Letras
Poemas

Comparte este contenido con tus amigos

El coyote

Viene el ladrón al atardecer,
el artista tímido, deslizándose
sobre el rastrojo. Deslizándose

veloz por delante de los ganados
y desapareciendo en la sombra
de cerca y zanja. Metidos

entre los pliegues de las colinas,
los muertos y moribundos
van regresando hacia la tierra.

Lo que pasa esta noche
debajo de colmillo y garra
pasará mañana debajo de

los picos de zopilotes.
Es la política —la antigua pregunta
de quién obtendrá qué y cuándo.

 

Los zopilotes

No baten las olas, no hacen chillidos,
ni trinos. No cantan. No andan por
tu jardín, revoloteándose como pinzones.

Estos tipos vuelan en círculos anchos
sobre las hondonadas donde caen
los animales horneados del sol. Hueso

y cuero, vos hallás entre los pastos
doblados. Más tarde, verás estos
matones perdiendo tiempo entre balas

de heno, riendo de sus pequeñas
mentiras, como los borrachos viejos
que vuelven a casa solos y tristes.

 

Limpiando la tierra

Caminando cerca de Quilalí,
llegamos a una curva donde
una bandada de zopilotes
estaba rasgando algún muerto.

El viejo campesino que encontré
en el camino cinco kilómetros atrás
notó mi interés y me dijo:
“Están limpiando la tierra”.

“Es cierto, no?”, dije yo. Pero
había otro sentido debajo
de sus pocas palabras —algo como:

Haz silencio. Ahora estamos adentro
de la misa eterna. Entramos como somos
y saldremos como Dios nos quiera.

Hubo cerro y barranco.
Hubo garra y pico.
Y la tierra recibía la sangre.

Hubo su voz añeja y la paz
que nos acompañó hasta llegar
a su casita de madera y cinc,
donde su esposa nos ofreció
frijolitos, tortillas y café.

 

El borracho

Se acerca con manos extendidas,
mueca chueca y algún comentario
que casi nunca puedo entender.
Palabras de origen inglés,

pero bien distorsionadas por
el flujo histórico de los rones
más baratos de la pulpería.

Siendo yo gringo, el borracho
me percibe como un recurso natural.
Me ve andando dos cuadras
antes y me espera. No importa
la lluvia, ni la muchedumbre,
ni si puede mantenerse en pie.

Cayéndose hacia la pared, me tira
sus últimos adioses de la tarde,
segundos antes de que la acera
lo golpee y comience a dormir.

Pero no es gratis su sueño.
Le viene con pesadillas de los gringos
ricos que nunca le dan nada.

Peor son en las que aparecen
sus dos hijas viniendo por la calle.
A ver a su papi, dan la vuelta,
desapareciéndose atrás de
una tiendita de frutas y flores.

Y hay las pesadillas cotidianas,
llenas de botellas vacías —las mismas
que él va a romper en el andén
al momento de despertarse.

Los pedazos se esparcen
entre todo lo demás que cae
roto alrededor de él.

 

Atrapa y suelta

I.

Ordenando la cama, encontré una tarántula
dentro del mosquitero al lado donde
posa la cabeza mi esposa. Supongo
que disfrutaba el confort de su cuerpo,

igual que nuestro hijito cuando se mete
en la cama en la primera luz de la madrugada.
Al despertarme en la oscuridad,
yo también me inclino hacia ella.

 

II.

No muerdo el cuello de mi esposa
para que deje de respirar y tiemble
su cuerpo. Nada de eso desde hace años.
Lo nuestro ya no es ese tipo de pasión,
ese tipo de atrapa y suelta.

En el espectro de deseos, las tarántulas
serían criaturas tímidas. Caminan por
el antebrazo de una bella mujer
lo mismo que por el polvo bajo el sol.
Un breve toque de piel sensible y calurosa,
y huyen regresando a grieta y sombra.

 

III.

Cuando dejo a mi hijo en el colegio,
nos sentamos un rato en la banqueta
donde lo animo a participar plenamente
en educación física. Le explico que tener
miedo es natural y que confío en que él
sí puede hacerlo. Vestido de pantalones
azules y guayabera blanca, me mira
y dice “Bueno, Papi, seguro lo haré”.

Al lado de su silla, con la calcomanía
de una sirena que él escogió el primer día,
le doy un beso. Nos despedimos
en medio de la sala y otra vez
desde la puerta. Regreso al medio día
y mi hijo viene corriendo, “¡Papi, Papi!”.

 

IV.

Mi hijo y yo llevamos la tarántula
al cerro atrás de la casa y la dejamos
en una hendidura. Sentándonos
en una peñita, le explico:

Hay muchas maneras de amar,
muchas maneras de proteger
lo que amas, muchas maneras
de relajarte entre esos placeres.

Pasarán años hasta que le cuente
sobre la necesidad de soltar libre
todo lo que él ame, ni nada
ahora sobre las esperanzas
y miedos que lo van a rodear.

