Letras
El otro

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Ahora él es la imagen y se presiente otro
en su constelativo juego... Voces diversas,
superpuestas se me imponen...

Diario de Sahiswal. Rosa Castillo

El tiempo fatídico de J. A. se inició en el mismo instante de su nacimiento. Su carta astral marcó un Júpiter en confluencia con Neptuno. La carta explicaba su sol, su medio cielo, el ascendente y las propiedades de cada planeta en tránsito, marcaba el carácter, la personalidad y su destino. Escorpio en el ascendente le mostraba la faceta de su determinación y complejidad de carácter, aunque a veces podría actuar instintivamente y propender a reaccionar inconscientemente mediante respuestas negativas inmediatas, sin analizar las consecuencias ni asumir el porqué de su actuación. Rasgos inexplicables porque él siempre había pasado por timorato y suavena, además, de un tiempo para acá se sentía anómico, sumergido en un mar de incertidumbre, tal como su amigo Pedro Atencio —el maquillador de difuntos—, con quien le unía una gran empatía, tal vez por la similitud de sus perras vidas.

Esa carta fue más allá de la realidad ya que desnudó motivaciones y deseos ocultos en su verdadera personalidad, descubrió talento y potencialidades para el bien y el mal, es decir, le quitó la máscara y le rasgó el disfraz al mostrarle su yo verdadero, ahí emergió la fachada del “otro yo”. Un ser desconocido y enigmático, rodeado de misterio y con tendencias torcidas y oscuras.

La astróloga Norah le había expresado seriamente:

“Tú carácter místico neptuniano puede adoptar formas constructivas o destructivas a partir de confusiones mentales. Si alguien que amas te traiciona, eres capaz de odiar y vengarte con el mismo fervor con que una vez amaste”.

La sentencia lo zarandeó, tocaba una fibra sensible de su vida. Sin embargo...

—PPL, Pura Paja Loca —se dijo con escepticismo y sorna—, además la violencia no es elemento de mi código, en él sólo destacan el canto y la poesía.

J. A. decidió no influenciarse con las revelaciones y continuar su tránsito vital al ritmo de los acontecimientos, espinosos, ácidos, funestos, vergatarios o tal vez plácidos y cristalinos, no había otra opción sino la de “laissez faire et laissez passer”.

Tal vez por ello, un tiempo fatídico, inexorable —excepto contadas excepciones—, lo enmantó toda su perra vida, y el patetismo colgó siempre sobre sus hombros un manto con olor a trementina y formol. Era un muerto en vida.  Quizás —elucubraba con frecuencia— eso le había impedido tener algo con la catira, la vecina de la casa azul con rejas negras. Aquel hembrón que pasaba tongoneándose cada tarde por el frente de su vivienda camino al bar de la esquina. Todavía saboreaba la amarguitud del desencuentro que el domingo en la noche le hizo despeñarse por el barranco del despecho frente a la mesa sin mantel del bar Todo Es Tuyo.

—No, marico, contigo nada de nada... Es más, enano digital, te borré de mi Facebook.

Con sonrisa diabólica se alejó marcando el ritmo con sus altos tacones.

TOC, TOC, TOC.

Esas palabras taladraron las membranas cerebrales, abortaron la materia gris y profundizaron la pena...

“Ay pena, penita pena, pena de mi corazón, que me corre por las venas
lo mismito que un ciclón”...

—Cierto que yo la acosaba enviándole mensajes encriptados —de puño y letra— que ella no descifró o los volvió mierda o ceniza como a mí. Esa pasión se trastocó en delirio y disociación, ahora cuelgo como trapo deshilachado y el óxido se siembra en mi alma, cuerpo, miembro y, sin posibilidad de compensación, debo tragarme mi fracaso. ¡Qué dolor tan jodido y herrumbroso!

Aquella medianoche del lunes 7 de agosto —fosca como la de Poe— y, sin embargo, misteriosamente bajo un cielo estrellado, la influencia de la Luna llena en Escorpio en conjunción de Marte explosionó las pasiones de J. A., quien, cual lobo herido, sintió cómo el desgarre de fuerzas incontrolables le obligaba a incursionar en el túnel de una violencia jamás vivida.

Ya por la madrugada —al filo de las dos de la mañana—, cuando la solitaria almohada recibió la cabeza febril de J. A. disponiéndose a dormir, pensó que su cabeza pendía en hilos finos de araña y su deseo se ahogaba en tinaja sin fondo. Luego de la vigilia y del intento por concentrarse en el poema de Lorca.

“Hoy siento en el corazón / un vago temblor de estrellas / y todas las rosas son / tan blancas como mi pena”.

Sintió una tensión inusitada al tiempo de asaltarle un pensamiento hostil, él no lo sospechaba pero una fuerza maligna le había escogido como víctima tendiéndole  una red aprisionante, una urdimbre tejida entre conjuros y rezos.

