Artículos y reportajes
Ilustración: Jerry NelsonOficio de hojas caídas

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Una señora de largo cabello negro entra a la librería con su esposo y su hija. Nosotros, tras la caja, apenas la reconocemos cuando se emociona al ver los libros de la editorial Anagrama en una de las mesas. Pronuncia, con el placer del descubrimiento, sus títulos y autores. Antes de agarrar cada libro, su mirada ha saboreado, con cada portada, cada palabra posible de las historias contenidas. Su fascinación escarcea con nuestra sonrisa. Su esposo y su hija son figuras borrosas ante tal emoción. Los libreros y ella compartimos miradas, nos reconocemos entre gustos. Qué placer lo que nos reconoce cómplices.

Una mujer de mirada dilatada entra y, con su aliento, delata no sólo su embriaguez, sino su desparpajo: se dedica a conversar con un extraño quien, con una seriedad de catedrático e instalado ante la caja, me tiene atrapado en un monólogo sobre Jodorowsky, Freud, Jung y Jorge Bucay. Ambos congenian como dos borrachos que comparten una botella y yo ni siquiera puedo compartir mi propia embriaguez de risas con Graciela, la encargada de la librería para aquel momento, quien se esconde en la covacha para escuchar, pero no ver, la escena.

He allí dos puertas ante las que he trabajado, El Buscón y Suma. Ambas son puertas de vidrio, casualidad frágil y traslúcida de cualquier tienda que, guindando tantas indicaciones como “Cerrado” aunque el cliente pregunte si sigue abierto, “No sacamos fotocopias” aunque la persona las necesite tamaño oficio, o “No somos papelería” aunque los libros estén hechos con hojas de papel, nos hacen bromear sobre cuán poco parecen leer los clientes. A veces, ingenuo, fantaseo que, si las personas entran preguntando por los objetos más insólitos, es su manera inconsciente de reconocer que los mundos de la literatura son tan evocadores que los libros pudieron haber escupido tales objetos y ellas vienen en busca de alguno. Qué poco dura mi engaño.

Y si usamos este lugar común de que el libro es la ventana a otro mundo, acaso porque sólo lo común nos vuelve humildes, ¿es la librería la puerta hacia tales ventanas? Cada puerta de trabajo destila un lenguaje y sus trabajadores se convierten en instrumentos para que tal lenguaje perviva. Así como la muchacha que vende café en frente de Suma habla de una manera diferente cuando exclama “A la orden el café”, siempre con la misma cadencia, estirando la última vocal, siempre con el mismo tono hasta que nos provoque tomar café o lo rechacemos; nosotros adquirimos, de centímetro en centímetro, las funciones de las puertas que acompañamos, guardando estas funciones como las llaves de la librería que cargamos cuando salimos de nuestro trabajo a ser otros y los mismos.

Si es así y nos vamos convirtiendo en extensiones de la librería, ¿es el librero un portero? Pues si portamos algo o a alguien, y hacia donde sea, lo hacemos dispuestos a perdernos entre estantes y personajes, estos más acá de la ventana, estos más allá de la puerta; conscientes, o al menos inquietos, de que no hemos salido ilesos de tal pérdida y de que, si formamos a los clientes como lectores, lo hacemos como extraños que descubren afinidades en este nuestro fin común, la frontera que es el goce y la respectiva decepción de cada silencio dentro lo leído. El librero goza del libro como un coleccionista de pérdidas donde cada palabra, cada puntuación, lo devuelve a la frágil fruición. Somos exploradores de lo que sostiene en constante vaivén nuestro andar cotidiano, aunque lo que hayamos descubierto, ahí mismo, sin movernos, sean los relieves y los sonidos de una puerta. Somos cada libro que atesoramos, la esquina que resguardamos o que ofrecemos a la venta, y la librería nos presta, sólo por un rato, sea el de trabajo o el de visita, las maneras para ubicarnos en la lectura mientras nos vamos desencajando.

