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El carnaval de arlequín

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Inició el ritual en la mañana al pintarse la cara de blanco, al vestirse con mallones de cuadros rojo-negro y al colocarse un sombrero de dos picos de los mismos colores. Por largos minutos, ante el espejo, contempló el resultado de su atavío, hasta que empachado de su reflejo dio tres saltos, tronó los dedos y se dirigió a efectuar el trabajo respectivo.

Jeremías representaba a su disfraz: saltaba como sapo, daba volatines por las calles, corría raudo, luego se detenía de forma abrupta y empezaba a caminar como si todo el cuerpo se le hubiera convertido en una gran pesa de doscientas cincuenta libras y realizara el terrible esfuerzo de levantarla a cada paso. Pero al cabo de unos minutos, una voluntad invisible lo hacía ligero como un pedacito de hierba; podía andar como gacela y hacer pequeñas marometas en cada esquina, mientras que los peatones, aburridos, fastidiados de la rutina del ir y venir del trabajo o la escuela, se extasiaban al verlo disfrazado. Los saltos y volantines los despertaban del letargo y los elevaban al asombro, a la risa abierta pero no por mucho tiempo. La excesiva sorpresa era insoportable; algo empezaba a resquebrajarse, un sentimiento de estupidez los invadía, el sentimiento de que toda actividad laboral o escolar era nada. “¿Podemos quedarnos hasta el final del acto?”, suplicó un niño a su joven madre. Ella y el resto de los peatones sintieron que se disipaban en el automatismo de cada día. La risa y la sorpresa que tuvieron al principio de las piruetas se escabullían, en especial cuando Jeremías se aproximaba a unos cuantos, los contemplaba como si analizase cada barro o cicatriz que tuvieran en la cara. Actuaba rápido, no les daba tiempo a razonar para alejarse; en respuesta, ellos permanecían largo rato como postes de luz hasta que los inundaba una contracción en el cuerpo; sentían estar despiertos, que todo la vida durmieron; se conmocionaban; no duraba mucho el efecto, al instante hilvanaban la realidad y pensaban que todo ese episodio era una idiotez, que llegarían tarde al trabajo o la escuela; no debieron permitir dejarse alucinar. “Cállate, niño, camina antes de que se aproxime ese payaso por tu culpa”. Gritó la mujer a su hijo; acababa de volver en sí. Las personas que rodearon a Jeremías esa mañana huyeron despavoridas porque temían que les fuera robada su amada rutina, el prestigiador más poderoso del mundo. Mientras, él disfrutaba observarlos escurrir y, para deleitarse, se burlaba de ellos, no con fuertes sino con estruendosas carcajadas.

*

La risa le salía a borbotones, la alteración ajena lo estimulaba, en especial de aquellos que pretendían ignorarlo para evitar su cercanía. Se alimentaba de esta reacción, absorbía ese miedo y lo convertía en energía que subía y bajaba de forma inagotable; era su antecámara del éxtasis que culminaría con el acto en el museo.

Después de encender su adrenalina con el miedo de la gente, él caminó tranquilo, nadie se atrevió a importunarlo y, sin contratiempo, llegó a su destino. Una vez ahí, su atuendo resultó demasiado peculiar para no mirarlo, pero éste pasó a un segundo plano, ya que la gente se concentró en la entrada rimbombante del arlequín: a marometas.

A diferencia de la calle, a Jeremías ya no le importó mirar hasta desquiciar al otro, parecía muy absorto en ir a cada sala a paso de cabriolas y luego, de pie, observar con atención cada cuadro que ahí hubiere.

¡Oh novia, tu cuerpo es hermoso; de miel son tus ojos y amor derrama tu delicado rostro!1

