Letras
Dos relatos

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Un hombre en el café de la calle Miró

9:50 am.

El café era dulce, más de lo acostumbrado, por un momento pensé en hacerle un reclamo a la señorita que me había traído la taza de café, pero no, no tiene caso: una cucharada más de azúcar es soportable, al menos hoy. Es uno de esos días donde parece que nada puede afectar el estado de ánimo. La emoción se palpa desde la noche anterior en la que no se puede dormir bien, porque piensas en el día de mañana y todo lo que en él contiene. No me venció el sueño hasta más allá de las dos y media de la madrugada: normal, sigo sintiendo una serie de sensaciones en el estómago como de enamorado, de amante, cada vez que llego al punto culminante de la relación —antes de salir de casa, hice un repaso de todos mis suvenires como es mi costumbre cada que hago espacio para uno nuevo.

La cafetería está metida en la calle Miró, a esta hora somos un par más de personas y yo tomando café. Ellos leen el diario, cargan portafolios y llevan traje. Yo soy una especie de imitación mejorada.

Espero a que salgas.

Gusto por sentarme, desde hace un par de semanas, en la primera mesa, pegada al ventanal, mi cara se esconde en la forma de media luna de la C que hace de anuncio para los transeúntes. Igualmente ésta me da el espacio suficiente para ver hacia la calle, pero sobre todo, a la puerta de entrada del edificio de departamentos donde vive Dalia.

Ah, Dalia, te saboreé ayer en mi sueño.

 

10:00 am.

Dalia sale del edificio con su carita de ángel perdido, su delgadez la hace ver frágil como si se fuese a romper al toque; sus lentes se nublan con el sol y cubren sus ojos que ya he visto: almendras. Siempre hace gestos al primer contacto con la luz solar y suelta un estornudo de alergia. Alisa su cabello —vanidosa—, y su vestido de caída a las rodillas. Su piel es de un blanco escandinavo. Camina completamente erguida que hace verla más alta.

Dalia está lista para irse, espera un par de minutos y toma el primer taxi que pasa.

De un trago termino el café, limpio las comisuras de mi boca con una servilleta, pago, no dejo propina, hoy no; salgo del establecimiento, suspiro; regresaré. Dalia llega pasadas las 9:00 pm. Nunca falla. Siempre es así. Tan puntual ella.

Mi relación con Dalia es meramente sensitiva, como dos fantasmas que no saben que cohabitan el mismo espacio, dos sombras que no llegan nunca a tocarse, y sólo falta que uno de los dos logre pasar al otro lado para que entonces nos veamos y estemos frente a frente sin decir nada en ese primer momento donde a ellas les recorreré un escalofrío y se les hiela la sangre; sus rostros pálidos —el miedo es inevitable—, tal vez, sienten las piernas flojas y querrán desmayarse: no importa, muchas se desvanecen sobre su cama.

Aunque nunca se sabe, todas reaccionan de diferente forma; no hay iguales, lo distinto es en parte lo que me agita y produce en mí las ganas de hacer que se me entreguen por completo. Algunas corren y las persigo: es divertido.

Pero esta noche será diferente, cambiaré mi modus operandi, no llegaré a ella en ninguna de mis formas más oscuras; a ella quiero verla y escucharla con su tono de voz más apacible.

 

9:00 pm.

Es mi segunda taza de café. Leo un cuentito de Bolaño aunque he de ser sincero: no estoy entendiendo nada porque sé que ella está por llegar y eso me pone muy nervioso. Repaso en mi cabeza lo que debo hacer; hago una lista mental de mis herramientas para estar seguro de que nada falte: cuchillo, cuerda, cinta y guantes. Antes de que Dalia llegue, pido un cappuccino mediano para llevar y un panecillo.

 

9:10 pm.

Me distraigo —para menguar las ansias— en el recuerdo de Elisa: pequeñita, delicada, tierna, ingenua, pasiva; figurita de cristal cortado, retrato de Renoir; parecía una niña, jovencita —como mi Dalia—, a la que extraño. Con ella fue una lucha de gritos, manotazos, sollozos; sin embargo, lo emocional se disipó rápidamente; y llegó el punto en el que nos dejamos llevar por los impulsos, por lo impredecible de la carne convulsa, así, hasta llegar al orgasmo, y fue cuando ella gritó más fuerte de lo esperado. Me bañó completo con su último gemido, por eso me fue imposible callarla en ese instante —poco después le corté la garganta. Elisa me había mandado al más hilarante de los éxtasis. Me quedé con uno de sus anillos, que guardo con un amor indescriptible.

Con este recuerdo llegan otros y otros, de mis tantas mujeres; tengo espacio para todas, pero ahorita no tengo tiempo para rememorarlas como se merecen. Aguanten mis amores, aguanten, se les unirá Dalia en un rato, pasaremos la noche con ella, no se preocupen.

 

9:15 pm.

Dalia entra a la cafetería como usualmente lo hace.

