Letras
Tres poemas

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Orfeo

No mires atrás, de nada sirve.
O mira si quieres, es indiferente
y ya alumbra la luz del sol en la entrada de la gruta
en las postrimerías del Aorno donde habitan las serpientes.
Es una astilla lo que sientes clavada
pero es una astilla de hielo.
Sácala si quieres, escarba con tus dedos de luna
en la bajamar de los sueños;
o déjala allí que trasmita su frío
por el torrente de tu sangre hasta
las yemas endurecidas de tus dedos que tañen el arpa.
Pero hagas lo que hagas, recuerda que de nada sirve.
Recuerda una vez más que si giras la cabeza
Para buscarla, la perderás para siempre,
pero recuerda también que aunque logres
concentrar la mirada hacia la luz que presientes
ella no puede seguirte,
porque ha dejado ya de pertenecer al mundo en que la amabas.
En su ausencia es tu destino insoslayable
Levantarte para saludar a la aurora cada mañana
En las cumbres del Pangeo donde habitan las sombras
Dentro de muchos años los ruiseñores de Leibetra,
entonarán por ti dulcísimos cantos
a la serenidad de tu indiferencia.

 

Anteros

Debería ser lo más normal del mundo,
encontrarte todavía con restos de luz debajo de la almohada,
luciérnagas moribundas en las comisuras de los labios,
medusas de nieve en el abismo de la garganta
cuando abres la boca
para morder el último residuo de los sueños.

Desprendes la noche de tus ojos,
te restriegas violentamente la retina con los puños cerrados,
de entre los dedos brotan esquirlas
de antiquísimas albas.

No debería sorprenderte.
De los bolsillos de la chaqueta
que dejaste colgada antes de dormir
se desbordan aún pequeños hilos de claridad.
Sabes bien que ciertas noches
esa prenda gastada por el tiempo
todavía inunda de resplandores
la boca muda de los armarios.
Sabes que hay trazas de la aurora
que bajan cada noche por las mangas
como gotitas de bengala o de mercurio
que buscan no sé bien qué mar inexistente.

Abres la puerta y te echas a andar.
El sol es todavía un presentimiento
obstinadamente inmóvil,
una mancha estelar
apenas perceptible
sobre la parafina interminable de la noche.
Caminas.
Una fosforescencia extraña
se desprende de las suelas apagadas de tus zapatos;
y se mezcla con el barro en proporciones perfectas.
Por tu frente, por tu cuello
se desliza un torrente de astros
cuyo origen desesperadamente ignoras.

 

Océano

Te parece que es la arena
la que súbitamente desaparece,
absorbida por una bajamar insaciable
de reflejos de sol o de cristales,
Pero son tus manos las que desaparecen,
las que lentamente retroceden,
allí donde el mar bate tus nudillos desgastados,
antiguos acantilados en el dorsal de tus dedos innumerables.
Son tus índices los que ya no señalan la noche,
tus corazones los que ya no advierten
el paso sigiloso de los ponientes,
tus anulares los que se niegan a cerrar
el círculo multicolor de los corales.
Sabes que hay todavía huesos semilunares
bajo el manto inapelable de la piel,
proyecciones distales donde la noche alienta a los insectos,
mientras el dorso de lo que queda de tus manos
se extasía en la diáspora aparente de las arenas.
Pero no fluye ya la sangre que combatía la espuma,
han claudicado las vertientes azules de las muñecas,
aunque queden todavía deltas dormidos
en el laberinto de las palmas abiertas,
dunas en los montes donde Venus y Apolo
buscan salidas al triste Mar de los Sargazos.
Miras indefenso cómo se rinden las falanges otrora victoriosas,
cómo sucumben ante la furia brutal del oleaje,
mientras todavía las medias lunas de tus uñas
horadan sin cesar lo que aún permanece de la tierra.