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Arto PaasilinnaSuculento Paasilinna

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Era suculento leer por las noches a Arto Paasilinna. En El año de la liebre leímos cómo el hombre fracasado, al que ha dejado su mujer, que no sabe qué hacer, encuentra una liebre en una carretera perdida y siente a ese ser vivo y asustado y no puede dejarla durante un año. Y tiene un montón de alegrías y experiencias con ella, y de pequeños momentos, y de comunicaciones con el animal, vivaracho y frágil y sonriente, hasta que las burocracias, los legalismos abstractos, los laberintos de la vida moderna le impiden su amistad con ese animal tan simpático y tan amenazado. Es la atracción del bosque y de la naturaleza, la melancolía de un hombre que está lleno de vida y ve cómo está rodeado de obstáculos por todas partes, cómo comete torpezas, cómo le ponen complicaciones continuamente, y sin embargo está vivo igual que la liebre, y sólo quiere latir igual que ella, es igual de patético y lírico que ella, vive un tango triste y lleno de espontaneidad, se refugia en el humor como los campesinos de Galicia, sabe sortear trampeando como un vagabundo los resortes del sistema. Y digamos que el sistema finlandés es más poroso que el de muchos países, y aún le permite moverse, pero los hilos del sistema no suelen tener sentido del humor ni comprender la melancolía, esa melancolía con que un ser puede comprender a otro ser, o un humano a una liebre, mientras toma aguardiente él solo en el apartamento, y se acuerda de antiguas canciones, o de los reproches continuos que le hacían su mujer, su madre, su jefe en la oficina, el vecino del quinto. Y todo ello con una fluidez de estilo, con una agilidad, con un burlarse de todo en las frases, con un soltarse, que le dan amenidad, soltura, dinamismo, humor, y nos hacen reírnos y pasarlo bien mientras meditamos y sentimos. Hace falta esa aparente ligereza, esa espontaneidad, esa vivacidad en el lenguaje, para hacernos latir el tango melancólico de sus personajes. Si los finlandeses están tristes saben llenar la tristeza muy bien, y no sólo con bebidas en los bares o las cocinas.

Igual que esa anciana que se escapa por los bosques del norte de Finlandia en El bosque de los zorros, y no quiere que la atrapen los funcionarios de la residencia estatal y le apliquen sus leyes frías y abstractas, esa es la grandeza de la literatura, que va mucho más allá de las abstracciones y capta el alma y la vida, y le hagan ser feliz a la fuerza como a aquel hombre del subsuelo de Dostoyevski, y se preocupen por su bien como aquellos seres de Fleur Jaegy en Suiza. Y se escapa por los bosques, en medio del frío del invierno, entre la amenaza de los osos, lejos de los funcionarios perseguidores, al lado de un molino, y en una cabaña encuentra a un gánster desaprensivo y a un comandante borracho a los que inculca humanidad, los seduce con sus ademanes de mujer, les impide decir tacos, les hace estar limpios y comer encima de la mesa, y no pueden pasarse sin ella, y no consiguen eliminarla, y así entre humor, desenfado, sorpresas, giros curiosos, se nos habla de seres humanos perdidos en los bosques, fracasados, apartados de la sociedad, comunicados con la soledad más profunda de los montes, en esa naturaleza que se traga la Historia, en el fondo del río bajo los puentes está una división entera de tanques alemanes, las perdices y los lobos se sobreponen a los rusos y a los nazis y ponen las leyendas por encima. Y vibramos con esa vieja que no quiere saber de zarandajas ni legalismos, que quiere ser libre y estar viva en sus últimos años, que quiere apreciar el sabor de la vida intensamente en los días contados que le queden, arrinconada en el norte de Finlandia, en los límites extremos de la vida, con una vivacidad tan desesperada que acaba seduciendo a los más desesperantes seres que pasan de todo, como si fueran personajes desarraigados de Camus, y la humanidad acaba imponiéndose por encima de la indecencia, de la frialdad, de la frigidez del Estado, de los reglamentos mecánicos. El alma siempre supera a la máquina y el espíritu se sobrepone a la letra, o se agazapa debajo de ella. La vieja Naska es como la liebre frágil del otro libro, que se ve perseguida y amenazada en un mundo brutal y angustioso, y que resiste como puede, y hace sentir sus pulsaciones, y hace prevalecer su feminidad y su tono maternal hasta sobre los tipos más odiosos. Y la novela nos hace gracia y nos pone melancólicos, pero con esa melancolía de los finlandeses que saben pasárselo bien a pesar de todo y conocen escondrijos contra la angustia. Y sobre todo siempre tienen la naturaleza para refugiarse, y unos cuantos animales para contactar con ellos, y la vida en las soledades para convertirla en leyenda. Porque luego están las leyendas que se tejen en torno de la vieja, y las mentiras patéticas que se cuentan unos a otros, y cómo todo el mundo trata de refugiarse en alguna leyenda, en alguna frase bien compuesta.

