La hipertrofia económica y política de Buenos Aires se proyecta, naturalmente, al campo cultural. Consecuencia de tal asimetría es que haya escritores nacidos en cualquier lugar del país, pero consagrados por la gran ciudad, y escritores “del interior”, cuyo menguado predicamento comarcano llega jadeante a “la cabeza de Goliath”, según la precisa definición de Martínez Estrada. A este grupo pertenece un gran cuentista, quizás digno de figurar entre los mejores que ha dado nuestra literatura, pródiga en el género. No dictan estas palabras el capricho ni temperamento alguno de iconoclastia. Las categorías críticas basadas en la aprobación popular y la cátedra tal vez no sean injustas o antojadizas pero, como todo arbitrio humano, no dejan de ser incompletas y provisionales y, por tanto, al menos discutibles. Se ha dicho que las nuevas generaciones deben releer a los clásicos para aprender, valorar y revalorar. Esta misma tarea se impone para con todos los libros de una literatura, desde que son cambiantes los gustos y falibles los juicios de los hombres. ¿O acaso los románticos alemanes no prefirieron a Calderón y lo pusieron por encima de Cervantes?
Así fue y así será. Por tanto, hoy reclamamos una proceridad que nos parece injustamente retaceada para Mateo.
En mi recuerdo, este autor aparece por vez primera convocado por Mignon Domínguez para la antología 16 cuentos argentinos:1 allí, junto a los consagrados Ricardo Güiraldes y Horacio Quiroga, están Fausto Burgos, Juan Carlos Dávalos, Pablo Rojas Paz, Luis Franco, Clementina Rosa Quenel, Horacio C. Rodríguez, Juan Pablo Echagüe, Lobodón Garra, Guillermo House, Susana Calandrelli Justo P. Sáenz (h) y Ernesto E. Ezquer Zelaya.
No ha de faltar, si ya no lo ha hecho, alguien que quiebre una lanza por ellos como yo quiero hacerlo ahora por Mateo Booz, seudónimo de Miguel Ángel Correa, santafesino nacido en Rosario el 7 de agosto de 1881 y finado en la capital de su provincia el 16 de mayo de 1943. A pesar de haberse dado a las letras desde muy joven y de haber escrito mucho, a saber: una biografía, tres novelas cortas, cinco novelas y dos poemarios;2 la elevación a la categoría de clásico que para Booz propugnamos se cimenta y se vale de un solo compendio de 1934, intitulado Santa Fe, mi país.
El libro se divide en cuatro capítulos dedicados a “Las ciudades”, “Campos y selvas”, “Los pueblos” y “Las islas”: en total, contando la “Dedicatoria y semblanza”, hacen dieciocho cuentos y relatos inspirados por el paisaje y el entramado urbano y humano de la llamada “Provincia invencible” y su linajuda capital, la ciudad de la Vera Cruz, múltiple y una.
La ciudad de Garay, sí, cuyas ruinas exhumadas en Cayastá por la obsesión patriótica de Agustín Zapata Gollán son la única reliquia que nuestra América conserva de una traza fundacional indiana; pero también la portuaria, abierta a comienzos del siglo pasado al comercio internacional; la leguleya, regiminosa y marrullera en que se cocinaban todos los tejemanejes del orden conservador; y la burocrática, última instancia a la que deben concurrir los dueños de los obrajes del extremo norte, los que quieren medrar con el presupuesto, los esperanzados colonos de la pampa gringa.
En general, la crítica ha enrolado a los escritores como Mateo Booz en un “regionalismo” cuyos méritos son a la vez la cortapisa de su posibilidad de trascendencia artística: se los ha llamado así porque observan y describen a sus paisanos con cierta benevolencia, sin traspasar el tratamiento epidérmico y circunstancial.
