spinoza, por ejemplo, dominó el arte de fabricar y pulir cristales, lo cual le ganó cierta fama de óptico respaldada después por su agudeza filosófica a la hora de desentrañar el universo. Antes que Spinoza ya Sócrates había hecho otro tanto al equiparar su obra con el oficio de comadrona de su madre; la mayéutica no era sino el arte de hacer parir las ideas. Esos hombres que son el pasado han vuelto a mí con Arístides.

 

Notas

  1. Eliseo Diego: “La conversación del carpintero” en Cuatro de oros, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1992. p. 25.
  2. Arístides Vega Chapú: “El albañil”, en El discreto encanto de los oficios, Editorial Voces de Hoy, Miami, 2013. p. 11.
  3. Ídem. “El fabulador”. p. 58.