Artículos y reportajes
Curso de literatura para comprender a la muerte
Diario de lectura de Lo que no tiene nombre

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Piedad Bonnett

“Lo que no tiene nombre”, de Piedad Bonnett
Lo que no tiene nombre
Piedad Bonnett
Bogotá: Alfaguara, 2013
131 páginas

Viernes en la tarde / sábado en la mañana
Subiendo hasta la terraza del edificio

Aunque conozco la novela desde una noche bogotana de 2013 en que, aturdido por el dolor y con la prisa que da la urgencia de devolver un libro prestado, lloré con sus páginas varias veces, recordando a su vez los días oscuros de un período muy oscuro, vuelvo con incertidumbre a las palabras de Piedad Bonnett ahora, que tengo que hablar de ella en clase, leer críticamente, descifrar sus mecanismos, insertarla en un contexto narrativo, tender puentes intertextuales...

Pienso en el bonito rostro de Piedad Bonnett, en cómo aparece demacrado en las entrevistas que siguieron a la aparición de Lo que no tiene nombre y en cómo, poco a poco, parece recomponerse en videos más recientes. Su rostro dulce de madre, su rostro de eterna profesora de literatura que asume la labor de contar, con la belleza contenida de una enorme laguna al anochecer, la enfermedad mental y muerte por suicidio de Daniel, el menor de sus tres hijos.

Contención, decía, es una palabra fundamental para hablar del libro. No hay aquí, al menos en lo que llevo leído, ataques de pathos desenfrenado ni rabia contra el mundo, ni exposición morbosa de detalles escabrosos. Aquí la palabra es melodía suave, sin búsquedas formales ni experimentación alguna, más allá de un impecable manejo del tiempo y la inclusión de citas y epígrafes de autores como Paul Auster y Nabokov. La transparencia del relato es quizá la herramienta con la cual va permeando la piel y las reservas del escéptico: la profesora Bonnett cuenta, y al ir contando va destruyendo la distancia con el lector, va creando un clima de confianza e intimidad en el que, tras recorrer algunas páginas, Daniel pasa de ser un personaje narrado a ser una persona cercana, alguien real, con abismos oscuros y también con actitudes entrañables, como cualquiera de nuestros amigos o de aquellos que hemos querido. Como nosotros mismos, que alguna vez, al menos en algún sentido, hemos estado al borde del abismo.

***

Visitar el cuarto donde durmió la última de sus noches un ser amado, tocar sus cosas, su ropa, sus libros, sabiendo que nunca más arroparán su cuerpo, ni serán tomados por sus manos, lo que se narra en las primeras páginas, casi que obliga a un silencio en el silencio, a una actitud de encogimiento. No estamos leyendo una novela, podemos pensar, estamos oyendo el relato de quien, después de las lágrimas, nos ha escogido como confidentes.

En alguna parte de La Ilíada, creo recordar, el rey Príamo, el mismo que tiene la entereza de besar las manos del asesino de sus hijos, maldice la época en la que sean los padres quienes preparen los funerales de los hijos, y no al contrario. Esa época parece ser la nuestra, más que cualquier otra, la época en que nada, absolutamente nada, ni tener una familia hermosa y unida, ni una madre sabia y reconocida, ni las posibilidades económicas de viajar y estudiar en una excelsa universidad extranjera, ni tener talento artístico y éxito con las mujeres, puede salvarte de la locura y el suicidio.

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Uno de los tres epígrafes que abren la novela, escrito por Paul Auster (cada una de las citas incluidas por Bonnett es sencillamente perfecta), dice: “Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona del mundo a quien jamás ocurrirán esas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro”. Éste, creo, es uno de los espíritus que animan la escritura del libro y dan valor a su testimonio: así como asumimos que hay cosas de las que es mejor no hablar, o sólo hablar en voz baja y en secreto, asumimos que hay cosas que jamás nos van a suceder. Sin embargo, es darnos cuenta de que somos tan vulnerables como el más vulnerable de los otros lo que nos hace humanos. Y este libro respira humanidad. Eso, más allá de haber sido escrito por una poeta y novelista cada vez más reconocida; más allá de ser distribuido por uno de los sellos editoriales más poderosos de la actualidad, es lo que ha hecho que sea masivamente leído y abrazado (más que para disfrutar, éste es un libro para abrazar) por muchas personas de aquellas que jamás compran libros; y eso ya es mucho decir.