Una fulgurante sonrisa llenó su rostro, parecía iluminado por destellos dorados o quizá del sol; una excitación lo cubría en pulsaciones continuas que eran incontrolables. Su emoción era parecida a la de un desdichado perdido en el desierto, ávido de agua, con labios partidos, con las piernas y ojos hinchados de quemaduras a causa de un sol implacable; obsesionado en la fantasía de que él mismo se transforma en agua o cerveza y esta ilusión es lo único que lo sostiene en el caminar doloroso a la muerte, la cual se encuentra a un paso de abrazarlo. Después parece emerger lo imposible, un oasis, la salvación, el espejismo se descubre y materializa a los ojos del moribundo. Esta suerte de felicidad redentora era la que sentía Jeremías al contemplar, no a la mujer disfrazada, sino a la auténtica. A unos pasos de distancia su oasis le daba entrada. Su oasis, su hermoso reposo era ella, la de sonrisa contagiosa y mirada ilusionada, la que era difícil mirar y no sentir las ganas de vivir y reír. Ahí estaba con su gracioso sombrerito floreado que permitía a unos rizos escapar en mechones de la cabellera. ¡Qué redención! Igual al moribundo, que pretende correr al reposo cristalino, beber de sus tiernas aguas para ceñir a la vida, Jeremías intenta ceñir a la amada, saciarse en ella, mas a un paso de correr a su encuentro, ¡oh terrible!, el moribundo se da cuenta de que son los últimos minutos de vida y el oasis vislumbrado fue una quimera dada por la muerte como último recuerdo de vida. Al querer abrazarla, para sentir que le pertenecía, la mujer de mirada ilusionada desaparecía en un flashazo de luz. Ella estaría siempre a un paso de revelar el secreto de su humanidad, sólo que ese paso estaba destinado a desvanecerse como el oasis y Jeremías a morir de desesperanza como el infortunado moribundo.

 

Posaba sonriente, algunos curiosos fotografiaban a ambas, alegaban que el parecido entre la pintura y la disfrazada era asombroso. Él se acercó, le hizo un gesto gracioso con los dientes y ella río desenfrenada. Luego dio tres saltos en el aire y toda la gente quedó anonadada. El efecto esperado era para la dama, lo logró, fue la primera en aplaudir, luego siguió un estrepitoso sonido de palmadas. No fue suficiente, volvió a repetir el ejercicio. El público estaba encantado, el hombre no dejaba de saltar.

Nadie percibió que la chica disfrazada desprendió sigilosamente el retrato de la pared, caminó a la salida de emergencia, colocó la pintura en la cajuela del coche y se sentó unos minutos en la acera hasta que llegó el arlequín corriendo como sapo y agotado.

—Vámonos, hay unos locos que quieren que repita el acto.

Minutos después, el museo era un puntito negro que se perdía entre los árboles. Sara trataba de asimilar el torrente emocional de hacía unas horas, cuando la gente la admiraba y comparaba con el retrato (robado), incluso la mirada de Jeremías: fijamente idiotizada como si fuera el último diamante encontrado en el Katmandú. Por breves instantes se había sentido amada, que su relación tenía alguna relevancia, que ella no era una simple herramienta; la relación podía ser bella si se esforzaban un poco más. La incesante red de pensamientos no le permitió darse cuenta de que el otro había posado la mano en su pierna para acariciársela con ahínco.

—Me han dado unas ganas terribles de hacértelo aquí mismo —la voz de Jeremías impidió que las ideas continuaran; atinó a contestar con una sonrisa irónica.

—Conduce más rápido, ¿o damos otro espectáculo?

Llegaron en menos de cinco minutos a la casa, sacaron cuidadosamente la pintura de la cajuela, brincaron a la puerta y la abrieron con un fuerte estrépito. Ella colocó el retrato en la pared que Jeremías le señaló.

—¿Alguna vez te lo he hecho como arlequín? —la otra negó con la cabeza y empezó a desabrocharse el atuendo.

—Espera, no te desvistas, quédate así —no hizo caso e intentó quitarse la blusa.

—Te dije que no te desvistieras.

—¿Y entonces cómo? —respondió algo enojada.

—Nada más las pantaletas.

