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Ian BurumaAño cero: una historia de 1945, de Ian Buruma

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Quien no conoce la historia está condenado a repetirla, reza una célebre frase que se le atribuye a pensadores desde Platón hasta Einstein y que se suele tomar como verdad absoluta. El historiador Ian Buruma en su último libro titulado Year Zero. A History of 19451 se muestra escéptico frente a esta aseveración. No cree que los pueblos y sus líderes aprendan mucho de la historia, de los errores del pasado. No estamos a salvo de repetir los desatinos cometidos en el pasado, aun conociéndolos, dice. La razón para ello es que la historia no es un relato único sino una cuestión de interpretación. Y a veces ciertas interpretaciones pueden ser más peligrosas que la ignorancia. Los recuerdos de viejas heridas y viejos odios pueden encender nuevas conflagraciones.

En este libro, una biografía del año 1945, Buruma se involucra personalmente al incluir algunos elementos biográficos de su padre. Lo que quería con este libro era conocer y entender la época en la que vivió su padre, en aquel entonces un joven estudiante holandés en un país aniquilado por los años de ocupación nazi. ¿Qué significaba vivir en aquellos países destruidos de Europa y Asia, en qué estado de ánimo se encontraban los seres humanos sobrevivientes de la guerra más devastadora en la historia de la humanidad?

Por eso el libro se abre con una anécdota de su padre. En 1941, como estudiante de derecho, su padre sabe que tiene que ingresar a una fraternidad universitaria si quiere tener futuro como abogado. Ingresar a estas sociedades elitistas de estudiantes es una vieja costumbre que aún se mantiene en muchos países occidentales. Los ritos de iniciación de las fraternidades son conocidos por su brutalidad, y son famosos los casos de sadismo que ejercen los miembros veteranos de las sectas sobre los primíparos. La guerra interrumpió también la vida de los estudiantes. El padre de Buruma fue a parar a una prisión en Alemania en donde permanecería en condiciones deplorables hasta el final de la guerra. Una vez acabada la guerra, en septiembre de 1945, cuando los países comenzaron a dar los primeros pasos para volver a la normalidad de antes del conflicto, también los estudiantes volvieron a las universidades, a la vida universitaria con sus fraternidades y sus prácticas humillantes y violentas contra los nuevos miembros. En la Universidad de Utrecht, donde estudiaba el padre de Buruma, comenzó a hablarse de “jugar a Dachau”, un juego que, como su nombre sugiere, consistía en torturar a los más jóvenes al estilo de un campo de concentración.

Buruma se pregunta, ¿cómo podían esos jóvenes de la generación de su padre tener en 1945 un comportamiento tan grotesco después de todo lo que había sucedido, de los horrores que incluso muchos de ellos habían vivido en carne propia? Esta es la pregunta que él se propone contestarse a lo largo de la obra. ¿Por qué, a pesar de que todo el mundo rechaza los crímenes de guerra, a pesar de que se crean instancias para vigilar que éstos no se produzcan de nuevo, a pesar de los ¡Nunca más! que resuenan después de que se conoce un nuevo desastre humanitario, no obstante se siguen y se seguirán produciendo?

En primera instancia, de las conversaciones con su padre a este respecto una cosa le queda clara: una vez terminado un conflicto la reacción humana es la de mirar hacia adelante, no hacia atrás. En septiembre de 1945 los europeos no quieren preocuparse por los hechos (aunque recientes) pasados de la guerra, no están en condiciones ni tienen los ánimos para criticarlos o cuestionarlos. Vencedores y vencidos asumen su respectivo rol pasivamente y lo que todo el mundo desea es volver cuanto antes a la normalidad de la vida diaria. Es decir, volver a la vida tal como era antes del desastre, la vida diaria incluidas sus propias dosis de ignominia.

