Letras
Dos relatos

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Dana

No la buscamos. Llegó cuando todo entre Lina y yo había terminado. Estábamos a tiempo y propuse que abortara. Lina se negó. Era un hecho. Nacería, con o sin padre. Acepté la decisión y traté de irme haciendo a la idea. Entre los dos alquilamos una casa. Cada uno llevó sus cosas.

No podía imaginarla. No pude, siquiera, cuando la panza empezó a crecer. Cuando nos mostraron las ecografías. Cuando nos dijeron que era una nena y decidimos que esa nena se llamaría Dana. A Lina la conmovía esa imagen difusa. El cuerpo de renacuajo y la cara de monstruo. Nuestra hija, decía. Yo le besaba la frente. Le ponía una mano en la panza aunque no estaba contento. No pude sentir nada parecido al amor, ni la mañana que la vi, violeta, entre las piernas rendidas de Lina, quieta y ensangrentada. La cabeza vencida. Ya no era una panza dura. El renacuajo o el monstruo. Era Dana, y respiraba por su cuenta. O eso intentaba. O eso parecía.

Que no llorara me preocupó. Que se la llevaran rápido, sin mostrárnosla, me preocupó. Pero pensé que si moría quedaría libre. De ella y de Lina. Para siempre. Y lo más importante. Sin culpa.

La internaron en la neonatología. De alguna manera fui a acompañarla. Recién ahí (y en parte fue un alivio) la imagen me conmovió. En la sala había muchos bebés. Dana, no exagero, era la más linda. También la única bajo una campana transparente y varios cables conectados al pecho y a la nariz. Entonces me di cuenta. Lo que nos unía no tenía nada que ver con ella ni conmigo. Lo mismo podía provocarme un perro. Un cachorro herido. La fragilidad me había ganado. El cuerpo chiquito enchufado a unos aparatos negros de luces rojas y verdes.

—Cómo se llama... —preguntó una enfermera.

—Dana.

Fue esa la primera vez que dije el nombre. Lina lo había propuesto. Yo, simplemente, había dicho sí.

—Dana está muy bien —dijo la enfermera—. No te preocupes.

A mediodía la llevaron a la habitación. Lina sí parecía tener esa especie de amor instintivo. La besaba. La amamantaba. Los ojos se le cubrían de lágrimas. Al rato llegaron familiares y amigos y enseguida me sentí incómodo. Fui a comprar flores y chocolates para Lina. A comer algo. A fumar. A casa, a buscar ropa.

Esa noche y la siguiente las pasamos en el hospital. Lina estaba dolorida y cansada. Las dos noches Dana durmió conmigo. Fue lindo sentir el calor. El olor de Dana. Verla estremecerse encima mío fue lindo pero no pude dormir. Había una suerte de impostura en el amor que a todos les había nacido tan de repente. Como si Lina lo hubiera parido después de la placenta, en cantidad insuficiente —repartido un poco entre todos—, no había alcanzado para mí.

Las dos noches pensé lo mismo. Que si algún día puedo quererte, entonces todo va a estar bien.

 

Descarrilar

Me contuve para no estornudar. Si empiezo, no paro. Era la segunda vez que el guarda sacudía el asiento con la gorra. No podía ver el polvo sino como estrellitas. De chico, cuando a la noche tenía miedo, cerraba fuerte los ojos. Volvía a abrirlos y la habitación estaba llena de estrellas. Entonces me dormía. El guarda se acomodó frente a mí. Lo distinguía, más que nada, por la camisa blanca. Imaginé que el pantalón sería azul y la piel oscura. Le pregunté cuánto tiempo estaríamos demorados.

—Y... Calcúlele... —bostezó. Después dijo la palabra “pasaje”.

Habíamos salido a la tarde pero ya era de noche. Una noche clara y algo de claridad se metía por la ventanilla. La cara del guarda se encendía según se moviera.

—¿Me permite su pasaje...? —dijo estirando un brazo hacia mí.

Acerqué la billetera a la ventana. El pasto parecía azul. El guarda había quedado con la picadora en la mano y el brazo suspendido. Le di el boleto de mal modo. Se quedó mirándolo como si leyera una carta.

—Qué dice —le pregunté.

—Dice que hasta mañana usted no llega a destino.

Tal vez sonrió y levantó las cejas. De la campera saqué un atado de cigarrillos y el encendedor. Una linterna me iluminó las manos.

—No se puede fumar —me iluminó la cara—. Si quiere fumar..., como excepción... —y con la luz señaló un punto a mi espalda. La unión de los vagones, supuse.

—Lo acompaño... —dijo el guarda cuando me levanté. Y en vez de caminar adelante o a mi lado, se quedó atrás, iluminándome los pies en lugar del camino. Entonces me di cuenta. El vagón estaba vacío.

—¿Y la gente?

—Bajó. Fue bajando. La gente siempre va bajando.

El último cartel que había visto era Las Cañas. Después me habría dormido y en medio del sueño —un sueño confuso—, ruido a bisagras arrancadas. Las sacudidas del tren de lado a lado y la sensación de estar en un bote. Deslizarme en el asiento y golpear la cabeza contra la ventanilla.

—A cuánto quedó Las Cañas.

