Artículos y reportajes
Mariano Picón Salas
Mariano Picón Salas.
Páginas que otros escribieron...

Comparte este contenido con tus amigos

“En arte no es lo mismo
la utilización que la imitación”.

Harold Rosenberg.

Páginas que otros escribieron y en las que escuchamos ecos de lo que nos gustaría decir a nosotros. En cercanías o coincidencias con ciertos libros y ciertos autores, vamos acercándonos al reconocimiento de nuestra propia escritura.

Un día cayó en mis manos uno de los ensayos centrales de Octavio Paz: Los hijos del limo. Su prosa me deslumbró. Sentí que ella reunía, junto a la contundente expresividad de verdades que parecían no admitir réplica, la belleza formal de una palabra que era poesía en el más exacto de los sentidos. Era la intensidad y exactitud del término al lado de la profundidad de verdades expresadas irrefutablemente. Inmediatamente leí otro de sus ensayos fundamentales: El laberinto de la soledad. Llegarían luego, uno a uno, la mayoría de sus trabajos en prosa.

Una de las cosas que más reconozco en Paz es su habilidad para relacionar argumentos —no importa qué tan alejados del aquí y del ahora del autor se encuentren, no importa qué tan vastos sean sus alcances— con vivencias convertidas en imaginarios de vida. Recuerdo su discurso de agradecimiento al recibir el Premio Nobel de Literatura. En él se detiene en diversos temas: la modernidad, la literatura del siglo XX, la historia latinoamericana; y, de forma extraordinariamente certera, logra introducir en todos estos contenidos esclarecedoras analogías con vivencias personales. ¿Cuándo —se pregunta— descubrimos que nuestro tiempo personal se aparta del tiempo que rodea a todos? ¿En qué momento nuestra soledad resulta insuficiente o insoportable? ¿Cuándo nuestra imaginación nos aleja de nuestro entorno? ¿De qué forma éste nos abruma o desconcierta?

Creo que lo más trascendente de la obra ensayística de Paz debe entenderse como la interpretación de un entorno desde el profundo compromiso de una ética personal que todo lo contempla y valora desde el prisma de su humana experiencia. Distingo en él una de mis más indudables referencias literarias. Se definió siempre a sí mismo como poeta; en lo personal, lo considero como un extraordinario pensador que supo apoyarse en la maravillosa fuerza de la poesía para hacer más hermoso y trascendente cualquier argumento.

El ensayo autobiográfico fue un género que el venezolano Mariano Picón Salas supo utilizar con inusual maestría; no para contar su vida, sino para contar desde ella, para evocar su existencia a través del sentido poético de convicciones y sentimientos. Picón Salas escribe desde una profunda fe en ciertos descubrimientos alcanzados. Comentó alguna vez que vivir era mucho más difícil que poseer una teoría sobre la vida. Dijo también que la escritura había sido para él un sustento, un asidero en la difícil aventura de vivir.

En un libro esencial: Regreso de tres mundos, libro de balances y despedidas, texto del final del camino, Picón Salas comparte con sus lectores algunos hallazgos. El primer capítulo es “Adolescencia”. Difícil y trabajoso hacerse junto a los otros o comenzar a ser junto a los otros es la adolescencia, tiempo cuando abandonamos la generalmente complacida soledad de la infancia, con todos esos espejismos que pudieron hacernos creer que el mundo existía sólo para nosotros. La adolescencia es la más difícil y riesgosa de las épocas. Muchas cosas, demasiadas cosas se juegan en ella.

En otro capítulo, “Tentación de la literatura”, Picón Salas refiere cómo la escritura llenó para él espacios, cubrió vacíos, calmó temores, dominó incertidumbres. Escribir fue catarsis, autodescubrimiento, también una forma de enriquecer el tiempo vivido.

El último de los capítulos, “Añorantes moradas”, es, a mi juicio, el mejor de todos los momentos del libro. Es la conclusión que da sentido a sus páginas. Todo lo vivido —se afirma en él— es experiencia, y de lo que se trata es de sentirnos satisfechos de esa experiencia. Es la gran respuesta de Regreso de tres mundos: la íntima complacencia frente al camino andado. El triunfo en la vida... ¿Qué significa exactamente? Picón Salas da su versión: no consiste en acumular poder ni dinero; ni uno ni otro bastan. Son cosas mucho más intangibles y trascendentes las que pueden colmarnos: la serenidad, la fortaleza de espíritu y, por encima de todo, cierto íntimo acuerdo con eso que hemos llegado a ser.

Un autor con el que desde hace años mantengo una relación muy contradictoria es Emil Cioran. ¿Por qué suele ser tan frecuente hallar incuestionables expresiones de sabiduría en seres de palabras que se ahogaron en sus propios laberintos o en lo más profundo de sus infiernos? Si distingo en Cioran a un ser permanentemente insatisfecho con todo y de todo, inagotable vociferador de su amargura e incansable teórico de una aparente autodestrucción, infeliz por voluntad propia y extraviado también por voluntad propia, entonces me inclino a mirarlo con el más profundo desdén. Pero si lo contemplo como a un individuo que con sus escritos supo aludir a irrefutables realidades de la condición humana, no puedo menos que incluirlo entre mis más cercanas referencias.

Creo que de Cioran es necesario pasar por sobre sus caricaturas y estridencias, y saber detenerse en esas irrefutables respuestas que él, como nadie, supo vislumbrar y comunicar. Cuando pienso en su escritura tres palabras vienen a mí: refugio, rebeldía y resistencia. Las tres tienen que ver con una escritura entendida como conjuro de muchas cosas que nos alienan desde el afuera: códigos demasiado acatados, excesivos lugares comunes, veneraciones incomprensibles, aburridísimas obediencias, mímicas que nos resulta imposible repetir...

Jorge Luis Borges me enseñó que las palabras podían ser mucho más que sólo palabras, y que los espejismos podían convertirse en la más valiosa de las inspiraciones. Me enseñó que nuestras lecturas podían ser tan importantes como nuestras experiencias de vida, y que los asombros podían hacerse voces que construir y reconstruir una y mil veces. Me enseñó que escribir significaba trabajar una palabra que era, esencialmente, una sola. Me enseñó que lo que para muchos podía ser banal para otros podía ser sagrado, y que los límites entre lo real y lo imaginario suelen ser muy tenues. Me enseñó, también, que nuestras devociones literarias pueden constituir una suerte de canon que, por sí mismo, llega a justificarnos.

Borges enunció que la vida podía ser un pretexto para la escritura. ¿Habría otra manera de reconocer la grandeza de las palabras que su posibilidad de legitimar una vida?