En la historia de las guerras no hay ni héroes ni villanos, sugiere Buruma, sólo seres humanos tratando de sobrevivir a cualquier costo. Y aunque hay entre los pueblos diferencias culturales, políticas e históricas —qué diferentes son, por ejemplo, los alemanes de los japoneses—, en términos de comportamiento humano, bajo circunstancias similares, la gente se comporta igual. Es una de las conclusiones a las que llega el autor después de observar el proceso de final de la guerra y primeros meses de la posguerra en los países más involucrados en el conflicto internacional.

El libro tiene tres partes que corresponden cronológicamente con las fases de los primeros meses de la posguerra. Buruma examina el comportamiento de una sociedad en ruina física y moral, el comportamiento de hombres y mujeres, de pueblos que salían de la conflagración como vencedores o como vencidos, en ambos casos sumidos en la penuria. Los millones de sobrevivientes desplazados que dejó la guerra habían perdido no sólo a sus familias y propiedades, en muchos casos habían perdido incluso su país.

Primero vinieron los días de la liberación con su alborozo, festejos y desfiles que tanto habremos visto en películas, con masas de gente riendo feliz en las calles, saludando y arrojando flores a los soldados de los ejércitos liberadores. Superado el regocijo, poco después vendría el período de lo que Buruma llama “de la limpieza de los escombros”. Y con esto no se refiere tanto a los edificios bombardeados sino a los escombros humanos, porque “la guerra, la ocupación, las dictaduras, no sólo dañan físicamente un país, también lo corrompen moralmente”. Había que drenar el veneno. ¿Cómo? Imponiendo la ley. Había que procesar y castigar a los culpables, los criminales de guerra, los nazis y sus colaboradores. La tercera parte, titulada “Nunca más”, muestra cómo fueron los primeros pasos tendientes a crear una institucionalidad internacional, las Naciones Unidas, que garantizara que no se volvieran a repetir en el mundo catástrofes de esa naturaleza.

 

"Año cero: una historia de 1945", de Ian BurumaSexo, hambre y deseo de venganza

Los países ocupados durante la segunda guerra mundial no sólo perdían la guerra militarmente, también la perdían sexualmente. Dormir con el enemigo, o lo que Buruma llama la “colaboración horizontal”, fue un fenómeno bastante frecuente en los países ocupados por fuerzas extranjeras. Una colaboración que se explica no sólo por la escasez material y la necesidad de sobrevivir, sino porque los oficiales del ejército ocupante (en Europa los nazis) bien alimentados y con sus uniformes poderosos tenían un aspecto físicamente más atractivo que los hombres locales mal alimentados y mal vestidos. El final de la guerra habría propiciado también una oleada de frenesí sexual, la alegría mezclada con un instinto de reproducción acelerado para compensar las pérdidas de la guerra. Con la derrota del ocupante, la “horizontalidad” se practicó entonces con los soldados de los ejércitos liberadores, estadounidenses y canadienses, también muy bien alimentados y con el aire de superioridad del vencedor. A propósito de esto Buruma narra una anécdota simpática que no resisto la tentación de transcribir: en 1995, para conmemorar los cincuenta años de la terminación de la guerra, se escenificó en las calles de Ámsterdam la entrada de los soldados del ejército canadiense en mayo de 1945. Ancianos veteranos de la guerra vestidos con sus uniformes de hace medio siglo desfilaron en los viejos jeeps y vehículos blindados de entonces. Lo que le llamó tanto la atención al historiador fue ver el comportamiento de las ancianas holandesas que fueron a presenciar el desfile: “Estaban en estado de frenesí, parecían adolescentes extasiadas y gritaban como muchachas en un concierto de rock alargando los brazos para tocar los jeeps y a los hombres uniformados”. Buruma concluye la frase anotando que es una de las escenas eróticas más raras que ha visto en su vida.

