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Eva

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Días después de la operación, encaminándola a su cama, se sentó sobre ella. Nunca se había percatado de su hundir, y cómo algunos resortes saltaban con su peso. Por primera vez notaba esa extraña sensación de flote que se percibe en los colchones, y que trae consigo la instantánea reminiscencia de encontrarse en una nube (la posibilidad de acostarse en una jamás escapaba de sus fantasías). Sabía que se aproximaba un suceso sin precedentes, por eso las banalidades cotidianas de pronto se le presentaban tan fascinantes.

Una vez con la cabeza apoyada en su almohada forrada de estampados de alcatraces multicolor, miró hacia arriba, con los parches aún en los ojos que hacían uniformes las tinieblas. Se durmió. La noche pasó sin algún suceso diferente a los millares de grillos que con sus patas amenizaban el ambiente y el viento que hacía mover la maleza que rodeaba la casa, mismo que chocaba con violencia natural en las paredes de adobe y que además llenaba, con aquel pacto firmado entre los seres vivos y Gaia, sus viejos, aún rosas y brillantes pulmones. Las extrañas energías que estimulan las buenas nuevas en el mundo hicieron las suyas, separando con los movimientos del sueño los vendajes en los ojos de Eva para que la genuinidad del cambio fuese para ella tan natural como fuese posible. Una vez que despertó, el techo aparentemente seguía igual, porque inició para ella la mañana como había abandonado la noche, despertándose diez a las cinco para preparar el desayuno que su hijo tenía que llevar a la siembra. Sin embargo, el sol, en un regalo eliminador, apareció dos horas antes de lo previsto. De repente, Eva subió la mirada, se tocó los ojos, notó que las yemas de sus dedos tocaban a bocajarro sus párpados y las separó asustada de su cara. En ese momento, una emoción contenida a la que estaba acostumbrada pero que aun así no dejaba de ser la más intensa que había sentido jamás, se juntó para proyectarse en la enorme sonrisa que de inmediato enseñó sus inexplicablemente blancos y alineados dientes, al ver unos destellos de luz amarilla, fulgurante, asomarse en medio de las tejas de su cuarto.

 

Las ráfagas parecían hacer ruido mientras se movía hacia adelante y atrás,

¡Tin!

como recién creadas por dios,

¡Tin!

y que le pertenecerían hasta el fin.

¡Tin!

Después de esto, de un momento a otro, Eva sintió que esa luz evaporaba sin dejar rastro toda la vacuidad a la que resumía su existencia.

Aún no se adaptaba, pero las cosas en el mundo se veían tan bien, tan claras, que su mente se despejó como la purificación de las aguas negras. Siendo así, que cuando los rayos solares entraban de lleno y sin dolor a sus ojos dos días después, entendió que ese era el instante, desde la muerte de su marido, en que tenía que ir a visitar su tumba. No sólo era la obligación de la costumbre, sino una necesidad, porque la proximidad con que la realidad lucía hacia ella embarró por completo al hombre más digno de admirar la igualdad de condiciones en la que ambos se encontraban, y aun más, de la superioridad de ella, al hinchar la vida todo su cuerpo mientras el de él estaba hinchado de putrefacción. Cuando, brincando el lodacero que esculpía las rodadas tanto de las trocas destartaladas como de las camionetas de lujo en abonos de los venidos del norte, iba llegando a la tumba, le vino el desdichado recuerdo del lecho de muerte del ahora agusanado, en el que le reclamaba, por fin se te hizo deshacerte de mí ¿edá hija de la chingada?, has de estar bien feliz, y tratando de jalarla de la blusa hacia sí, soltaba puñetazos al aire creyendo, en sus alucinaciones agónicas, que cerraba con broche de oro su vida dándole la última golpiza a la mujer causante de su desdicha sentimental; de la gran mentira. Lo que todos nunca supieron es que Domitilo fue, desde los once años, un hombre homosexual enteramente enamorado de su amigo, después padrino de su hijo, Apolinar, con quien consumó cuarenta y siete veces, en el único año que llevaría a la muerte como recuerdo, ese intenso amor blasfemo que les obligaba a irse una vez a la semana juntos al potrero, entre las milpas, o detrás de la yunta, y que provocaba las más diversas y a la vez unánimes habladurías entre los hombres y mujeres del pueblo. ¿Cuál era su punto de apoyo? ¿Cuál era su máxima ventaja? La hipocresía con que reaccionaba la comunidad ante su eterno misterio, permitiéndoles vivir decentemente respetados y a sus mujeres decentemente ahogadas en la ignominia silenciosa.

Eva jamás sospechó que la conducta de su esposo (en paz descanse) se debía a que gustaba de pieles menos suaves y delicadas, pues en un sentido naturalmente masoquista ella sabía que Domitilo le deseaba y le parecía atractiva mientras la violaba y, además, al ser virgen (como debía ser), consideraba que el sexo marital era normalmente una agresión que la superioridad del hombre debía expresar a través de la penetración. ¿Qué son esas joterías de la delicadeza?