Sumisa, obedeció y se acostó en la cama, abriendo un poco las piernas. Él cerró los ojos y, al entrar, le pareció que era ella sin reservas ni lejanías, sintió romper la concha lustrosa de una almeja, encontrar la perla que se escondía de los hombres vulgares y ansiosos, reservada para el hábil y paciente explorador que recibe el trofeo del placer continuo, el cual se derrama a los amantes todas las veces que así lo deseen. Uno, dos, tres, cuatro fue el tiempo que duró la fantasía. La neblina había huido, ahora acariciaba la piel fuerte y certera de Sara, besaba sus labios húmedos que sabían a plástico duro, a nada; repasaba los senos de su novia y la sensación era igual que acariciar una lisa pared. Trató de localizar una partícula de fantasía para terminar. Sí, aún quedaba un dejo en el cabello, debía, debía hundir su rostro en éste, concentrarse en la última imagen de irrealidad y disfrutar de los segundos de encanto. Después, no fue nada agradable, un olor salado inundó la habitación. “Cierra los ojos, olvídate”, pensó. Durmió un rato y se mintió a sí mismo de que el sexo fue formidable. Al despertar, se dirigió al comedor y tomó asiento para observar a la amada que yacía en la pared. La miró largos minutos, deseaba se humanizara y saliera de su prisión; entonces podría tomarla por las caderas y hacerle el amor quién sabe cuántas veces. El deseo, las ansias eran inmensas, el placer imposible, por eso decidió sustituir su ausencia con el goce de poseer otro cuadro. Este goce lo calmaría unos meses, luego la distancia de la mujer volvería a ser inquebrantable, reaparecerían las ansias de hacerle el amor a un ser que sólo existía en un pedazo de tela. La idea lo angustiaba, le machacaba la cabeza a tal punto que se preguntaba si haber robado el cuadro había sido una maldición, pues la tendría cada día frente a él, inmóvil, estática, materialmente cierta y físicamente imposible. Pero es que no había nada más real que ese cuerpo de contornos modelados con brochazos gruesos. Angustiado se tapó los ojos y trató de pensar en otro cuadro, en otra artimaña para robarlo. Se acordó haber visto uno fascinante. Estaba en la exposición de un castillo. El propietario decidió compartir con el público su colección personal; había escasa vigilancia para decir ninguna; la excesiva inocencia del dueño lo haría sencillo.

—¿En qué piensas? —le sorprendió la voz de Sara que suspiró al mirar el cuadro con tristeza—. Yo no debo estar bien de la cabeza para ayudarte siempre en lo quieres.

—Qué cosas dices, mi amor, ¿no te gustaría ver colgado un Vermeer en la otra pared?

—Hemos tenido suerte hasta ahora, no sé si saldremos de ésta —él sonrío y la sentó en sus piernas y le dijo que nada pasaría.

—Ten confianza, mi amor.

 

Al mes siguiente logró conseguir la copia de un vestido del siglo XVII color naranja de encaje blanco. De nuevo él la instó a vestir como el personaje del retrato que robarían aquella tarde. Se preguntaba la razón que la llevaba a obedecer sus caprichos; era algo enfermizo jugar a estar de acuerdo sin poner ninguna resistencia; ni siquiera estaba segura de amarlo. La verdad era que le tenía miedo a los fines de semana pues los percibía como una soledad aguda, lastimera, y no quería imaginar uno sin Jeremías.

—Llegamos, sabes lo que debes hacer, ¿de acuerdo? —asintió. Entró al salón principal y los dos únicos guardias la miraron extrañados por el atuendo. Luego la observaron con atención, rieron y captaron enseguida al personaje que Sara representaba. Ella no les dirigió ningún gesto, su rostro era reflejo de estoicismo. Con la misma naturalidad con que una persona abre una puerta para entrar a algún sitio, comenzó a bailar una danza inventada por sí misma, siguiendo el compás de su respiración. Estiró las piernas al aire, contorneó su figura con las manos, movió rítmicamente la cintura y la cadera, sujetó el pecho entre los dedos, dobló la espalda hacia atrás, dejó ver más allá del cuello. Al final, realizó incontables vueltas que levantaron el vuelo del vestido y los guardias pudieron admirar que ella no traía nada debajo. Jeremías arrancó el lienzo del marco, caminó tranquilo a la salida, a su paso alcanzó a rozar los hombros de los guardias, pero ellos eran todo ojos y conciencia al pubis de Sara.

*

Lo miraba entre risas, vestido como arlequín él no dejaba de saltar como sapo, luego con los brazos y piernas abiertas simulaba ejercitarse. Jeremías estaba feliz, el último robo fue más sencillo que el anterior.

—Ponte el vestido naranja.

—¿Por qué?

—Porque sí, anda, querida —obedeció, se quitó la ropa y sacó el vestido del armario.

