Artículos y reportajes
Gustavo Adolfo Bécquer (X)
Una ensalada en la comida y un farol en el patio

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Obras completas de 1.	Gustavo Adolfo Bécquer

Llevaba mucho tiempo angustiado. Para ser exactos, desde el momento en que, más o menos de forma oficial, comenzó esto que se ha dado en llamar crisis, y que está suponiendo la pérdida de todos los derechos alcanzados por el común de los mortales. Digo por el común de los mortales, no por políticos y banqueros. Nos dicen desde el gobierno que no hay dinero en las arcas públicas, que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Por supuesto que no es así, que esto es pura demagogia. ¿Quién ha vivido por encima de sus posibilidades? Todos los años, el común de los mortales ha tenido que rendir cuentas a Hacienda y pagar. ¿Cómo vivir con lo que no se tiene? Ahora bien, hay gente, no se nos oculta, que ha especulado con el dinero ajeno, y hecho obras monumentales y de caridad con el mismo.

—Ya estamos a vueltas con la economía.

—Sí, don Gustavo, ya estamos a vueltas con la economía. Y con la corrupción. Pero lo grave del caso es que eso de la economía, tan ambiguo al parecer, comienza a tener rostros.

—Siempre los ha tenido, querido amigo. En Madrid y en mi época había legiones de pobres. Para comprobarlo no tiene usted más que leer las novelas de su admirado don Benito. Misericordia o Fortunata y Jacinta le bastarán.

—Las he leído, las he leído. Y, desde luego, no estoy de acuerdo con las soluciones que aporta Galdós. Las obras de caridad, Nazarín, Ángel Guerra, no sirven para nada. O, si quiere, no es la solución.

—No, por supuesto que no. Las soluciones tienen que venir de la mano de la política. Y ahí, querido amigo, tendrá todas las confrontaciones y batallas que se pueda imaginar.

—Sí, ya lo sé: homo homini lupus. Nadie va a compartir nada de lo que tiene. A lo sumo, como el rico Epulón, dejará que el resto de las personas se beneficien de las migajas que caen de su mesa.

—Y por otra parte, no olvide que no es la economía lo fundamental y lo básico de un gobierno.

—No sé si será lo fundamental o no; pero sin dinero pocas cosas va a poder hacer un gobierno y un padre de familia.

—Tal vez podría inyectar alguna que otra lección de moral: la aceptación de las cosas, un cierto distanciamiento de ellas...

—No le falta razón: si no hay de dónde robar, todos nos volveremos honestos. Muerto el perro, muerta la rabia.

—Sí, y de paso acabará usted con las distracciones de mucha gente. Y el ocio es la madre de todos los vicios. En mi época se paliaba la crisis, procuraré que estas palabras no suenen con ironía, con bailes y soirées. La buena gente asistía a ellos y era feliz. Ahora se organizan maratonianos concursos en la tele para recaudar fondos. Se presentan tan pocas ocasiones de hacer una obra de caridad bailando un schottisch-polka que no tan sólo no extrañaríamos la boga de estas o parecidas fiestas, sino que, por el contrario, las aplaudimos. No todos comprenden la caridad de un mismo modo, no a todos es dado practicarla en lo que tiene de más enojoso y áspero: bueno es, pues, allanar el camino armonizándola con otro placer que el que las almas privilegiadas encuentran en el fondo de la caridad misma.1

—Lo que usted quiera, don Gustavo. Pero hoy en día sus palabras suenan a un sarcasmo o a una terrible burla. La semana pasada un pobre hombre se suicidó en Grecia.

—Sí, lo sé; y millones de seres mueren de hambre en otros continentes. Y hay mafias que explotan sexualmente a niñas, o padres que las venden. Aquí nada más nos acordamos de santa Rita cuando truena.

—En eso tiene usted razón. No crea que esas desigualdades no me quitan el sueño. A veces, y eso sí que me angustia, me parece que, con respecto a esos pueblos, yo soy como cualquier ministro o político del gobierno en estos países en crisis: alguien privilegiado, protegido por las leyes, y sin ningunos deseos de compartir nada con nadie.

—Es terrible. El ser humano es terrible. En realidad, como ha apuntado usted antes, sólo damos lo que nos sobra.

—O lo de los demás. Muchas llamadas asociaciones caritativas hacen la caridad con el dinero de los otros, no con el suyo propio o con su sacrificio.