La venganza contra los alemanes en los primeros meses de la posguerra es un capítulo de la historia que ha pasado más o menos desapercibido hasta fechas recientes, incluso en la misma Alemania. La explicación de esto estaría en el enorme complejo de culpa de los alemanes por el holocausto. Muchos alemanes, no solo los directos responsables, sino la población civil sufrió al final de la guerra grandes horrores, deportaciones, hambruna, violación de las mujeres (esa antigua práctica de vencedores sobre vencidos), tortura. Buruma dice que, “en algunos aspectos, lo que se les hizo a los alemanes de Silesia, Prusia y de los Sudetes refleja de manera grotesca lo que los alemanes habían hecho a otros, especialmente a los judíos”.

La venganza pronto tendría sus frenos. Los países vencedores, Gran Bretaña, Estados Unidos, erigidos en policías, jueces y reorganizadores del caos que había quedado en el mundo, no perdieron completamente de vista el espíritu práctico a la hora de juzgar y condenar. Procesos como el de Núremberg fueron ejemplarizantes, pero fueron actos minoritarios. Si se hubiera castigado a cada uno de los alemanes que tuvo algo que ver con los nazis, si se hubiera purgado el establecimiento burocrático y político del tiempo de la guerra, la sociedad alemana se habría desintegrado. Muy pronto los aliados verían la recuperación económica como algo más importante que hacer justicia. Demasiado castigo a los alemanes podía ser contraproducente, era importante que se recuperaran económicamente. Y lo mismo sucedió en países como Francia, Italia, Bélgica y Japón, en donde las elites de la economía, los grandes empresarios, aunque hubieran sido colaboradores, apenas fueron tocadas.

En 1945 se cerró un capítulo de la historia de la humanidad y se abrió otro. Ese año las ruinas de la guerra dieron la esperanza de crear un mundo mejor, un mundo más unido, una auténtica comunidad internacional que eliminara los riesgos de nuevas conflagraciones. Y si bien en esa fecha, como lo destaca Buruma, se halla el origen de importantes logros de la comunidad internacional, el surgimiento del estado de bienestar europeo, las Naciones Unidas, los procesos de descolonización en África y Asia, el pacifismo japonés, la Unión Europea como modelo para mantener la paz, en realidad muy pronto se diluyeron las esperanzas. La historia seguiría su curso como si no hubiera pasado nada. Los judíos de diferentes nacionalidades que sobrevivieron a los campos de concentración y de algún modo lograron volver a sus países, Polonia, Francia, los Países Bajos, como nadie esperaba que volvieran, se convirtieron en un estorbo. Sus casas estaban ahora ocupadas por gente que no estaba dispuesta a salir de ellas. Una nueva clase surgió después de la guerra sobre los bienes de los que perecieron o fueron deportados o desconocidos para siempre.

La anécdota de “jugar a Dachau” me hizo recordar otra que escuché hace unos años en Ámsterdam. La ciudad es conocida por su afinidad con la cosa judía. Su equipo de fútbol, Ajax, se identifica como judío. El gran rival nacional de Ajax es Feyenoord, el equipo de Róterdam. Cuando juegan los dos equipos en el estadio de Róterdam hay momentos en que los hinchas de este último, para ofender a los amsterdameses, se ponen a hacer un cierto ruido con la boca, una especie de ssssssssssssss..., que era como sonaba el gas en las cámaras de exterminio en los campos de concentración nazi. Se sigue jugando a Dachau.

“Nunca más” es un ideal utópico en el que la gente quiere creer. Buruma es más escéptico, y sus reflexiones no están completamente exentas de un sutil sarcasmo: “Los sueños utópicos están destinados a terminar en un depósito de chatarra de las ilusiones”. A finales de 1945 la vida de los países echó a andar como de costumbre, los ideales internacionalistas se fueron difuminando en la necesidad de resolver los problemas domésticos. A pesar de la enorme arquitectura institucional que se comenzó a erigir en la posguerra con el fin de salvaguardar los derechos humanos de todos los pueblos del mundo, se siguen produciendo nuevas guerras a partir de viejas disputas nunca resueltas, nuevas masacres, nuevos genocidios.

 

  1. Elegido por The Economist, Los Angeles Times y The Daily Beast como uno de los mejores libros publicados en 2013. La traducción española de la obra aparecerá próximamente.