Cuando llegó a la cripta, cargando sus dos baldes al ras de agua en cada uno para dar la limpieza, vio horrorizada que un tulipán volteando al cenit había nacido un poco más arriba de la mitad de ésta. Eva soltó los baldes. Su rostro adquirió, más opaco, el color de la luna llena y después, comenzando por sus labios que se llenaron de sangre como los de un vampiro recién alimentado, su cara completa se hinchó de furia y sus brazos y piernas comenzaron a temblar. Al buscar los baldes se dio cuenta con dolor que habían perdido peso: el agua había hecho lodo uno de los únicos espacios en que la tierra estaba seca. Nunca recordaría que podía ir de nuevo a sumergirlos a la toma de agua verdosa al lado de la primer tumba en la entrada. Los recogió, y aprovechando la pesadez que había adquirido el piso, usó los baldes como palas y comenzó a llenarlos de fango para transformarlos en armas. Los puso en el suelo, hundiéndolos, y corrió hacia la flor cuya brisa enternecía sus pétalos y sutiles tonos difuminados la convertía en reflejo del sol, para arrancarla y hacerla pedazos. Una vez desecha en sus manos y enterrada en uno de los baldes, agarró ambos y los lanzó hacia la tumba. Se subió a ella brincando con frenesí psicópata y tomó los baldes de nuevo para impactarlos como si fueran güingos. Volvió a recordar el último grito de Domitilo y la vibración que había sembrado en sus entrañas, pero se percató de que tal grito le perteneció sólo hasta ese momento, en la tumba, pues los alaridos incesantes fueron exprimiendo de su interior el trauma y la ira de su difunto, expiando a su vez todo temor a sí misma. Eva gritaba como si sus cuerdas vocales fueran autónomas y no le permitieran cerrar la boca, pero no decía una sola palabra al no existir valor o respeto alguno que le obligara a manifestar cualquier comportamiento distintivamente humano hacia aquel cúmulo moradoso de entrañas. Su trenza perfecta se deshacía paulatinamente y el sudor resbalaba por su rojiza piel. Repetía en su cabeza con amargura, que incluso tenía repercusiones físicas al darle a sus labios un sabor a óxido, los celos que le provocaba el privilegio del pecho de Domitilo de ser la base del tulipán; que quiso arrancarse los tímpanos y se enmudeció durante y después de ese cercano revolcón en el que, con ojos cerrados, se le escapó entre gemidos un mmm papi; que daba la vida por complacerlo en sus llegadas de Estados Unidos aun sabiendo a voz del pueblo que tenía una mujer mucho más joven, gorda, pocha y cachonda que ella; que la última de éstas había repercutido en la concepción del único varón que tanto había anhelado al haberse liberado y logrado descubrir un orgasmo después que él al permitirse fantasear con el leño tieso de su burro Casildo, soportando los jalones por las bestiales succiones que herían su cuello durante el acto.

Los saltos hicieron pedazos el concreto que cubría la tumba. Ignoró el resbalón cuando llegó a la segunda capa porque sentía que levitaba, y la anestesia de su cólera que infectaba su sistema inmunológico hacía que los surcos sangrientos en sus piernas fuesen instantáneamente sanados por sus plaquetas. Después los aguijones llegaron al féretro partiéndolo sin misericordia, aunque más rápido por la degradación del tiempo, para llegar después al cuerpo. No paraba. Un veinteañero megalómano hijo de puta incluso le grababa con su cámara de diez mil pesos para subirlo a facebook y titular el video en tono de mofa intelectualoide como un “estudio antropológico sobre lo locas que pueden estar las pinches indias mexicanas”.

Viendo a su marido cara a cara de nuevo, no dudó: en seco, las plantas de sus pies hicieron polvo volátil lo que quedaba de su cráneo con la violenta armonía rítmica del proceso del vino patero. Concentrada en la cabeza, con las embestidas de quien quiere no dejar rastro, retrocedió, encontró y acabó además con su pelvis. Nunca tuvo duda de la futilidad de las matemáticas, sobre todo por las pruebas de la primaria cuando la regresaban de cuarto año a primero en un ciclo mental infinito donde supo exactamente lo mismo hasta sus ya cincuenta y seis años. ¿Cuándo iba a pensar que un día, en medio de una niebla naranja que piquetearía sus ojos verdes, y cuyas partículas absorbería casi enteramente por la nariz, amaría la condenada causa de sus salidas sola al recreo? Los impactos ensordecedores, sísmicos que producía, eran nada en comparación con los números que su voz interior contaba para sistematizar aquel aniquilamiento, subordinando todos los aspectos de su vida únicamente a sus extremidades inferiores.

¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco!...

Cuando estuvo completamente claro su derredor metió sus dedos índice y medio a su garganta y le vomitó los dos tacos de frijoles con nopales que había comido esa mañana. El ímpetu fue disminuyendo y dejó de mover sus pies hasta que no se vio más un solo incisivo completo. No le interesaba el resto del cuerpo. Al salir del cementerio, decidió atravesar los diez kilómetros que la llevarían a la labor a pie, y cambiar todo: contemplar el cielo nublado, hermoso con sus nubes grises, esporádicas y gigantescas con contornos dorados; forzarse a dejar de despellejar las manos con cloro y lavárselas únicamente antes de comer y después de ir al baño; explorar senderos diferentes al aprendido, y suspirar de dicha, ya rosada de coraje pero permitiéndose sonreír discretamente como acostumbraba. Creó, mientras lanzaba un extremo de su rebozo a su espalda, la idea del eterno presente. Tenía que recogerse el cabello, apurarse, casi irse corriendo; Apolinar debía estar esperando el almuerzo.