—¿Y no le parece que la pérdida de algunos de los derechos de los que usted hablaba antes puede ser una muestra de solidaridad? Yo no desdeñaría la caridad, ni el ejemplo de mantener a una población con cinco panes y cinco peces.2

—En otros momentos pudiera serlo. Pero no creo que lo que se pueda ahorrar en la sanidad o en educación vaya destinado a esos terceros países.

—¿A qué va destinado entonces?

—Parece ser que a pagar las deudas que los países han contraído con los mercados. Y no me pregunte qué son los mercados porque no lo sé. Es la palabra mágica de la actualidad. Antes, en épocas pretéritas, las cosas pasaban porque Dios lo quería, o lo consentía; ahora porque los Mercados se ponen nerviosos...

—Cada vez la sociedad se hace más burda y prosaica. Y, tal vez, y por ello mismo, más violenta. Cuando la furia se desate, como se desató en épocas pasadas, la violencia será extrema. Al fin y al cabo hay más bancos que conventos, ¿no?

—Sí, unos cuantos más. Tal vez nos haría falta unos decretos como los de Napoleón impidiendo su crecimiento. Si antes había monjes y truhanes que comían de la sopa boba, ahora hay familiares, amigos, primos, queridos y queridas, que se han aprovechado de todo: universidades, bancos, televisiones, centros concertados. Medio país vive del Estado y el otro medio busca subvenciones.

—Nada nuevo bajo el sol, querido amigo. Pero lo que tienen que procurar ustedes es encauzar esto antes de que les estalle en las manos.

—Eso es lo que se debería hacer. Pero, sinceramente, con los políticos que tenemos, de tan poca talla, no espero nada. Hablan, hablan y hablan, y lo único que hacen es recortar lo ajeno sin tocar ninguno de sus privilegios. Y sin visión de futuro.

—¿Y qué haría usted? ¿Tiene alguna idea al respecto?

—No sé lo que haría, no lo sé. En principio no hablar. Sí, es una contradicción que pida no hablar hablando. Es como cuando usted hace un canto a la pereza escribiendo y trabajando.

—Las propias contradicciones del hombre. Ahora bien, seríamos felices si pudiéramos armonizarlas, ¿no cree?

—Me encantaría. Y eso es lo que, a veces, me parece que deberían hacer los políticos. Usted seguramente los relacionaría con el mes de febrero.

—Hombre, yo no he llegado a considerar que estén locos.

—No, yo tampoco. Me refería a que es el mes que más se parece a un teatro de magia: igual tenemos un decorado con nubes que un sol radiante, unos árboles floridos y otros que producen hielo y escarcha. Igual que los políticos.

—Hay personas que no dejan de asombrarnos. Los enemigos de ayer se pueden convertir en los amigos de mañana.

—Hay que ser indulgente con los demás, máxime si coinciden con ellos nuestros intereses.

—¿Y qué otra cosa es la política? Si gobernar una familia con cinco o seis miembros se puede convertir en un infierno, imagínese el hacerlo con una nación, y más en una en la que abundan los cráneos privilegiados.

—No serán los de los políticos. Estos parecen más que nada charlatanes de feria. Creo que deberían empezar por guardar silencio, retirarse más a menudo, y pensar y reflexionar.

—Para eso tienen a sus asesores, que, la verdad, salvo honradas excepciones tampoco se calientan mucho la cabeza. A veces me da la impresión de que todo el progreso de las naciones está en su capacidad de destrucción... Antes podíamos ver un teatro más o menos aceptable, pero el cine que hay ahora es horrible. Y de una enorme violencia. ¿Cómo pueden disfrutar con semejantes bestialidades?

—No lo sé. Sé que la falta de interés y de originalidad del cine es grande. Al menos del nuestro. No tenemos biografías ni películas sobre momentos importantes de nuestra historia, ni sobre personajes importantes. Pero, claro, el cine es una industria, un negocio.

—Todo es un negocio. Lo difícil es armonizar una cosa con otra. Y esa, y sin ningún arte de magia, debería ser la misión del político. Sí, tiene usted razón. Y deberían hacerlo sin ideas de partido, ni políticas, en el mal sentido de la palabra.

—Hace poco, y por esto de la crisis, se dijo que para ahorrar, en las aulas, deberían haber más alumnos. No sé, quizás treinta. Antes de que me diga nada le diré que los profesores hoy en día han sido privados de toda autoridad. Y que los adolescentes, es decir, los alumnos, pueden hacer cuanto les dé la gana tanto en las aulas como fuera de ellas: son casi intocables.

—Eso está bien siempre y cuando en casa reciban una buena educación.