 

Las primeras lluvias del invierno

Anoche comenzaron las lluvias,
así como cada año, trayéndome
emociones perezosas y pacientes

que bajan mis aspiraciones
y me dejan cuestionando qué tipo
de hombre quiero ser. El ruido

que hace el cinc arriba de mi cama
entra a mis sueños como los vecinos
de mi niñez. Me despierto en

la oscuridad, acordándome de
las cuatro casas donde nos criaron
a mis dos hermanos y a mí.

Las noches eran frías en ellas
y yo siempre sentía cierto confort
en mantener mis ojos abiertos debajo

de la cobija. Saliendo de la casa
cada mañana, los vecinos me miraban
como un niño raro. Sentía los ojos

de ellos en mi impermeable
mientras, entre los “niños normales”,
yo esperaba el gran bus amarillo.

 

Los zopilotes II

Los zopilotes siempre se posan
arriba, vigilando la ciudad
y los barrancos que la penetran.

Hay uno arriba de la casa ahora,
dando círculos y mirándonos acá,
inclinados en la sombra del aguacate.

Orgulloso, con sus plumas
extendidas como los dedos
muy cuidados de una dama rica
y arrogante. Arriba de los demás.

Arriba e indiferente.

Es definido por sus círculos,
dibujados por manos llenas
de una paciencia poca conocida
acá, entre nosotros, los vivos.

A la Muerte no le importa nada
si son chuecas o redondas
esas obras elegantes que bajan
rodeando a un inocente, recién
caído entre los verdes pastos.

Lo que le importa es que la cabeza
de su obrero sea repugnante.
Que sus ojos sean de piedra
e inmóvil frente a los aullidos
de las bestias que mueren lento
y torturados. Que su garra y pico
no vacilen entre las apestadas carnes.

A la Muerte le importa que su obrero
mantenga la misma indiferencia
andando acá entre nosotros y
la que muestra circulando en lo alto.

 

Los zopilotes III

La ley del campo dice
que todos regresaremos
a la tierra, yendo más
o menos como llegamos.

Hay los tipos duros
que se aprovechan de
ese derecho, disfrutando
los frutos que deja
entre los pastos altos
al lado de la carretera.

 

Los desaparecidos

Comenzaron en la madrugada,
las lluvias, enjuagando el polvo
de los techos y barriéndolo
por las calles. Aún continúan,

corriendo todo hacia abajo,
donde espera el río, ahora alto,
moreno, medio guapo, y misterioso
por su voz cargada de urgencia.

Una serpiente codiciosa que anda
casualmente robando los bienes
de estos terrenos inocentes
pero bien inclinados. Anoche,

miles desaparecieron de la ciudad,
los cuales nunca volveremos a ver
por acá. Esos desconocidos, ramitas
quebradas, piedritas descubiertas,

y los innumerables envoltorios
arrojados y olvidados sobre el largo
verano, aún oliendo a los carmelitos
que protegían en los estantes secos

de las pulperías que puntean cada
esquina y bajada. Como los sueños
que el primer chubasco mandó
volando hacia las oscuras nubes

que siguen rodeando nuestras ventanas.
También desaparecidos, todos.
Así, como las huellas de los gatos
que cazaban por todo el barrio

a media noche, dominando
las paredes, tejados y pequeños
espacios debajo. Y ahora aun más
pequeño por todo lo que corrió

y sigue corriendo. Todo desaparece
por atrás y por abajo. Así es.
Como los primeros pasos de mi hijo
en la nieve de su propia tierra,

y tanto como sus primeras palabras
de su nuevo idioma que hoy no
las recuerdo. Pero me gusta creer
que eran agua o lluvia o cualquier

otra que corresponda a cosas libres
y vivientes, cosas que aparecen
en cualquier rincón en cualquier
momento en cualquier tierra.

 

El discapacitado de Yaguare

Quiero decir algo sobre el hombre
que duerme en la banqueta al lado
del Banco Nacional. Algo más

que es sucísima y rasgada su ropa.
Algo más que describir el tufo que flota
alrededor de él. Ayer lo vi caminando

por Guanuca, yendo hacia el hospital.
Me dio cierto consuelo verlo atravesar solo
la ciudad. Los vecinos le dan comida y agua.

Un taxista me dijo que asistió a la secundaria
con él y que se había metido en las drogas.
Yo lo veo durmiendo enroscado

en el cemento manchado, cuando salgo
a correr en la madrugada. Llevando a mi hijito
al colegio a las siete, él estará sentado en el sol,

ocupándose de una bolsa de plástico
o un pedazo de cartón. “Buenos días, vecino”,
digo yo, tanto para mi hijo como para él.

En semanas recientes, él empezó a levantar
sus ojos y hablar, contándonos sobre una película
que vio o de un sitio en algún otro lado.

Mi hijo sigue mirándolo mientras bajamos
la calle. Yo le explico que este vecino
no tiene dónde dormir. Sacando las monedas

que nos quedan, explico que la vida es dura
para los que no tienen plata. “¿Entendido, hijo?”.
Sí, me dice, manteniendo su mirada atrás.

