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Manjar negro

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Anna tenía el cabello cobrizo;
después, mucho tiempo después, blanco.
Siempre, en su mirada, había algo muerto.

Pudo haber sido cualquier amanecer de otoño en Siberia. Amanecer de nubes color arcilla. La luz, enredada con la profundidad del horizonte, atraviesa unos ojos que parecen incoloros.

Llega a tiempo para subir al barco, con un bebé en brazos y una niña andando. Lleva puesta la falda color aceituna que usa en ocasiones especiales. Cubre al pequeño con una frazada de algodón turquesa y toma la mano de la niña que tiembla al ver el gigante de metal en la superficie plana y triste del mar. Anna es delgada. Camina despacio. Decidida avanza hacia la escalerilla que conduce al interior del navío. Piensa en su padre y su hermano; la esperan, están lejos, muy lejos.

Sobre el océano, el ocaso. La noche crece. Consoladora para algunos que viajan en camarotes adornados con la cálida sombra de sus hogares. Pero para Anna, que viaja en tercera clase, no hay calidez. Tampoco sombra. No lleva recuerdos. Nació en Alemania y nadie sabe cómo ni por qué llegó a Rusia. Se casó. Del marido poco se sabe. Tal vez fue alto, robusto, de piel marchita o lozana. No importa.

Dentro del barco, donde permanecen entumecidos los que viajan en tercera, el reposo se desvanece rozando pieles sudadas de calor y frío. El encierro de las noches es nauseabundo y la inmundicia ronda. Se rumora que han arrojado al mar a algunos pasajeros que viajaban en tercera. Se rumora que tenían el semblante pálido, con diminutos granos púrpura en la piel. No se sabe si la palidez se debía a la enfermedad o al espanto de la muerte revelada en la calma del océano.

Es madrugada. Madrugada de luna transparente. Un destello resbala sobre el rostro de Anna alumbrando la piel de su hijo. Es tan frágil. Ella lo mira y suda, y un cosquilleo la recorre hasta detenerse en su cabeza. No quiere que nazca el sol, desea penumbra, que nadie los mire. Desaparecer. Ser fantasma y ocultarse entre las paredes hasta llegar a donde esperan su padre y su hermano, que están lejos, muy lejos.

Otra vez el ocaso, la noche, los sueños. El aire enrarecido. El sonido del barco flotando en la negrura del mar. Anna despierta temiendo que alguien mire el rostro enfermo de su hijo, al que día tras día sostiene con fuerza entre sus brazos, y que ahora llora, mientras su hermana duerme con los párpados entreabiertos.

El día se empecina y llega. El cielo está vacío de nubes y la luminiscencia del sol es solemne. Igual que las paredes del gran salón donde se reúnen hombres y mujeres para saborear platillos suntuosos, asquerosos. Con sonrisas opulentas, rebosadas de dientes deslumbrantes. Gente de aspecto pétreo y mente tenaz, como el crujido de las olas reventando sobre las conciencias que viajan atrapadas entre la grandiosidad del horizonte y la pequeñez de sus cuerpos endebles.

Un joven de tez morena corre agitado, vociferando algo que nadie entiende. Tras él dos hombres corpulentos caminan sin premura; saben que no hay en dónde esconderse, que no hay hacia dónde escapar. Eso tiene el mar de perverso. Es refugio cuando lo miras, lo hueles, lo escuchas; cuando te posas frente a él y abres los brazos y frota el cuerpo con la liviandad del polvo. Pero si caes en él, mueres. Nadie volvió a ver a ese joven atravesar el barco. Nadie lo recordaba. Como a los mendigos o a los perros errantes que nacen sin ser vistos, y mueren igual.

Durante la noche una luz encandila los ojos de Anna. No puede distinguir el rostro de aliento putrefacto, que la sostiene con fuerza mientras arranca al pequeño de sus brazos. Anna intenta mirar al hombre pero pequeñas nubes perforan sus pupilas y se quedan soldadas en ellas como el hierro de una prisión. Espira débilmente un nombre. Alexander.

La madrugada percibe el murmullo de dos hombres con voces repulsivas. Uno se protege del frío con la frazada de algodón turquesa que aún guarda el calor de un cuerpo que cae al mar. No hubo clemencia. Alexander abre los ojos y siente el agua escarchada bajo sus pies y enrosca sus piernas como retrae sus cuernos el caracol con el ligero roce de un dedo.

Anna sueña con peces; Alexander los mira, intenta tocarlos mientras lo rodean y juguetean con su delgado cabello que se eleva mientras él desciende. El color de su piel es conmovedoramente pálido. Está desnudo. Escucha el ronquido del barco alejarse y los peces lo siguen mientras su silueta danza entre burbujas que salen de sus labios azul blanquecino. Después violáceos. Ya no se resiste. Sus movimientos son más tardos y los peces dejan de acompañarlo; menos uno. Uno que se quedó mirando sus ojos. Un pez naranja con abundantes pecas esmeralda. Los acompaña la bruma majestuosa del fin. No hay murmullos, nada.

Sólo profundidad. Esa pura profundidad cómplice de lo que vieron los ojos de Alexander antes de secarse como hoja de roble y ser dos huecos insondables. Una luz naranja ilumina su rostro mientras sus pupilas se pintan de esmeralda. Su lengua es manjar negro.

El alba descubre al barco y en el cielo no hay señas de vida. Ni luna ni sol ni estrellas, tampoco aves. El rumbo, con su destino, sigue. Los pasos en cubierta son escurridizos. No los de Anna. Esos dejaron de andar treinta y dos días, escondidos entre olores agrios y noches de cuerpos apiñados; a veces alguna caricia de manos pequeñas posaba en sus hombros el recuerdo de su padre y su hermano.

El aire entibia rostros ansiosos de miradas fijas en el horizonte. El olor a sal se mezcla con el del barro y el barco se tambalea de agua dulce. A lo lejos se dibujan siluetas sombreadas de polvo. El sudor humedece pieles agrietadas como hojas de álamo blanco; impregnadas de murmullos nocturnos de terror, de valses mareados por perfumes exóticos. Siguen, avanzan, y el barco entra al puerto de La Plata.

Adormecida, Anna va hacia la escalerilla y asoma sus ojos buscando. Nadie está. Nadie espera. Sus brazos penden deshabitados mientras una mano pequeña tiembla y se sostiene de su falda color aceituna.