—¿Recuerda usted la campechanía de aquel acompañante suyo durante el viaje a Veruela? ¿El regidor aragonés?3

—Sí, ya lo sé: como figura literaria puede ser divertida, pero insufrible en la vida cotidiana. ¿Es eso lo que me quiere decir?

—Pues eso mismo. Pero es que hoy se ha descolgado otra señora, muy preocupada por el fracaso escolar, anunciando que la atención al alumno ha de ser “niño a niño”. Dicho por una señora consellera.

—¿Y eso qué quiere decir? ¿Ha ido esta señora al teatro alguna vez?

—Creo que ni ha ido al teatro ni ha asistido a ninguna clase.

—El teatro, y eso también lo dijo su amigo don Benito, va dirigido a la medianía. Es cierto: si eleva mucho el vuelo, la sala se queda a medias, sin entender nada. Y si se arrastra por los suelos, se puede convertir en vulgar, como la televisión. Tiene que mantener el equilibrio si quiere que el patio de butacas se llene.

—Pues aprovechando esa metáfora, yo pediría a todo el mundo que tuviera claro qué es lo que quiere de institutos y universidades, de la enseñanza.

—¿Y usted cree que la gente se iba a poner de acuerdo a la hora de darle una respuesta? Visto lo visto, muchos padres le dirían, si se atrevían a decirlo, que lo único que quieren es entregar a sus hijos y que se los devuelvan por la noche y cansados...

—O cuando tengan dieciocho o veinte años.

—Pudiera ser. Otros le dirían que basta y sobra con que les enseñen a leer. Y los menos les pedirían a los colegios que los educaran bien y les exigieran mucho a fin de hacer hombres de bien y personas muy capaces.

—¿Y cómo se armoniza todo eso en un aula teniendo treinta alumnos, algunos de ellos con problemas, con enfermedades reales o inventadas?

—¿A usted se le ocurre algo? Porque las opiniones que me surgen a mí no van a ser del agrado de muchas personas. Quiero decir que van a ser políticamente incorrectas.

—Creo que no debemos tener ningún miedo por eso. Sabe usted que nada hay más atrevido que la ignorancia. En muchas de las cosas que le voy a decir soy un ignorante total.

—Todos somos más ignorantes de lo que parecemos. Pero no por eso tenemos que dejar de plantearnos cosas, soluciones y situaciones. Convierta usted su pliego de descargos en una inmensa interrogación ambulante.4

—Sería más fácil que todo eso: lo remitiría a usted a un libro de Azorín en el que habla de la crisis española del siglo XVII. Se fija Azorín en la cantidad de gente, la ingente burocracia creada por Felipe II, que el país debía mantener. Y no salían las cuentas.5 Hoy podíamos hacer lo mismo: tenemos gobierno nacional, gobiernos autonómicos, alcaldes, presidentes, delegados del gobierno, ministros, consellers, consejeros, asesores, el parlamento europeo, la ONU, la Otan, viajes de aquí para allá... Es descorazonador.

—Se pueden considerar ustedes afortunados. Todavía.

—¿Lo dice usted por los políticos o porque cree que todavía podemos mantener a más gente? Se me ha olvidado citarle a algunos.

—No, lo digo porque el gobierno, según dice usted, está dispuesto a ahorrar. Sucedió lo mismo en mi época. También el Gabinete estaba dispuesto a hacerlo. Nosotros lo creemos; pero ha debido sucederle lo que a aquel grande de España, que, conociendo su ruinosa situación, y después de decidirse a tomar una medida radical reduciendo el total de sus gastos al de sus ingresos, dio una vuelta por su casa y no encontró que suprimir más que una ensalada en la comida y un farol en el patio. Las economías realizadas en el presupuesto hasta ahora no equivalen a más. Y cuidado que por nuestra parte no creemos que las economías que son el abecé de la ciencia, bastan por sí solas a salvar una situación. Podrán a lo sumo, servir para atravesar más fácilmente un período dado, para resolver un conflicto de momento, pero no para prosperar y desenvolverse un país.6

—Creo que ha puesto usted el dedo en la llaga. Sí, y es verdad: aquí todavía hay algo más que una lechuga y un farol. Y lo repito, sabiendo que la ignorancia es muy atrevida: me atrevo a preguntar si de verdad nos hace falta tanto parlamentario, tanto consejero, tanto concejal y tanto ministro. Al fin y al cabo para llegar a la situación actual basta con tener unos cuantos manirrotos que, parece ser, es la mejor definición para cualquier gobierno actual. Por no hablar de los corruptos.