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En uno de los episodios iniciales más impactantes de la novela, la autora/narradora nos cuenta cómo decide entregar, donar para su aprovechamiento médico, los órganos y tejidos del cuerpo de Daniel. ¿Dónde estamos cuando estamos vivos?, ¿en nuestro cuerpo, en cada uno de los miles de procesos bioquímicos que ocurren sin que nos demos cuenta? ¿Dónde estamos cuando estamos muertos?, ¿en los tejidos que con precisión de artista un cirujano puede insertar, instalar, en otro cuerpo? La vida es física, sin duda, y la novela nos permite acercarnos a esas pequeñas tragedias físicas que resultan determinantes en la vida del personaje narrado. Nos cuenta cómo ningún cuerpo, ni siquiera uno joven y atlético acompañado de una mente brillante y talentosa, puede escapar de la inexorable determinación de la física corporal: algo aparentemente trivial, un ataque de acné en el rostro poco más que adolescente de Daniel, es la causa que provoca la utilización de un medicamento tan efectivo como cuestionado por los posibles efectos secundarios sobre el estado anímico de sus usuarios. Este medicamento, quizá, tiene un porcentaje importante de responsabilidad en el desencadenamiento de las crisis mentales de Daniel. ¿Hasta dónde —nosotros que nos creemos espíritu y mente que gobiernan un cuerpo— estamos condenados por una lógica perversa y casi incomprensible, la lógica de nuestra información genética, la lógica del caótico desgaste de nuestras células? ¿Hasta dónde el que Daniel subiera hasta la terraza del edificio neoyorkino donde vivía para tomar impulso y estrellarse contra el piso estaba escrito en sus genes y hasta dónde esa determinación es producto de un contexto, de unas elecciones, de una época y su escala valorativa? La vida es física, sin duda, y todo lo que nos ocurre nos ocurre en el cuerpo, pero, ¿dónde estamos cuando ya no estamos? Piedad Bonnett es tajante cuando en una entrevista responde, tomando postura frente a supersticiones e imaginerías religiosas: “No creo que Daniel esté ahora en ninguna parte”. Y sin embargo, ¿no está, un poco al menos, con nosotros cuando leemos las páginas de Lo que no tiene nombre?

 

Sábado en la tarde
Caminando en el peligro de quedarse al Otro lado

El pintor Daniel Segura Bonnett se suicidó en mayo de 2011, luego de casi una década de afrontar una enfermedad mental que por temporadas le imposibilitaba totalmente atender eficazmente (sonrío, subrayando la ironía de escribir una palabra tan “empresarial” tan de “economía de mercado”) la cotidianidad, con su carga de obligaciones y responsabilidades. Estudiaba una maestría en la Universidad de Columbia que, según lo que narra Piedad Bonnett, le generaba una carga de angustia y estrés tal que permitía suponer que estaba llegando al límite de su capacidad para soportar y enfrentar la vida que había escogido. Por eso, su mamá desde Bogotá se ocupó de que tuviera una tarde de relajación en un spa, una pausa para respirar, en un esfuerzo inútil para alejarlo del espectro del vacío y el salto suicida, un espectro que aparece varias veces en la novela y que permite suponer que Daniel había elegido, o había intuido, con anterioridad, la manera en que moriría.

Desde esa perspectiva, el libro puede leerse como una increpación a lo que nuestra época ha constituido como indicadores de éxito, a lo que hemos aceptado como el deber ser de una persona triunfadora: qué debe estudiar y en dónde, a qué edad debería ya haber terminado una maestría, cuánto debería ganar, en dónde debería vivir y todos esos límites autoimpuestos (¿siempre autoimpuestos?) entre lo aceptable y lo intolerable. Estos límites, en suma, constituyen lo que nuestros tiempos asumen como normal y lo apartan de lo Otro, lo anormal. Por eso, creo yo, es tan importante que la novela asuma hablar de la enfermedad mental sin idealizaciones ni infiernos románticos: la dolorosa verdad es que Daniel Segura Bonnett era un hombre como cualquiera de nosotros, un hombre cuyas inseguridades y frustraciones, cuyas dudas e incertidumbres eran por momentos más grandes y más fuertes que él. Exactamente como cualquiera de nosotros.

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No puedo dejar de pensar en uno de los contrastes señalados en el libro: Daniel se lanza a la muerte desde la azotea de su edificio pocas horas después de que a su madre le comuniquen que ha obtenido un importante premio literario, el Casa de América de Madrid de Poesía Americana, una especie de coronación a nivel hispanoamericano, un justo reconocimiento a una mujer que ha dedicado su vida a la literatura y apenas ahora comienza a ser conocida más allá de las fronteras de Colombia. Mientras, quizá, Piedad Bonnett sonreía satisfecha (¿vanidosa, tal vez?) haciendo una lista mental de regalos para su familia, incluida la tarde de lujoso spa ya mencionada, Daniel terminaba de poner los últimos ladrillos de su cuarta pared, aquella idea que confirma en el suicida su sensación de encierro, la certeza de que sólo la muerte puede ser liberadora o, por lo menos, acabar con el dolor.