Poco a poco le envolvió la sensación de sumergirse en un pozo de aguas cenagosas y el remolino del tremedal lo vapuleaba en sus redes impulsándole a dar vueltas sobre sí mismo hasta perder el sentido propio, el de él, el de sí mismo, su mismidad, el sentido de Juan Alberto, su yo vigente, hasta hacía unos segundos... Él era un Olivares de los Olivares exitosos, de los de más acá, y tenía que superar ese barranco. Entonces invocó al más allá, a la Medusa hechicera de la infancia, y escupió con ella el conjuro con palabras aguardentosas, enmantadas de iracundia.

“Eres mía, de nadie más, me perteneces en cuerpo y alma / te poseo en carne y pensamiento / voy a extraer tus jugos / a sorber tu aliento”.

De lejos, del infinito, le llegaron voces ululantes incitándole a seguir un mandato; ahí se inició la transmutación, era el umbral de la posesión diabólica, entonces asumió su destino, se metió en otra piel o tal vez otra vida penetró en la suya, recorriéndole palmo a palmo, apoderándose de su alma, de su pneuma, sorbiéndole el aliento. La armazón espiritual y corporal se transformaban, el físico se desdoblaba notablemente, igual ocurría con su armazón sentimental. El alma arrugada inclinándose a un abismo y el espíritu convertido en un aliento terrorífico, proveniente del lodo putrefacto que penetraba por sus aberturas.

—Algo me expulsa a una dimensión extraña fuera del reino de la naturaleza, desaparezco de la escala taxonómica, ni siquiera el reino protista me cobija.

Ahí nació el impulso incitándolo al exterminio. Una desazón tasajeando el alma. Un ansia de venganza y de sangre. ¿De qué, de quién?

Todavía era una incógnita, más adelante tal vez... Aunque pensó en ella...

Saltó de la cama, un punzazo agudo le penetró el pecho. Se miró al espejo, y vio la imagen de un rostro sombrío reflejado en el cristal.

—¿Quién es? —se preguntó con desazón.

—No soy yo, es otro... —se respondió confuso.

Se pasó las manos por el rostro en gesto nervioso como queriendo borrar la expresión siniestra de aquella mirada fija, que le conminaba a seguir una instrucción que aún no escapaba de los labios sellados. No se concretaba en palabras el pensamiento funesto, el exhorto, que los ojos del otro reflejaban. Cerró fuertemente los suyos tratando de huir por la tangente. La indecisión tomó cuerpo. Sintió un soplo de arrepentimiento. Inútil. Era tarde. El otro seguía allí, imperturbable en su gesto amenazante y hostil incitándole a la venganza.

El sudor se asomó por los poros abiertos de par en par.

La pesadilla del otro posesionándose de su identidad, cuerpo, alma, espíritu... que lo perseguía noche a noche, no era ficción... era la puta realidad.

Presintió que había llegado la hora.  ¿De qué? Quién sabe...

¿Qué fuerzas se desatan y me empujan a destinos inciertos e insospechados?

¿Es su indiferencia y su rechazo a esta pasión cortavenas lo que me lleva al umbral de la locura?

¿Es el carácter místico neptuniano como predijo Norah?

¡Qué un holista me diga aquí y ahora si actuar en contra de la conciencia!

Pido un interlocutor válido que explique el porqué del descontrol de mis actos.

Yo siempre tan ecuánime. Escribidor, el miedo me arrincona.

Ruego al creador de la historia, al que mueve los hilos —casi sin vela en este entierro— que reescriba este guion y enderece sus líneas torcidas.

Ojalá se le borre la memoria escrita y no la recupere nunca...

¡Qué alguien sacie mi trópico sediento y conjure mi sed de venganza!

¡Oh! Rosa de los Vientos, dale otro rumbo a este precipicio.

En el despeñadero Thanatos verterá su gelidez.

¡Coño! Presiento su ojo ciego y avizoro la muerte enmantada de grises.

 

Aquel día —8 de agosto—, pasadas las seis de la mañana, el timbre insistente del teléfono despertó a J. A. del sopor. Un cansancio inusitado se había apoderado de su cuerpo como si hubiese realizado un gran esfuerzo. Respiró profundo. Se miró en el espejo. Al reencontrarse, una sensación de alivio le recorrió cada centímetro de piel.

—¡Soy yo! —exclamó con euforia. Sin embargo...

La algarabía y los gritos destemplados de vecinos lo perturbaron.

Se asomó a la ventana.

Un ramalazo le cimbró al ver el tumulto frente a la casa azul con rejas negras.

Corrió a toda prisa. La camisa abierta dejaba ver unos rasguños en el pecho.

La dantesca visión del cuerpo desnudo y sangrante de la catira sobre la cama, encharcada de rojo, lo paralizó por instantes. La confusión mental se hizo presente hasta que un flash retrospectivo le trajo la puesta en escena que dio lugar a la tragedia. Zarpazos. Violación. Grito final.

Vio la mano empuñando la daga salir sigilosamente de la habitación.

¡Coño! 

—¡Maldito el otro! —expresó con rabia mientras sus manos estrujaban la carta astral.

Despavorido huyó con el grito final pisando sus talones... mordiendo su espalda... taladrando el viento, hundiéndose en la niebla.

Hasta el más nunca...