—Dejemos ese tema, querido amigo, dejémoslo. Me canso de ver al hombre siempre igual a sí mismo. ¿Nadie reivindica que en las aulas se lea a los clásicos? Estoy pensando en los trágicos griegos, en el castigo de los dioses al orgullo desmedido, a la hybris. ¿No se representan tragedias en la actualidad? ¿Para qué quieren las personas tanto y tanto dinero?

—Las Humanidades están por los suelos, don Gustavo. Se consideran como un lujo. Somos una sociedad especializada: cada uno sabe su trabajo, pero se desconoce por completo a sí mismo. Usted mismo se convertiría en una sorpresa para muchos y buenos lectores de este país. No, ignoran lo que es la hybris.

—Pues las letras son esenciales. No todo es economía y apretar tornillos. Y el Gabinete debería tratar de armonizar unas cosas y otras. ¿No le parece?

—Sí, el gabinete, como dice usted, trata de armonizar, pero lo hace con otras cosas: premiando la estulticia para que no crezca mucho la inteligencia. Y así está saliendo el resto. Y no sólo no se representan tragedias; ni siquiera leemos a nuestros propios autores. Permítame una nota en defensa de los maestros, y de la que nadie, por supuesto, va a hacer caso: Nadie, a no ser que lo haya experimentado, creerá con facilidad qué pasiones tan salvajes  y crueles alimentan, como víbora en su seno, los adolescentes necios.7

—Terrible.

—A veces me da la impresión de que la sociedad está regida por esos adolescentes necios que ponen la economía por delante de todo, a los sacrosantos Mercados. Hoy en día es, además, el pasaporte para todo: todo vale si se hace para generar empleo; antes valía disparar porque todos eran o parecían terroristas. Estamos a la última. Hay gente que hasta ve con buenos ojos el cultivo de drogas si eso crea puestos de trabajo. Sin palabras.

—Algún día se darán cuenta de que no todo es economía. O que esta debe estar regida por un concepto moral. La economía es el gobierno de la casa. Y en ella el padre no puede gastar a manos llenas en tanto los hijos trabajan la tierra... Ahora bien si el padre corrompe a los hijos, y éstos dejan de trabajar.

—Pues lo harán los esclavos, o las tierras pasarán a manos de otros. Y con tanta pérdida de derechos vamos camino de la esclavitud. Eso sí, esclavos con coche.

—Hay que armonizar, dar con un fecundo término medio: Tan mal hemos de vernos gastando más de lo que cada cual tiene, como metiéndonos el último duro en el bolsillo y poniéndole la mano encima. Bueno es que piense en disminuir los gastos, pero sin que se olvide que la prosperidad estriba en el aumento de los productos. Por eso notamos con gusto que en medio de los generales pujos de economía, que concluirán por hacer del Gran Tacaño8 el tipo de hombre modelo, hay quienes piensan todavía en acometer grandes empresas, como la que en la actualidad se agita, destinada a llevar a cabo la colonización de los terrenos yermos de España.9

—Está usted de rabiosa actualidad. Lo malo es que esos terrenos, los actuales, no son yermos, y además no van a instalar industrias sino zonas de ocio: o parques temáticos, ferias fijas con sus carruseles y todo eso, o ruletas, máquinas tragaperras y luces de neón...

—Si en eso van a fijar la riqueza de la nación es porque todavía hay gente que tiene dinero para jugar a la ruleta. Digo yo.

—Eso debe ser.

—Mientras les quede lechuga y farol, o carnaval y fútbol, que los tiempos adelantan que es una barbaridad, todo va bien.

—El Señor nos coja confesados, don Gustavo, el Señor nos coja confesados.

 

Notas

  1. Gustavo Adolfo Bécquer, Revista de la semana, El Museo Universal, 18 de febrero de 1866.
  2. Gustavo Adolfo Bécquer, La caridad, El Museo Universal, 19 de noviembre de 1865.
  3. Gustavo Adolfo Bécquer, Desde mi celda. Carta I.
  4. Gustavo Adolfo Bécquer, Revista de la semana, El Museo Universal, 14 de enero de 1866.
  5. Azorín, Antonio Azorín, Tercera parte, capítulo XIII, En infantes.
  6. Gustavo Adolfo Bécquer, Revista de la semana, El Museo Universal, 18 de febrero de 1866.
  7. Luis Vives, Las disciplinas, Ayuntamiento de Valencia, Valencia, 1987, 3 volúmenes. Volumen II, p. 99.
  8. El domine Cabra, personaje de El Buscón.
  9. Gustavo Adolfo Bécquer, Revista de la semana, El Museo Universal, 3 de junio de 1866.