¿Hasta dónde los dos hechos pueden estar conectados? ¿Hasta dónde la consagración literaria de su madre, la confirmación de una carrera sólida, de un talento indiscutible, de una vocación certera, activaron, reforzaron, apuntalaron en Daniel la pulsión autodestructiva? ¿Sintió quizá Daniel que no era un digno hijo de su madre, él, que temía fracasar, que se sentía incapaz de aprobar satisfactoriamente los exigentes requisitos académicos de su posgrado? La novela no toca este punto. Sé que es una idea atroz, odiosa, resentida; pero no creo que necesariamente descabellada. A veces, la sombra de los otros, aun la de aquellos que más amamos, oscurece y enfría nuestro pequeño rincón en el bosque.

***

Nos cuenta Piedad Bonnett que “La noticia de que se trató de un suicidio hace que muchos bajen la voz, como si estuvieran oyendo hablar de un delito o de un pecado” (p. 38), y luego, más adelante, refiriéndose a todo el tiempo que Daniel dedicó a dar la batalla contra la esquizofrenia, sostiene que “(...) cargó durante ocho años con una aterradora enfermedad mental que convirtió sus días en una batalla dolorosa y sin tregua, a la que él le sumó el esfuerzo desmesurado de parecer un ser corriente, sano como cualquiera de nosotros” (p. 41). Las citas contienen dos aspectos fundamentales en la novela, dos tópicos sobre los cuales se teje una enredadera de prejuicios y deformaciones: la soberana decisión del suicidio y la enfermedad mental. Resulta curioso que ambos tópicos sean aún hoy en día, polémicos y delicados en una sociedad como la colombiana donde la violencia resulta literalmente desquiciante. Como si miles de asesinatos, incluso cometidos de las maneras más atroces, resultaran más normales que la voluntad suicida de un muchacho que siente que ha perdido la batalla contra la locura.

La hipocresía de una sociedad que ha estratificado y jerarquizado hasta las enfermedades es uno de los asuntos más importantes del libro; por ello, no puede perderse de vista la valentía de la autora al escribir la novela para decir esta es mi historia, esta es la historia de mi hijo. No hay nada inventado. Padecía esquizofrenia; él y su familia hicimos todo lo que creímos conveniente, confiamos en la medicina, en la psiquiatría, en la psicología, pero nada fue suficiente, no pudimos impedir que se matara. Nos pasó a nosotros, como puede pasarle a cualquiera de ustedes.

En varias oportunidades, después de la publicación de Lo que no tiene nombre, la autora se ha referido, conmovida, a la enorme cantidad de personas que se ha comunicado con ella para contarle su historia, para hablarle de un hijo al que le pasó lo mismo que a Daniel, para conversar sobre lo inconfesable: que en casa hay un enfermo mental o un suicida, para asegurarle que tiene razón al desconfiar de aquel medicamento, para decirle que al escribir su historia, lo que ha hecho es narrar la historia de miles. De cuando en cuando, la literatura tiene la oportunidad de ser mucho más que literatura.

 

Sábado en la noche
Otra vez cerrando el libro, otra vez abriendo el corazón

Termino de leer, haciendo muchas pausas, para detenerme en un pasaje, para releer alguna cita, para volver a una descripción, para imaginarme a Daniel, para llorar un poco (esta vez tampoco puede evitarlo), las páginas finales de la novela con la sensación de que de nuevo la escritura ha posibilitado construir un bote para atravesar el océano del dolor. Si algo sorprende en Lo que no tiene nombre es cómo, en medio de su duelo, la autora hace todo lo contrario de lo que hizo su hijo Daniel: si éste, desesperanzado, abandonó la pintura, ella abraza y acoge la literatura, hurga e investiga en una multitud de textos para construir su refugio de palabras. Y nos comparte con generosidad lo mejor de las joyas que encuentra. Así, esta novela puede leerse también como una guía de buenas lecturas para momentos de tristeza, como un bellísimo curso que podría llamarse Literatura para comprender a la Muerte.

Escribir para mirar de frente al dolor y a la muerte; para decirles que ellos no pueden ganar siempre, todas las batallas. Para afirmar el poder cambiante de la palabra por encima de las tumbas. Las líneas finales del libro son tan hermosas que no valen la pena más paráfrasis ni comentarios:

Envío

Dani, Dani querido. Me preguntaste alguna vez si te ayudaría a llegar al final. Nunca lo dije en voz alta, pero lo pensé mil veces: sí, te ayudaría, si de ese modo evitaba tu enorme sufrimiento. Y mira, nada pude hacer. Ahora, pues, he tratado de darle a tu vida, a tu muerte y a mi pena un sentido. Otros levantan monumentos, graban lápidas. Yo he vuelto a parirte, con el mismo dolor, para que vivas un poco más, para que no desaparezcas de la memoria. Y lo he hecho con palabras, porque ellas, que son móviles, que hablan siempre de manera distinta, no petrifican, no hacen las veces de tumba. Son la poca sangre que puedo darte, que puedo darme.