Si no fuese hoy el gran día, yo estaría esperándola dentro de su departamento, escondido por ahí, a la espera de verla desnuda, lista para darse un baño y meterse a la cama; y la vería desde muy cerca, parado al pie de su cama la contemplaría por un par de horas; escucharía su respiración de agua en calma; después, saldría con sigilo de su departamento, todavía con el olor de su perfume en mi nariz —tengo que aceptar que ayer tuve ganas de quedarme con ella toda la noche, como con las anteriores. Pero ya me aburrí de eso, ahora quiero interactuar con ellas. Quiero ver sus dos estados emocionales, el natural, pasivo, relajado: que se sientan cortejadas para alargar la fantasía y de pronto, ¡uf!, el cambio a miedo, terror, angustia: su estado más animal. ¡Ah! —el sólo pensarlo, y más con Dalia, me ha producido una erección que de prisa calmo.

 

A Dalia la cubre una gabardina color crema. Se acerca al mostrador, pide un café expreso y un muffin. Yo estoy con la cabeza gacha, mirándola de reojo. De su bolso saca su cartera, de ésta toma un billete y paga su cena. Me adelanto a salir de la cafetería, la espero a un costado de la puerta de salida. Ella sale del lugar: la choco, le pido que me disculpe que he sido un completo idiota; el café se esparce por el suelo; la bolsa con el panqué cae también. Dalia dice que no me preocupe, que ella ha tenido la culpa por no fijarse; le digo que me permita comprarle otro café, o mejor, le doy el mío junto con el pan que cargo en la bolsa de mi chamarra. Ella intenta decir algo pero interpongo mis palabras a las suyas y le pido que por lo menos me permita acompañarla a su casa, con la cara más amable que pude. Dalia accede aunque aclara que vive en el edificio de enfrente: “Vivo cruzando la calle”. Le digo “no importa” al tiempo que le entrego mi brazo para ayudarla a cruzar la calle como todo un caballero; ella confiada acepta —después de todo, ¿qué podría hacerle un joven con cara de niño como yo?— de pronto, casi al llegar a la puerta de entrada del edificio, me echo a reír, Dalia pregunta que por qué me rio, le digo que son nervios, sólo nervios.

 

Un hombre contemporáneo

A Roberto le cayó la noche sin importarle, mejor, no la vio llegar como siempre. Las teclas de su ordenador las machacaba en cada intento por no dejar rastro de error ortográfico. Después, voces cada vez más altas en tono, entre agudas y graves, el rechinar de respaldos de sillas flojas, lo despabiló. Guardó la captura del día y apagó la computadora. Resopló al tiempo que echaba en su portafolio dos papeles propagandísticos sobre cierta obra que se presenta en el teatro de enfrente que él nunca vio, junto con el montón de hojas que guardaba celosamente para, al día siguiente, continuar con su trabajo. No se despidió de nadie al igual que ninguno de sus compañeros advirtió su sigilosa marcha.

Cabizbajo, con los ojos echados sobre la acera caminó dos cuadras, bajó las escalinatas del subterráneo. Esperó junto al calor humano que se podía contar por un par de miles, todos amontonados, el vagón del metro. Se dejó sobre la espalda de otro que esperaba ansioso entrar en la lata naranja. Cual cuerpo muerto sobre mar, echado a la suerte, con la inercia en pleno acto, entró. Allí, no quiso ver a nadie. Se internó en sí mismo donde la pesadumbre era su somnífero. Al llegar a su casa, viejo departamento, chico, en el que todo lo que habita ahí parece sufrir un estado perenne de amnesia cruda, y con la pena tendida sobre el plato, cenó algo que parecía haber sido preparado mucho tiempo atrás dado el estado descompuesto de la carne. No pasó mucho tiempo antes de que se echara sobre el colchón, sin tomarse un tiempo para ponerse ropa más cómoda. El traje color caqui era su funda.

A la mañana siguiente la misma rutina: hizo la pantomima de la ducha: no agua, aire; jabón seco sobre el piso; óxido por todo el cuadro metálico que hacía de esqueleto de bañera. Pasó al comedor barnizado en polvo, ese que hiere las fosas nasales, que irrita la garganta, enfermizo. El mismo plato, la carne verde, el vaso de agua marrón: misma acción de mímica. Tomó su portafolio negro y salió del departamento: mirada al suelo, cuerpo sobre riel imaginario con dirección al metro, cabello peinado a dedo, sin pasos.

De vuelta en el trabajo, casi las nueve de la mañana, Roberto ya teclea sin parar, de su portafolio saca el fajo de hojas, comienza a capturar, así como lo ha hecho durante treinta años ininterrumpidamente. Sigue, la mañana acabada, la tarde en huida, otra vez la noche. Movimiento, voces, rechinido del cajón del archivero que está a contra esquina de él haciendo el esfuerzo por encajar en su espacio; pasos, computadoras apagándose. Roberto hace lo propio, guarda su captura del día, vuelve a meter los dos papeles sueltos de la propaganda de la obra de teatro que se estrenó hace veinte años y que hacía quince que hubo desaparecido debido a la quiebra del teatro, también, guardó el bonche de hojas que diariamente apila sobre el escritorio justo antes de comenzar a teclear. Cruzó la sala de captura, bajó las escaleras y salió de la oficina directo a la noche que no ve. Entonces, vuelve a perderse en sí mismo, dobla la esquina, otra, y al bajar las escalinatas del subterráneo desaparece.