Artículos y reportajes
Emilio Agra o la gracia de la eternidad

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Emilio Agra

(a mi querida Marisol Agra)

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La calle 10 de Diciembre de Maracay no era una calle. Era una pasión. El barrio El Carmen era un símbolo y nosotros una cuerdita de soñadores que hicimos del diario El Imparcial uno de los dolores de cabeza del gocho Guerrero Chacón. No faltaba el acento de Alfredo Henríquez Arias (El Charrito), quien también tuvo su tiempo para saber de nosotros. Por allí andábamos, desatados, mirándole la cara a Dios con desparpajo. Atados a todos los trabajos, a los más urgentes “tigres” gratuitos que la imaginación nos aportaba.

No recuerdo el mes ni el año de nuestro primer encuentro, pero fue un mes y un año que comenzamos a vivir a la sombra de intercambios, de sueños que convertíamos en pesadillas y de pesadillas que lanzábamos por las ventanas del ocio más amable. Fue a finales de los 70.

Venía yo de lejos, de un país cuya costra aún siento en mi piel. De la España de Franco. El mismo país de mi amigo Emilio Agra, con quien hice migas ese año y ese mes que hoy no recuerdo. Emilio regresaba de París donde fue a buscarle las tres patas al gato y se las encontró. Y también de su Galicia, de su finisterrae. Entonces nos creíamos zagaletones, rebeldes, testarudos y discutidores, conspiradores y alzados contra las nubes que tropezábamos en el camino. Y también andaban por allí Isidro Moreno, Héctor Chastre, Antonio Cabezas, Julio Jáuregui, Ramón Lameda, Santiago Otero, Alfredo Fuenmayor, Alejandro Ríos, Róger y Otto Rodríguez, Agustina Ramos. Unos arribaron más tarde, pero llegaron. El Nono Sucre, Rosana Hernández Pasquier, Eduardo Casanova, Emilio Faro. La cronología es un petardo. Un simulacro de la realidad. Estábamos casi todos medio perdidos entre tantos encuentros.

 

Caricatura de Emilio Agra2

Emilio era el más creativo. El más dedicado a recrearse a re-crear el mundo. Su facilidad para soldar los sueños, para trazar el universo y hacerlo una sonrisa. El más zumbado en eso de dejarlo a uno con los crespos hechos. Y pasaron los días mientras la ciudad se hacía más chica, más adolescente en medio de tantas promesas que jamás cumplimos, como no enfrentarnos y decirnos a veces las verdades o mentiras con la misma pasión con que hacíamos nuestras cosas.

Recuerdo en medio del desorden de esta nota la exposición en la librería Umbra, donde Emilio inventó un billete con su rostro asomado a medio mundo, casi de soslayo.

Emilio y su hermana, la bella Marisol. Emilio y sus viejos. Amables como aquellos gallegos que no hemos dejado de imaginar. Y allí estaba el creador, apasionado, sucio de paredes, del mismo barro de su mirada, sin camisa bajo el sol, sin protección al soldar, sin miedo a las formas que creaba. Feliz de ser un impertinente como todos los amigos que lo rodeaban. Porque eso éramos, impertinentes. Bohemios, instantáneos y reposados a la hora de dormir. Siempre despiertos, preparados, advertidos ante el poder de aquellos días y de los que vendrían, más allá de creer o no en lo que venía. Irreverentes, perpetradores de crímenes artísticos, poéticos, teatrales, astronáuticos, coreográficos, cromáticos, plásticos, demenciales. Había de todo en esa botica que nos aprovisionó el maestro Alejandro Ríos, suerte de padre astral en su azotea cósmica del callejón Intersan, desde la que veíamos el universo convertido en una simple semilla. Eso éramos.

 

Caricatura de Emilio Agra3

Ildemaro Torres lo escribió un día: “Son abundantes los detalles que permiten afirmar que hay una ‘manera Agra’ de recoger las vivencias de cada día y de crear humor a partir de ellas, inteligentemente, muchas veces en aguda fusión de la sátira y la gracia. Y cabe invitar a quien desee tener una evidencia definitiva del altísimo vuelo de su imaginación, a recorrer las páginas de sus libros”.

Fueron varios los libros que Emilio hizo, entre ellos Haga el humor no la guerra, La ñapa y Chávez sí-Chávez no. Pero lo que más nos marcó fueron los espacios que invadía y en los que tomábamos parte: El Cojo Iletrado, donde él ponía los dibujos y algunos de nosotros las letras. Pero antes conspirábamos en El Bagre, Matarile y mucho después en El Satiriodiquito (encartado en Contenido, octubre 1988-abril 1990), La ñapa, caricatura diaria que salía en El Periodiquito. Matarile nació por intermedio de Eduardo Casanova, y allí concurrieron Zapata, Eneko Las Heras, Eduardo (por supuesto), Kiko Bautista, León Levy, Claudio Cedeño, Kotepa, Aníbal Nazoa, Abilio Padrón, Isabel Allende y quien esto escribe, entre otros. De modo que la aventura fue larga hasta que muchos de los humoristas tomaron las de Villadiego celestial o aparecieron otros que dibujan el mapa actual del país.

Más allá de todo lo anteriormente escrito, más allá de la creación y las aventuras artísticas, estuvo la amistad. Nos hicimos familia gracias a los hijos. Los míos se criaron, se levantaron en los talleres de los amigos, en las casas de muchos poetas, en las universidades, liceos y pedagógico donde recorríamos alegrías y angustias. Y un nuevo ADN propuso la existencia de bendiciones cuando un raro ateísmo pululaba en la biblia de cierta clandestinidad inoportuna. Y digo esto porque a pesar del acratismo de algunos, los tíos se hicieron por la hermandad angelical y demoníaca de nuestras palabras, dibujos, cantos y deletreos existenciales.

Ahora la soledad se empina en una esquina de la calle 10 de Diciembre, en la fachada donde la puerta de Emilio, en el periódico que ayudamos a fundar hace años. En edificios, museos, galerías, casas de familia, en La Barraca, en Los Cedros o allá arriba en El Castaño donde tantas veces saboreamos rones e inventamos la vecindad con libros y jodederas diarias. O en la desaparecida azotea del viejo Ríos.

Ahora nos queda la soledad sin Emilio. O con Emilio. Son tantos los Emilios que nos saludan en el recuerdo, tantos los proyectos, los olvidos, la suerte de haber sido —en mi caso— parte de su vitalidad. Un Emilio que ríe y se burla de nosotros con la gracia de su eternidad.