 

La siesta después

Después de hacer el amor,
siempre cierro los ojos por un rato.
No sé si tiene nombre el país donde
me lleva aquel sueño o si tal vez

otros lo conocen. No hay edificios
allí, ni casas. Nada de cemento
o vidrio, ni paredes de ningún tipo.
La cama allí es amplia —un campo

de pastos doblados, como si anoche
festejaba una manada de jóvenes
medio-salvajes con cuerpos enredados
y olientes. Hay murmullos de agua

cayendo con un ritmo más lento
que lluvia, más como lágrimas goteando
por la mejilla de una muchacha
quien no sabe por qué llora. Atrás

de ellos viene un silencio acumulado
de siglos pasados cuando el cuerpo
femenino era un territorio menos conocido,
sus hondonadas menos exploradas.

Como en otras tierras sin fronteras,
las palabras aquí cargan poco sentido.
Todo está dibujado de curvas delgadas
y sombreadas de amarillo y verde.

Despertándome de soñar así,
me tardo un rato antes de levantarme
de las sábanas ahora bien mojadas
con sudor y la fragancia de ella.

 

Despertándome de un sueño

Van rebotando, casa por casa, los primeros
cacareos de los gallos. Sopla la brisa
de madrugada, jalando las cortinas

amarillas y quitando, por fin, el calor
de la recámara. Me despierto de un sueño
donde hacía el amor con mi esposa.

Al lado de la cama, los padres de ella
nos miraban con interés. También había
una reunión religiosa rodeada alrededor

de un gran disco de latón, colgado del
techo. “Lánzala con locura y su corrida
descontrolada te rebanará todos tus miedos”,

dijo el pastor. Mi suegra lo tiró con toda
su fuerza, pero se resbaló cayendo hacia
el arco filoso. Casi pierde la cabeza.

Afuera, en la vida real, una pareja
está discutiendo algún daño. Sin gritos,
pero bien apasionados —una sinceridad

que te despierta de cualquier sueño.
Sus voces agudas, el coro de gallos
y unos perros ladrando abajo en el barranco.

En esta oscuridad, con una rodilla femenina
y esbelta metida bajo la mía, yo dudo que
Dios quiera diferenciar entre los deseos

naturales de mi cuerpo y lo que impulsa
el gato que entra saltando por la ventana,
persiguiendo un bicho a través del piso.

 

Los peregrinos

Después de dejar a mi hijo en su colegio
voy pisando las calles de Matagalpa,
pasando los cambistas manoseando

sus billetes. En el parque, tres chavalos
están despertándose con ojos ausentes,
rostros entumecidos. Me mueven a rezar

un rato en la Catedral, donde un joven
flaco hace un bello sonido con su escoba
sobre los azulejos pálidos. Inclina

su silueta con cada paso ante la mirada
fija del cuerpo roto colgado en la pared.
Me levanto y voy por un café, saludando

a unos policías perdiendo tiempo
en la parte trasera de una camioneta
parada en el sol. Meto unos reales

a la mano curtida de la vieja campesina
con un saco de bocio cayendo sobre el cuello
de su vestido abrochado. Las primeras

gotas levantan el polvo de sus negros
zapatos y yo voy huyendo del aguacero.
Estos peregrinos que vuelven día tras día

a los mismos lugares. Yo quiero creer
lo que ellos creen. Yo quiero que otros
me vean como yo los veo, como un hombre

que regresa sin quejas a cualquier
rinconcito que le ha brindado esta ciudad.
Como uno que ha andado por años,

buscando donde pertenece y una mañana
se despierta para descubrir que él pertenece
a cualquier lugar, a todos los lugares.

 

Leyendo Belli

Por un mes cargué el libro,
siempre pensando que era
“pies” en vez de “piel”.
El país bajo mis pies.
Bien titulado, me dije.

Ciertas voces te entran buscando
hogar en un fértil rincón
de tu conciencia. Por un rato
te dan energía y una perspectiva
audaz y un poco radical.

Te hacen sentir joven, caminando
a través de tu ciudad. Pero
a las personas que se olvidan
de su exigencia, la misma voz
las puede dejar triste y perezosa.

Otras voces meten sus raíces
en el cuerpo, encontrando
un músculo u órgano listo
para recibir su buena nueva.
Pero también su peso.

Son las que cambian tu rostro,
dejándolo más arrugado y maduro.
Son las que ocupan toda la vida,
como un dueño de la casa
o un bicho en tu sangre.

Cuando noté “el país bajo mi piel”
por primera vez, dejé el libro
en la mesa y salí de la casa.
Sentí una fuerza en mis piernas
y comencé a correr. La tierra iba

atrás y yo —mi cuerpo— adelante.
Ahora salgo en las madrugadas
para correr entre los cerros que rodean
mi pueblo. Algo me manda a perseguir
un conejo más rápido que yo.

Las voces que yo oigo viven
tanto entre las montañas
y barrancos como entre las páginas
de los mejores libros escritos.
La de Belli no rechaza el dolor

ni la vergüenza en su búsqueda
por la línea auténtica. Se inclina hacia
cosas duras —ya sean terremotos,
traiciones o guerras— mientras
espera la llegada de palabras fieles.