Y, sí, el sistema de búsqueda por computadora nos ha atrofiado la memoria. Ya no somos aquellos libreros para quienes tener un libro era tener un recuerdo de su ubicación editorial, literaria, histórica y, sobre todo, libresca. En ellos, cada olor y cada textura hacían rastrear una geografía del libro. Ahora, acudimos al sistema para confirmar nuestras distracciones en una ficha que señala los datos básicos mientras desecha sus detalles sensuales. Nos inquieta el cliente que llega dando pistas de un libro, no por su título ni por su autor, mucho menos por su editorial (¡y cuánto nos desconcierta tanta desinformación!) sino por su color o por su tamaño como si se tratase de una fruta de la cual olvidaron el nombre. Al final, hemos sido nosotros quienes olvidamos que deberíamos conocer cada libro por su color, su sabor, su olor, y no sólo por su nombre. Pero, por más que la practicidad deshoje el objeto en sus rasgos generales y nuestra distracción los olvide, el librero nunca deja de ser amante del libro: goza su vida secreta, estas palabras que sólo lo pronuncian a él, y, secretamente también, desea hacer pública esta vida impronunciable a quienes quieran compartirla. Nos toma tiempo conocer las mañas del sistema, sus errores, sus desbarajustes con la realidad. Nos toma más tiempo conocer el giro preciso de la llave para que cierre la vitrina. Cómo, entonces, es tal misterio el tiempo que nos toma afinar el trato con nuestros compañeros.

Por ahí dicen, generosamente, que somos “un poco psicólogos de los clientes”, o como dice Graciela, “somos figuras públicas”. Los clientes nos piden por alguna recomendación o nos preguntan dónde podemos conseguir tal libro. Y nosotros, como el médico que detecta la enfermedad, no porque la ve directamente, sino porque palpa sus síntomas, le indicamos dónde pueden encontrarlos. Pero no les estamos recomendando ninguna cura. Más bien los estamos llevando, así, a tientas, hacia la enfermedad, que se queden ahí, instalados como estamos los lectores al placer que nos atrofia y engaña. “Los libros son una enfermedad”, me decía una señora hace unos días, “peor que otras”. Tarde nos damos cuenta de que no vendemos ni frutas ni curas y apenas vamos recogiendo las distracciones de los clientes y las nuestras propias, así, a diario, en cada hora, como recogemos las hojas de los árboles que caen a la entrada de la librería, marchitas, sucias, lejanas de la copa de donde cayeron como lejos quedamos nosotros de cualquier precisión.

Somos pregoneros de los libros, no sólo porque los anunciamos con nuestras maneras de trabajar en la librería, acompañándolos desde que los ingresamos hasta que son comprados; también lo somos porque los clientes y los proveedores nos reconocen fuera del recinto y, a veces, más que compartir una mirada o una sonrisa de complicidad, nos abordan en el Metro para contarnos qué les pareció el libro comprado, como le ocurrió a Nicole, librera encargada de Suma.

Hace unos meses, mientras buscaba sobre la librería Suma en las virtualidades de otra ventana, y preparándome para trabajar en ella, conseguí una crónica de Sebastián de la Nuez sobre la librería y el señor Raúl Bethencourt. En ella venía una cita de este, su primer dueño: “Para ser librero es imprescindible tener buena memoria, inquietudes por la lectura y una paciencia terrible para aguantar al ignorante”. Luego de sonreír, me di cuenta de que la primera ignorancia que aguantamos es la nuestra. Nosotros, quienes resguardamos y acompañamos desde nuestra puerta, y quienes también, en nuestra fascinación, deseamos (y todo deseo nos vuelve hegemónicos) que todos leyeran nuestro caprichoso concepto de “buena literatura”, ignoramos que cada librería es una puerta que contiene el mundo desde las ventanas, leves o macizas, traslúcidas u opacas, cuadradas u ovales, que escoge cada lector.