Cuando él la vio con el atuendo, se alejó unos metros de ella. Ya sabía que si se acercaba demasiado la ilusión se rompía. De lejos, Sara era la personificación de la muchacha del cuadro de Vermeer; bellísima. Cerró los ojos y la vio en su mente, manos pequeñas, nariz delgada, frente angosta. “Una mujer al fin sale del cuadro, tal vez la otra lo haga algún día”. Mantuvo los ojos cerrados y se acercó, la palpó en el aire hasta que la tuvo frente a él. Le besó los hombros y el cuello, luego le alzó el vestido. Vermeer nunca pudo ser tan placentero como en aquel instante, cuando Jeremías expulsó un gemido escandaloso y, acto seguido, se echó a dormir agotado. En su dormir, soñó que trabajaba como velador en un museo y que se arrastraba como serpiente entre las pinturas, las miraba extasiado cuando las iluminaba con su lámpara de mano. Podía sentir una sensación bullente en el cuerpo, el ansia de poseer al museo entero, que aumentaba al saberse solo entre las tersas columnas de marfil, entre los pisos resbaladizos y el olor de la pintura. Él y nadie más entre obras con marcos de plata y madera, libros antiguos encerrados en vitrinas. El vigilante nocturno, silencioso observador del arte, que jugaba entre las paredes con los retratos, que tomaba la pose pensativa de San Bartolomé de Rubens, sosteniendo la barbilla con la mano derecha. El vigilante que marchaba a la sala de Miró y veía con ojos frescos El carnaval de arlequín y sentía inundarle una ola de renacuajos inquietos multicolores que salían de la obra, que saltaban a sus hombros, pies y cabeza; en afán de imitación, el vigilante saltaba con ellos pero al décimo quinto brinco, despertaba excitado, y sacudía con vehemencia el brazo de Sara que yacía a su lado. Sabía lo que debía hacer.

—Sara, esta vez iremos a S..., una pintura de Miró se apareció en mi sueño y recordé haber leído en el periódico la llegada de una colección de éste, en la que se encuentra precisamente la obra que acabo de soñar. El nombre del cuadro hace honor a mi querido disfraz. Por otra parte debemos preparar la otra recámara, mi madre llega la siguiente semana; aprovecharemos para que nos cuide el apartamento.

En muy pocos días volvería a inundarlo un abismo de soledad provocado por la ausencia de la mujer imposible, aquella que solamente podía ver incontables horas. Debía suplir su ausencia; más, más cuadros, nunca serían suficientes para evitarla de su cabeza e imaginar verla salir de la pintura y acostarse consigo. Eran escenas verdugo que lo torturaban con la posibilidad de llegar a acariciarle las pantorrillas, recorrerle el cuello con los labios, sentirla desnuda entre las piernas con los senos aplastados al pecho, luego inclinarse para mordisqueárselos y después sentir el vacío. El final nunca era completado, siempre se desvanecía en un estallido de humo a pesar de quiméricos intentos por restituirlo.

—¿Cómo voy a intervenir? —preguntó Sara con una risilla que indicaba preocupación.

—Ya sabrás —respondió malhumorado. No le gustó que hablara mientras pensaba en la otra mujer.

*

Llegaron a S... y en unas cuantas horas sería la inauguración a cargo de Lorenzo Tadema (crítico de arte), que abría su colección personal al público, en una galería de su propiedad. Entre la colección se encontraban numerosas piezas de Joan Miró. El coste por la entrada fue exorbitante, sin embargo, previsor de esta circunstancia, tenía ahorros desde hacía mucho tiempo.

—¿Me vas a decir cómo voy a intervenir?

—Nada más simple: vigilarás en el automóvil.

 

Su presencia fue desapercibida. Sin el disfraz de arlequín era un tipo ordinario de cabello castaño, ojos grises pálidos, delgado y no más de uno sesenta metros de estatura. El traje azul que portaba tampoco lo ayudaba a notarse siquiera elegante, se veía como una hierba entre el pastizal de gente. Sonrió satisfecho, nadie lo miraba. La atención del público se concentraba en esperar al anfitrión, el cual no tardó en aparecer en las escaleras de madera del recibidor. Acerca de su apariencia, Lorenzo Tadema era un hombre contrario a Jeremías, medía un metro noventa, piel tostada, ojos brillantes, cabello cobrizo, mirada-sonrisa amable y encantadora. Era de entenderse que la mayor congregación en el lugar pertenecía al sexo femenino, quienes se peleaban entre miradas insolentes los favores del señor Tadema, al menos por esa noche. Jeremías sonrió satisfecho.

