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Quizás te olvidaste de Julio

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Julio Cortázar

Para que no nos coman los bucéfalos del olvido ni “las medusas del silencio”. Espero inmensa foto tuya para mí sola. Esta es una de mis armas secretas. Love Alejandra

(Carta de la poeta Alejandra Pizarnik a Julio Cortázar)

Ya no me menciona a Julio. Da la impresión de que no existiera. El flaco le decía. Me identifico con su mundo fantástico, realmente fantástico. Fui la Maga y una cronopia sin límites, casi de molde: idealista, sensible (algo), ingenua. Me reía y jugaba el juego del autor. No sé cuántas veces seguí las instrucciones para llorar y aún las practico de memoria, en forma espontánea, sin proponérmelo. Sigo subiendo las escaleras de frente, una cronopia con sentido común, te contaba. No me puedo olvidar, algo que sigue siendo una gran verdad, los primeros peldaños son los más difíciles. Esta es una receta universal. No falla. Hacia el cielo, de peldaño en peldaño. ¿Para qué correr si el tiempo está en todas partes archivando casos?

Solía referirse con una extraña pasión algo curiosa y atormentada. Yo la imaginaba colgando de sus ojos de una ventana. La recuerdo despedazada frente a la lluvia y el gris monótono de un cielo implacable que no parece cielo, sino techo de cárcel. Y Julio, su admirado Julio, la rescataba con esa gotita luchadora que se agarraba con dientes y muelas, crecía y terminaba a pesar del esfuerzo, viscosa sobre el mármol. Ella no era del grupo de las gotas suicidas, sino de las que dibujaban el sol.

 

Cronopia total

Cuántas veces mojó su tostada con sus lágrimas; yo las sentía crujientes, a veces blandas, siempre húmedas, discretas, por algo siempre ha sido una cronopia encantadora, elegante, divina. Los viajes la volvían loca, me decía, si supieras como está el clima aquí, no se puede estar sola con tanta gente bonita. Cronopia total. Muy lejos de ser una fama sedentaria, se repetía siempre, y me lo hacía ver sin decírmelo. Su estado natural era volándose. Muchas veces me pasó por la cabeza escribir, describir situaciones y estados. Pero para qué si todo está escrito. Convertíamos en lugar común cualquier situación. Una frase salía al paso de otra frase. En esa época éramos más palabra que humo y mucho más real que el actual lenguaje digital. La fotocopia era tan lenta como una carreta tirada por bueyes, verdaderamente inocente. La red éramos nosotros mismos en un bar, en un auditorio de la universidad, en la casa de alguien, en cualquier esquina de la ciudad o caminando con las antenas encendidas dejando caer lenta o precipitadamente las palabras. Un taller también formalizaba estas conversaciones de la manada, grupales, horas muertas de la tribu. Los libros y los autores en vivo. Leyendo y citando en Los Cisnes o en Las Lanzas, bajo el manto protector del atardecer o las lentas noches de Ñuñoa.

 

Los ñuños de Ñuñoa

¿Alfombrarán aún los ñuños algunos patios, vivirán detrás de los muros o crecerá su amarillo color en alguna plaza? El tiempo parece inagotable, pero quizás no lo sea.

Mariano Aguirre no se perdía una línea de la Maga, Talita, Horacio, y diseccionaba las escenas más puntuales de la gran novela como si la viviera más que la vida misma. Su rostro me quedó grabado para siempre. Lo veía en París, Buenos Aires, pero estábamos en Santiago en una rue arbolada de plátanos orientales. Sí, deambulábamos en la rue Irarrázabal en una misma época, sólo que a miles de kilómetros de los escenarios de Rayuela y de los pasos sobre pasos perdidos de la Maga.

Caía el otoño del sur con su inexplicable belleza. “...Unas hojas secas y cuando levanto una y la miro bien la veo llena de polvo de oro viejo... el juntador de hojas secas”. (En el verano tropical las hojas secas se juntan, como un paréntesis fuera de estación. Me pedías con urgencia que te sepultara en cuerpo y alma bajo estos cientos de hojas otoñales que el bosque producía como una fábrica de hojas y se desprendían en el verano. Imágenes son imágenes, repetiría más tarde como si fuera un poema.) “La Maga se quedaba triste, juntaba una hojita al borde de la vereda y hablaba con ella un rato, se la pasaba por la palma de la mano, la acostaba de espaldas o boca abajo, la peinaba, terminaba por quitarle la pulpa y dejar al descubierto las nervaduras”.

(Como nos cuenta Cortázar, la Maga comprendía que Horacio buscaba algo que no sabía que era y ella también buscaba eso mismo, pero era diferente. El perfecto desencuentro estaba escrito en la impronta de la Maga. Yo lo vine a saber muchos años después.) ¿Encontraría a la Maga? Qué gran comienzo para abrirle la puerta al azar y a la aventura.

 

La Maga en las terrazas sin tiempo

“...la Maga se asomaba a cada rato a esas grandes terrazas sin tiempo que todos ellos buscaban dialécticamente”, reflexiona Horacio, un trazo que dimensiona la simple majestuosidad de la humanidad de este personaje a lo largo de la novela: del brazo de Horacio, “pegada a su impermeable que olía a sopa fría”. (París, para los suramericanos, era una fiesta del espíritu, un cuarto colgando de la realidad en el Quartier Latin en alguna de las orillas, más bien a la izquierda del Sena. Sólo se necesitaba estar en París, la realidad era una abstracción.) Todas las rues nos conducían a París. Mayo del 68 nos empujó un paso más al altar. No se necesita ninguna fragancia, todo olía a París.