Aparentemente desvinculado de lo cotidiano y transcurrente, Mateo Booz trataba de elaborar su literatura en el remanso de su recuerdo. No le eran extrañas las inquietudes políticas y económicas de su tiempo; no era insensible a ciertas rudas manifestaciones de la injusticia ni indiferente a los aspectos negativos de un medio beato y tradicionalmente reaccionario con respecto a la inteligencia crítica de los escritores y de los políticos empeñados en transformarlo. (...) Este sacrificio le era impuesto a Mateo Booz por la sociedad en que él vivía, que no le hubiese tolerado ninguna crítica y que en cambio festejaba sus ironías y el ropaje piadoso con que el escritor cubría sus herejías.3
Parece que acierta Luis Gudiño Kramer, por lo menos parcialmente, con la caracterización de los escritores a los cuales es adscrito Booz. Describir, enumerar, memorar, no son operaciones suficientes para que la pintura de aldea se torne universal; para ello, necesariamente debe quien habite este vecindario del realismo literario poner de manifiesto la contracara de las relaciones humanas ostensibles en la cotidianeidad, aludiendo siquiera a los vínculos imperantes en el medio entre estado y poder factual.
Pero... ¿Booz sólo usó de la amable ironía que esquiva las honduras? Para Anderson Imbert así debió ser, porque no hace sino nombrarlo al pasar en su monumental obra crítica; pero Horacio Caillet Bois, por ejemplo, no detecta (o se muestra proclive a dejar pasar) esas supuestas debilidades:
Un hombre modesto pero de hondo saber y de muchas vigilias. Quienes le veían y conocían en su trato cotidiano y siempre cordial, no sabían quizá de las fatigas y afanes intelectuales en que perpetuamente vivía. Fue un escritor de raza. No quiso ser otra cosa que un humilde testigo de su tiempo y de sus contemporáneos.4 Y Mignón Domínguez, en la antología citada, emite un juicio lleno de reconocimiento a los valores estéticos perdurables de nuestro escritor: “Maestro de risas y de lágrimas”, como a Dickens, podríamos llamar a Mateo Booz, porque nadie como él ha tenido la flexibilidad en el relato y ha pulsado con tanto acierto la gama de los sentimientos humanos (...). Su pluma se dio a conocer con caracteres inconfundibles en diversas publicaciones del país.5 Sin embargo de lo cual parece señalar límites locales a todos sus reseñados: desde 1920 hasta 1930 y desde la fecha en adelante, el cuento nativo va afirmándose cada vez más y delineando su recia estructura. Todas las regiones del país tienen su escritor y cada vez se descubren más provincias literarias.6
Es que tal vez la valoración de Booz pase, como muchas veces acontece, por el filtro de la innovación formal. No la hallamos en él, es cierto, como tampoco se percibe la chispa del genio. Pero hay algo, algo... Veamos.
Este cuentista posee una capacidad innegable para penetrar y describir psicologías, un rasgo no siempre presente en un género que se nutre de recortes, situaciones puntuales, espasmos de la vida. Gracias a esa virtud, hace llevaderos y valiosos cuadros, inventarios de minucias en los que no pasa nada. Cerca en el tiempo, el gran teórico del neorrealismo italiano, Cesare Zavattini, preconizaba ese abordaje crudo de los seres humanos y ya veremos cómo confluyeron sus aportes en el arte nacional.
Naturalmente, Booz no cierra los ojos a los impulsos, a las relaciones, a las ideologías, al poder económico y a la impostura. Esa mirada aguda de la que hablábamos, enriquecida con la puesta en acto de los personajes en sus respectivas situaciones de poderío y sumisión, es lo que otorga a su trabajo raro sabor personal, que realza el uso de un lenguaje rico y funcional.
Un rasgo común a los escritores del interior argentino es la conservación más o menos pura de la herencia idiomática de España. El aislamiento de los grandes centros urbanos en que se cuecen las vanguardias, cierto orgullo de linaje y de casta y la falta de renovación del habla por defecto de migraciones internas y externas explican a veces ese esplendor verbal. No es el caso de Booz: Santa Fe y Rosario son puertos de ultramar desde principios del siglo pasado, y mal podrían las clases conservadoras ejercer el desdén castellano por el espíritu fenicio del tráfago comercial de bienes y de ideas. Permeable, pues, a las innovaciones venidas con los barcos, Booz se expresa en el más noble castellano, así como el músico se vale de los acordes, las notas disonantes, los silencios. Emplea las palabras y giros más o menos antañones sin alardes, sólo teniendo en cuenta su funcionalidad estética.