—Estoy agradecido por su asistencia. Todo lo que sea posible, mientras haya vida, se disfrute con el arte, poesía pura. El ala de la alondra, orlada de azul de oro, retorna al corazón de la amapola, que duerme sobre la pradera de diamante... —Jeremías estaba muy serio, contemplaba desesperado todo aquel teatro; deseaba tener esa dulce obra entre las manos—. No, no son los versos de un poema, es el título de una de las pinturas del artista catalán Joan Miró. Esta tarde exhibimos un total de quince cuadros de su composición. Quiero añadir que él no fue nada más un creador de poesía en colores, también fue un transformador de figuras cotidianas a fantásticas. Un ejemplo perfecto lo podrán observar en la primera sala, donde se exhibe Interior holandés I al lado de Hombre tocando el laúd del maestro holandés Hendrick Martensz Sorgh, la segunda pintura fue inspiración de la primera. Sean cautelosos en la observación, las escenas y las personas de la composición de Hombre tocando el laúd son representadas en Interior holandés I, pero en el proceso de representación, muchos segmentos serán substraídos o intensificados para otorgar una relectura moderna del arte, siempre en movimiento, sin ataduras a estructuras; rapidez, constante recreación: un arte cosmopolita. No digo más, disfruten de las composiciones.

Siguieron los miserables aplausos, llenos de delicadeza. Jeremías respiró aliviado y meditó, “al menos el fantoche dejó de hablar”. Con la vista trataba de buscar una de las salidas traseras que localizó el día de ayer, cuando estudió las instalaciones del lugar. La encontró, a su derecha se apreciaba una de ellas, la cual daba a un pequeño jardín, luego un pasillo decorado con esculturas de arte callejero, figuras humanas realizadas a base de materiales reciclables; al final, la ansiada calle. Respiraba lento, debía concentrarse y distinguir el momento oportuno. Era alentador cómo el gran total de mujeres perseguía a Tadema como si fueran perritos tras el olor de una hembra en su periodo mensual. Incluso se lo disputaban entre educados codazos llenos de maldiciones e improperios entre dientes. El crítico reía conmovido. Su rostro demostraba no disgustarle la idea de pasar la noche como un sultán rodeado de concubinas. Jeremías amaría su posible triunfo de esa noche y ser el sultán de otra composición.

Esperó una hora, mientras el público visitaba y observaba las salas de exhibición unas veces con real interés y otras, aparentaban. Llegó el momento del brindis: copas y más copas llenas de vino, él veía a los demás platicar de manera más abierta, sin los tapujos formales del principio. El señor Tadema, sin variar, rodeado de féminas. Los pocos hombres ahí reunidos... muy amigables pues al tomar la décima copa decidieron que no era mala idea entablar conversación con los guardias de seguridad. Así pues, estos últimos también fueron convidados a beber. A la doceava copa, el grupo masculino empezó a desarrollar una discusión acalorada sobre razonamientos artísticos; para aquel entonces los cuadros ocupaban un segundo plano. La representación era total, mucho más de la que Jeremías llegó a desear, pues consideró, gravemente, que los guardias serían un problema. Era el momento, su presencia era invisible. Dirigió con sigilo sus pasos a la tercera sala vacía; una vez ahí, sacó de la suela del zapato una navaja de filo indiscutible, hizo cuatro cortes en las orillas del lienzo, lo desprendió con reverencia de la cuna del marco que lo arropaba, lo dobló cuidadosamente a la mitad y caminó a la puerta trasera. Mientras se alejaba alcanzaba a oír las risas y los murmullos, los cuales disminuían a cada paso que lo acercaba a la calle y, al final, enmudecían. Silencio al llegar al automóvil donde estaba su fiel y callada Sara con muchas lágrimas en los ojos. Mientras lo esperaba, pensó que jamás veía esa alegría de él al verla. A Jeremías le bastaba poseer cuadros para ser feliz, no la necesitaba, ella era una pobre herramienta. Quería que la amara, deseaba amarlo y no lo lograba. Sentía unos rasguños en el pecho, como una hoja seca que se extendía y agitaba. Era la ausencia del amor, entonces no entendía por qué carajos le dolía.