Y luego leímos la novela más graciosa de todas, Delicioso suicidio en grupo, donde un grupo de seres patéticos y fracasados, que se sienten perseguidos de todos los modos, que no tienen ataduras con la vida, que han sido burlados de todas las maneras, acaban por conocerse unos a otros, y rascar los momentos más alucinantes de la vida, más brillantes precisamente porque están cerca de la muerte, porque destacan al lado de la muerte, y entonces esa melancolía invencible produce flores inagotables, y con un humor sutil y divertido se acaban encontrando todos los valores de la vida, el amor, la amistad, la fantasía, la creación, la sorpresa, aparecidos en las condiciones más improbables, más ridículas, más arrinconadas. Y ese montón de seres que quieren suicidarse alquilan un autobús todos juntos y dan vueltas por toda Europa y la acaban conociendo muy bien, y su vida es una fiesta continua, precisamente porque están al borde de la muerte, porque saben todo lo que esconde la vida, porque se han soltado de todo y sólo quieren vivir con urgencia unos instantes, porque con su humor rompen todas las ataduras, porque con su desesperación han desmontado todo lo que es falso, y su melancolía les sirve para descreer de todo y no obstante encontrar luces y auroras boreales. Y nos reímos con ellos y los encontramos patéticos y nos parecen todos unos payasos, porque el ser humano básicamente es un payaso y un borracho, viene a decir Paasilinna, o tal vez especialmente el finlandés, y tienen que ser los finlandeses presuntos suicidas los que descubran todas las características de Europa, y acaban desembocando en el Atlántico, en las costas tradicionales del Algarbe, donde a pesar de la invasión de alemanes todavía se conservan los sabores del vino y del bacalao y de la nostalgia de los mares y del sebastianismo metido en la sangre. En Portugal está la otra melancolía del fado que conecta bien con la de Finlandia, y no es casualidad que Paasilinna acabe su novela en el Algarbe, porque además vive la mitad de su vida en Portugal. Igual que a Wim Wenders o Alain Tanner, les atrae esa melancolía intimista, el contacto con interiores perdidos, con vidas entrevistas, más que los triunfalismos y las modernidades aplastantes de sus países. E incluso la supuesta desorganización mediterránea y premoderna de ese país. Los portugueses miran el mar con nostalgia y cantan vitalidades perdidas en sus fados, y los finlandeses miran sus lagos infinitos y se emborrachan y piensan en paraísos perdidos y se acuerdan de Vainamonen, su héroe guitarrista que no consiguió nunca seducir a la doncella de Pohjola. Es el primero que hizo el ridículo antes que los personajes de Paasilinna, y como ellos supo prolongar la agonía, porque la vida sería una supervivencia continua, una agonía prolongada, un arañarle sabores al tiempo y al sistema y a todo lo que nos aplasta.

Entonces nos encantaba leer por las noches a Paasilinna, los vagabundeos de Vatanen con su liebre, el tesón de la vieja que escapa por los bosques y se encuentra con los osos, la vitalidad de los suicidas que fracasan en todo pero prolongan su vida más allá de todo lo prolongable, como chistes vivientes y melancólicos.