Si, por ejemplo, escribe “zaguero” o “hechizo”, lo hace dándole a estas palabras su casi perdida función de adjetivos; cuando pone “paredaño” precisa sin dudas a qué clase de vecindad se refiere, realzando el valor de la etimología ante su lector sin necesidad de mandarlo al diccionario; si estampa “cutre” a un personaje, lo hace para retratar a éste como “pobre”, “sucio”, “tacaño” y “miserable”, sacando (con envidiable economía de medios) provechoso partido de la polisemia. Si dice “pergenio” refiriéndose a un niño es porque con ese vocablo refuerza la ironía de la situación; si, en cambio moteja a un santón de “tracista” es porque quiere poner de resalto que el individuo es una máquina de tretas y engaños, tal como cuando a un abogado dice “rábula” lo presenta indocto, leguleyo y charlatán.
Estos términos, estas palabras, usadas con sabiduría y maña en una prosa proporcionada y elegante, hacen música a los oídos del lector; y cuando la palabra escrita adquiere musicalidad —esto es: cuando no ha sido desnaturalizada— es porque está muy cerca del arte mayor. “La sinecura de don Cristino”, “El cambarangá”, “País de infieles”, “Los inundados” y “Pasó el príncipe” son cuentos perfectos en los que cuaja reconocible el estilo de un auténtico creador.
Dos palabras sobre los últimos dos.
En 1953, el mundo aplaudió a un renovado cine español en el trabajo de Luis García Berlanga Bienvenido, míster Marshall, que hacía mofa de las inútiles esperanzas de unos pobres aldeanos de Castilla —travestidos de andaluces para dar al visitante mayor “tipismo”— de cierta misión yanqui de ayuda económica. Disfrazados, endomingados, ilusos, contemplan azorados cómo el personaje pasa raudo sacando apenas una mano por la ventanilla de su automóvil. Entre nosotros, la crítica argentina morigeró las alabanzas al hallazgo, porque reconocieron en el recurso el precedente de Kilómetro 111, película de Mario Sofficci de 1938, escrita por Enrique Amorim, Carlos Olivari y Sixto Pondal Ríos. Pero es relativizar los méritos de los guionistas o del director, porque Mateo Booz, en 1934, había creado la patética situación en “Pasó el príncipe” con la misma intencionalidad económica, política y social que los cineastas, pero en el marco de la visita de 1924 del príncipe Humberto de Saboya.
En 1962 un filme argentino gana el premio a la mejor ópera prima en el Festival de Venecia: Los inundados. Su director es Fernando Birri, discípulo de Cesare Zavattini, egresado del célebre Centro Sperimentale de Roma y director de la prestigiosa Escuela de Cine de la Universidad Nacional del Litoral. Este hombre, reverenciada gloria viviente, formado en Europa y considerado el padre del Nuevo Cine Latinoamericano, encontró en el cuento homónimo de Mateo Booz la materia capaz de mostrar un drama social con humorismo, las lacras políticas con sarcasmo y la indolencia de los sufrientes tratando de sacar partido de la situación con amor y comprensión.
Se ha señalado que la dedicatoria (y, consecuentemente, el título) del libro es toda una declaración de principios al establecer “una asociación entre hábitat y territorio político, entre una idea anchurosa como la de país y la reducida realidad, íntima y recatada, de la vecindad, y dado jerarquía enfática a la arraigada convicción federalista de los viejos santafesinos”.7 Tal vez así sea, pero no se puede olvidar que otro gran escritor, fundamentalmente poeta, también usó de la idea. Me refiero a Antonio Esteban Agüero, autor del bellísimo poemario Un hombre canta su pequeño país. Creo entrever en esos títulos, más allá de las relaciones de vecindad y arraigo, la percepción de que nuestra Argentina es una nación invertebrada, como decía Ortega de España, en la que Buenos Aires dicta a su sabor las normas que rigen el canon literario. También, la esperanzada decisión de replegarse en el pequeño país, hasta que nuevos tiempos, la aparición de nuevos cartabones críticos o, simplemente, la mudanza del gusto, pongan las cosas en su lugar.
Referencias
- Lajouane Editores, Buenos Aires, 2ª Ed., 1960.
- Santa Fe, mi país, prólogo de Luis Gudiño Kramer, Ed. Eudeba, Buenos Aires, 1963, pág. 6.
- Id., pág. 10.
- Prólogo a la edición de Tres lagunas, cuentos, Ed. Castellví, Santa Fe, 1953, según Domínguez, op. cit., pág. 166.
- Domínguez, id., pág. 166.
- Id., pág. 11.
- Kramer, op. cit., pág. 8.