—Adivina quién soy.

—No lo sé.

—El sultán de esta pieza —extendió orgulloso el lienzo.

—¿Y qué somos para nosotros Jeremías?

 

Al regresar de S..., Sara se reincorporó al trabajo de camarera y él consiguió un puesto de cantinero en un bar de la ciudad. Casi no se veían, ella trabajaba de día y el otro de noche. La madre de él continuaba en el apartamento y se iría en dos días. Ésta no le había preguntado el origen de las pinturas en la sala y en la recámara, se limitaba a sacudirlas a diario; prefería ser ignorante de explicaciones peligrosas. Eran las siete de la mañana del jueves y Jeremías ni su novia llegaron a dormir. La madre preparó el desayuno y no estaba preocupada, pensó que ellos disfrutaban en algún hotel una mayor privacidad que ella interrumpía. Justo cuando iba a comer el primer bocado, el teléfono sonó. “Mamá, nos han detenido, en la mesa del comedor hay una libreta, ahí está el número del abogado, no pierdas tiempo”. Permaneció sentada, trataba de asimilar la noticia. Se dio cuenta de que la casa era muestra viviente para inculpar a su hijo. Sin reflexionar, recopiló todos los cuadros encontrados a su paso, los amontonó en un rincón y fue a buscar al armario una vieja sierra eléctrica y con ella, uno por uno destrozó cada cuadro, primero los marcos, luego las telas, uno, dos, tres, cuatro y bocetos de Botticelli, cuadros de Bellini, Poussin, Eyck, Hals, Turner, libros y tapetes de la Edad Media, sufrieron del volcán demoledor de la madre desesperada. Fue atronador el sonido de la sierra al cortar y recortar duros marcos de plata y madera, en cambio los lienzos apenas rugieron de dolor cuando las tijeras maternas los rompieron en diez partes. Al concluir su obra, juntó los resquicios de telas, maderas, trozos de plata, en una bolsa negra, y salió de casa. Tenía la mirada perdida y una sonrisa de alivio. Su hijo ya no era culpable. Caminó por las calles, miró la gente sin verla, no tenía pensamiento alguno, blanco total. Llegó al río y como un autómata tiró la bolsa en las aguas tranquilas. Se sintió volátil y liberadora. Salvaba a su hijo de un montón de basura venenosa que amenazaba la salud del alma. Se repetía a sí misma para minimizar la acción cometida:

—¿En qué le ha sido provechoso el arte al hombre? Estructuras mentales, eso es todo. Qué tontería; mi pobre hijo detenido —con paso ligero regresó al apartamento y telefoneó al abogado.

*

Jeremías y Sara fueron identificados por los guardias de seguridad del castillo donde robaron el Vermeer. Aquéllos habían hecho un esfuerzo sobrehumano para recordar a los últimos visitantes del lugar antes de la desaparición de la obra, pues casi toda su memoria se había concentrado en otra cosa. Los guardias llegaron a sugerir la posibilidad de identificar a la mujer por medio de la descripción del pubis.

—Idiotas, ¿pretenderán que sometamos a todas las mujeres que asistieron a la exposición a quitarse las faldas y las bragas? —gritaron los agentes. Luego de semanas extenuantes, los guardias lograron dar una descripción suficiente. Las autoridades hartas de la investigación para encontrar al ladrón, optaron por un juicio rápido ante el ferviente deseo de olvidarse del asunto, sin haber encontrado ninguna prueba contra Jeremías y Sara (amén de la madre). Tuvieron que sembrar algunas pruebas en la casa del inculpado y poder condenarlo a nueve meses de reclusión en una clínica de salud mental. El abogado defensor, un tal señor T..., alegó que su defendido sufría doble personalidad y el jurado aceptó la explicación, debido a que se había llegado a un acuerdo: al no encontrarse pruebas y ante la urgencia de resolver el caso, si se insistía en la inocencia, los otros se encargarían de sembrar más pruebas incriminatorias y ahí no habría salvación para una pena no menor a diez años. El señor T... y Jeremías tomaron la decisión de no arriesgarse y aceptaron. La madre tuvo suerte, fue absuelta del cargo de cómplice. Con la pobre Sara tuvieron menos piedad, ella debió cumplir un año de cárcel, pues en plena facultad mental ayudó a un loco en robos de incalculable valor. En el transcurso de los meses de condena, Jeremías no se tomó la molestia de visitar a su aún novia, y cuando salió libre, ante obvias razones, ella mucho menos lo contactó. Nunca más volvieron a verse. La clínica y la cárcel fueron los remedios para terminar la relación.