El haz de luz dejó mis pies. Ahora pasaba por un costado. Atravesaba la unión de los vagones y, ya en el otro vagón —al parecer también vacío—, hacía foco en un tipo que barría el techo o sacaría telarañas con un escobillón.

—Ringo... —gritó el guarda—. A cuánto quedó Las Cañas.

Ringo dijo una exageración de número que el guarda repitió. Veintidós estaciones. Esperé que alguno aclarara que era un chiste pero el guarda no dijo nada, y Ringo volvió sobre el techo. Prendí el cigarrillo. Según subía la intensidad de la colilla aparecían pedazos de cara del guarda, teñida de naranja y un costado oscuro, rasgos de boxeador, por momentos, de sapo. Estiré un brazo hacia él. La linterna me iluminó la mano y en la mano el atado de cigarrillos.

—Le quedan pocos —dijo revolviendo la caja.

No contesté y le di el encendedor. Entonces me preguntó si a Los Lagos iba por negocios. Le dije que no. El guarda habrá notado o intuido mi sonrisa. Quizás la voz me salió distinta. Quizás dije “no”, como hubiera dicho el nombre de ella.

—Una mujer —dijo. Asentí—. ¿Grande, chica, joven, gorda..?

—Está aburrido.

—Debería gustarle hablar de ella.

—Me gusta —dije—. La debo conocer desde los catorce años... —el guarda aspiró el cigarrillo y mientras largaba el humo hacía que sí con la cabeza—. Pero ahora tiene veintisiete.

—¿Y eso es bueno?

—Y... Para un tipo de cuarenta...

Me apoyé sobre el fuelle. Sé que tenía la sonrisa clavada en la cara y las manos livianas, preparadas para acompañar lo que iba a decir. Lo que no podría haber dicho sin un cigarrillo prendido.

—Casualidades... Fin de año de visita a su familia. La cola de un banco. Después de trece años, ella me ve, yo no. A los días, una carta. Era una chica que quería, una buena chica. Una chica del barrio. Contesto la carta y recibo otra. Insinuante. Se había casado, pero también se había separado. Otra carta y fotos. Hasta tres cartas por semana y más fotos y un pelo largo rubio, hermoso, Alma...

—¿Alma..? —dice el guarda. No me deja contestar que explota en una carcajada—. ¡Ringo..! —trata de decir cuando la risa lo deja—. Ringo... ¡Alma!

Ringo acaba de convertirse en una silueta negra doblada a la mitad que también ríe y trata de decir Alma. Una mano sobre el respaldo de un asiento y la otra sobre el palo del escobillón. Cada vez que termina de decir Alma, la risa lo toma con más fuerza y agrava la risa del guarda y los dos me contagian y terminamos, los tres, riendo a carcajadas, tratando los tres de decir Alma.

Habíamos quedado en una curva, totalmente salidos de las vías. A un lado y otro de la formación crecían pastos azules. El sonido de los grillos. Algo blanco, casi trasparente, volaba y tal vez fueran panaderos. Abrí una puerta y salté. Me llamó la atención el olor a zorrino. El olor a fierro quemado. Arriba del tren todo era olor a baño. Ahora Ringo salía por la misma puerta. Traía dos vasos blancos en la mano. Vestía (entonces lo notaba) la camisa típica de cafetero, bordó o violeta. Los termos y los vasos colgados en bandolera. El guarda apareció por otra puerta. Ya no reía. Pero por como se movía parecía borracho.

—¿Quiere..? —dijo Ringo. Era alto, y parado en los escalones, más.

Un café bastante malo, muy fuerte que igual me hizo bien, al estómago y en las manos. Le devolví el vaso. Ringo lo secó con la camisa y volvió a guardarlo entre los demás vasos.

—Son seis pesos —dijo. Le pagué. Se sentó en los escaloncitos y prendió un cigarrillo—. Así que Alma... —dijo exhalando la primera bocanada.

—Supongo que no será “la única Alma” en Los Lagos —usé comillas para acentuar el doble sentido.

—La única —dijo el guarda—. Novecientos habitantes. Así que, calcúlele... ¿Seguro, la conoce?

—Escuchemé... ¿Voy a ir a visitarla si no la conozco?

—Es maestra —dijo el guarda.

—Profesora —corrigió Ringo.

—Sí —dije. Y la certeza de que habláramos de la misma persona no me gustó. Habernos reído, los tres, de la misma persona, no me gustó.

—Sabe qué pasa —dice el guarda—: trece años...

Y la aclaración que empiezo a tratar de armar diciendo Sí, pero..., tampoco me gusta. Es más. Me inquieta.

—Pero qué... —Ringo aspira el cigarrillo. Como no contesto, insiste—. Sí, pero qué.

—Nada —digo. Y pienso en las cartas. En las fotos. En la Alma de catorce años.

El guarda me palmea el hombro.

—Usted parece un buen tipo. Un tipo inteligente, parece —señala los rieles. Lo que dice, dice acentuándolo con el dedo índice sobre mi pecho—: hoy fue su día de suerte.

Ringo se para. Tira el cigarrillo y lo pisa.

—Oiga: el tren de vuelta, en la curva, va a bajar la velocidad. Quizá, incluso, frene.

La linterna ilumina un reloj en la muñeca izquierda del guarda.

—Piénselo —dice—. Tiene media hora.