(En París, sin embargo, había muerto de abandono, la soledad y tristeza de César Vallejo).

(En los sesenta, mediados, saltaban sobre Rayuela los cronopios y famas en los pasillos de la universidad. Hasta que un día nos visitó el Cronopio mayor, interesado por el “experimento Chile”, la vía chilena hacia el socialismo, para observar y dialogar en vivo y directo sobre este laboratorio político observado por el mundo entero. JC, perdonen este paréntesis, siempre fue un escritor audaz, vanguardista, revolucionario, libre, independiente y comprometido. Sus ideas y principios no destiñeron, ni los acomodó, siempre caminó con sus grandes trancos como si fuera a cruzar la cordillera desde el lugar donde se encontrara, a pleno pulmón y palabras. Venía de París, pero se sentía en casa. Lo único diferente era que arrastraba las erres, como de Rocamadour, el hijo de la Maga, que más que llenar unos capítulos de Rayuela nos creó una atmósfera de ternura).

Era otro escenario, los escritores al parecer tenían algo que decir y eran tomados en cuenta en ciertos niveles. Quiero decir, existían. El escenario de la guerra fría quizás les daba alguna importancia y notoriedad. Había tribuna en ese entonces y mucha tela que cortar. Posiciones y contraposiciones. No eran tiempos para avestruces, aunque siempre las hay. Las polémicas sobre arte, cultura y política otorgaban una cierta vida a los intelectuales y tensionaba las revistas y espacios literarios como un aire de época. Cortázar disparaba fuego cerrado desde la primera línea, su universo cosmopolita y urbano, no rehuía el debate. Dejaba París y se presentaba en las trincheras. Su etiqueta era la de un latinoamericano sin arandelas de aquí ni de allá.

 

“Rayuela”, de Julio CortázarRayuela es libertad

Cortázar con Rayuela “caleidoscopea” la vida, nos entrega un itinerario para escoger nuestra propia ruta porque el lector está vivo en la palabra aventura personal. Quizás por ello, Rayuela, Cortázar mismo con sus cuentos antológicos, magistrales, se oxigena, renueva cada año con sus nuevos lectores. Tal vez resulte vulgar, no desmesurado, un cliché, llamarlo nuestro Joyce latinoamericano, rupturista desde que un lector pone un pie sobre la primera página o abre un ojo y (h)ojea, compagina su propio mundo al reflejo del espejo de la novela.

Y así, JC estaba presente siempre en sus conversaciones. Si bien le fascinaba el cuento “La casa tomada”, Rayuela, la Merelle, como le llaman los franceses, siempre fue su favorita. Había nacido un año después de la explosión Rayuela, de la novela antinovela, del verdadero mundo cortaziano. Quizás ella comenzó a vivir como los personajes principales, que se conocieron y desconocieron. Las novelas son una pasión, cuando tienen que decir, una aventura cuando ya son pasión y terminan sugiriendo un camino. Eso fue en buena medida y lo que significó para los jóvenes de su tiempo, sobre todo, para aquellos que se inician en Rayuela. Puso alas en los pies de la juventud para volar por sí mismos, sin cortapisas, ni falsas retóricas, atajos, un camino abierto a la gran metáfora de la vida. Rayuela es libertad y muchas cosas más. La gran “lección” de ser libres.

El azar, siempre supe, te lleva a Rayuela, en el juego de los (des)encuentros, palabras, ideas, de las calles en el patio de una misma ciudad. Eso motiva al lector como un pez en el agua de la aventura como un río que no aparentara tener comienzo ni fin, es un viaje que puede desembocar en el mar o en el desierto, pero en su trayecto la vida fluye y fluye con ella el río personal. Abro al azar las páginas de una vieja Rayuela de tapas amarillas, editada en La Habana un 28 de febrero de 1969 y comprada recién salida del horno humeante, después de hacer una larga cola (creo que esos fueron los dólares falsos que compré en un prostíbulo en Santiago y luego hice un trueque por el emblemático libro. Horas más tarde me fueron a ver al hotel).

 

La Maga era uno de esos caminos

En el azar de mis dedos me encontré con el capítulo 48 de Rayuela (págs. 348-349), un punto intermedio de sus seis páginas totales. Abrí en silencio sepulcral, ritualmente, el viejo ejemplar, siguiendo sólo el instinto, lo lúdico sobre cualquier otra interpretación o gesto. Una mirada cortaziana a la sombra detrás de la sombra y quizás aparezcas tú, Maga del siglo XXI con una jaula de sueños pájaros volando. Llevaba una chaqueta de mezclilla cuando la soñé en un aeropuerto en que yo la esperaba, con cierta informalidad formal, suspendido en el aire de mis propios pies. No estaba para especular en el sueño ni en la realidad, sino para vivirlo. Pocas veces se ajustan ambos planos. Ya no era necesario superponerlos. La Maga, cito el capítulo 48, era uno de esos caminos, la literatura era otro. Oliveira, Horacio, ya en Buenos Aires, se hacía otra pregunta parado delante de una pizzería de Corrientes: ¿de qué sirve saber o creer saber que cada camino es falso si no lo caminamos con un propósito que ya no sea el camino mismo? Horacio sentía siempre que estaba de ida aunque no supiera adónde. Él mismo abría las puertas a una respuesta para saber qué había sucedido con la Maga. Pensaba a la altura del capítulo 48 —y no era un mal capítulo—: “Saberse enamorado de la Maga (¿quién no?) no era un fracaso ni una fijación en un orden caduco; un amor que podía prescindir de su objeto, que en la nada encontraba su alimento, se sumaba quizá a otras fuerzas...”. “¿Encontraría a la Maga?”.