*

Ocurrió algo interesante durante la estancia de Jeremías en la clínica, escribió un libro donde narró las memorias de sus robos y, con detalles microscópicos, señaló los errores de seguridad. Sugería una guía de recomendaciones para la protección de las obras. Tituló al texto Mi historia del arte. Al terminar su condena en la clínica, una editorial se ofreció a publicar la obra, la cual resultó, sin mayores sorpresas, un best-seller. Actualmente él viaja por todo el continente, firma libros en prestigiadas librerías, ofrece charlas en museos y escuelas. Se ha hecho muy rico. Precisamente el día de ayer preparó un ensayo para la inauguración de una galería, y aparte recibió la visita de un vagabundo. No uno cualquiera. Es aquí donde la vida de otro hombre encontró la fortuna. El vagabundo, en uno de sus peores momentos (porque no había encontrado nada de utilidad en los basureros), caminaba a las orillas del río, seguía la corriente del agua. Durante una hora se entretuvo en esta tarea; sin embargo, al observar hacia su esquina le pareció ver algo oscuro, lo cual le pareció extraño puesto que las aguas de ese río eran conocidas por su limpieza y brillantez. Se acercó, era una bolsa negra. Sí, la misma que la madre de Jeremías había tirado varios meses atrás. El hombre rescató la bolsa y la llevó consigo. Sentado en un rincón, se aseguró que nadie lo observara (de alguna manera intuyó que el contenido era importante y ameritaba discreción), abrió la bolsa y voilá, todas las piezas de arte deshechas ante sus ojos. No tuvo que hacer un gran esfuerzo para acordarse de las noticias acerca de los incontables robos a museos, de la aprehensión del ladrón; era un vagabundo bastante informado que estaba atento de las noticias divulgadas en las calles. Un poquito de investigación por aquí, por allá, y el hombre logró obtener la dirección de Jeremías, visitarlo y obsequiarle la bolsa deseable. Hubo un arreglo económico muy bien recompensado y desde ese día este hombre pudo dormir en un lugar cómodo.

*

Jeremías inhaló y exhaló conmovido, tomó asiento y con parsimonia se dispuso a abrir la bolsa. Miró triste la destrucción de la madre. Una mueca de labios, un gesto de desilusión circuló en su rostro y cayó entre los escombros de las telas. Le cundió la tristeza ante las ruinas que yacían entre sus manos; no obstante, se concibió dueño de aquellos lienzos; las piezas volvieron a él, en ruinas sí, pero le pertenecían. Unas gotas de esperanza recorrieron la memoria, luego se volvieron charcos, charcos de esperanza de que lo imposible se hiciera posible. ¡Por Dios! ¿Acaso era probable? La emoción lo cubría; escarbó entre las ruinas; así era, las cosas de espaldas se volvieron de frente y las de frente se volvieron de espaldas: una pintura quedó intacta, con unos cuantos rayones. La mujer de sonrisa contagiosa había regresado. Luego de una larga ausencia, la estrechaba fuerte entre sus brazos; pensar que en todos esos meses la daba por muerta, destruida, y ahora la contemplaba en el cuadro y cerraba los ojos y la veía con nitidez, lejos de la esencia a pintura; en ese instante podía sentir su olor a humanidad, a sudor añejo. Las cosas de frente, de espaldas; las de espaldas, de frente. ¡Oh! El paraíso se le extendió a sus ojos, la mujer ya no estaba en la tela, se había liberado de su prisión: estaba a su lado, le humedecía el oído con su aliento, acariciaba su rostro, se quitaba la blusa y Jeremías sentía la tibieza de las delicadas manos. Asfixiado en lágrimas, besaba la tersura de esos amados senos. Era suya.

  1. Safo de Mitilene.