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Violencia en grados variables

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Un solecito

Este sábado no lo visité. Quería llevármelo a la bahía de Cata. Ir a buscarlo y decirle, mi hermano, agarre su traje de baño, la toalla, y vámonos a agarrar un solecito. Pero no fui. No soporto el poco de carajitos de esa casa, encaramándose encima de uno y atravesados en el medio de la conversación, sin que nadie les pare. Y mi hermano calándoselos, echado a morir. Tiene diabetes avanzada. Se está quedando ciego y a él sin importarle. No deja ni que lo vaya a examinar el médico de ahí del barrio. Él era el más avispado. Inventaba unos juegos, sin juguetes, sin un centavo. Montaba los mejores carnavales de la cuadra, a punta de lata de agua y de las pinturas vencidas que nos pasaba Gaspar, el de la ferretería. Por Navidad convencía a mamá para hacernos los estrenos a las hermanas, así fuera con el reciclaje de las telas de las cortinas. Nos prevenía cuando papá llegaba con el ánimo atravesado, para justo huir todos, perro incluido. La pasábamos bien felices. Y ahora, ahí lo tienes. Sentado en ese sillón, de broma se baña. Se tiró al abandono, como decía mi abuelo. Un año lleva en ese plan. Hace un poco más enviudó, pero no llegó a derrumbarse como ahora. Aquella vez hasta nos atrevimos a echarle vaina con la vecina de la 8. Total, la Josefina había sido una sola incomprensión toda la vida. Una gritadera por cualquier estupidez. Él la aguantaba por mi sobrino, su orgullo. El futuro presidente de la República, como él mismo le pronosticó al nacer. Y mira tú, El Presidente de la República. Al rato de morir mi cuñada, y menos mal, el Ricardito se anotó para llevar un encargo. Unas medicinas, según dijo. Ve tú a saber, porque son más brutos. ¿Quién no sabe cómo andan las cosas? Pero los reales vuelven loca a la gente. Por necesidad, necesidad, no fue. Tienen casa. Sencilla, pero una buena casa. Salud y trabajo, lo más importante. Ahora está preso, en el Retén. Una tía lo fue a ver. Aparte de la cola de diez horas a pleno sol para poder entrar, le hicieron bajar las pantaletas, saltar y caer en cuclillas para ver si llevaba drogas en la vagina. Por poco se infarta. Cuenta que unos presos están hacia un lado del penal, vueltos unas piltrafas: los dientes podridos, esqueléticos, todos sidosos, gritando enloquecidos cuando las mujeres pasan, las aguas negras de la mierda corriéndoles entre los pies descalzos. Allí duermen como vampiros, atados a unos restos de hamacas de nylon, casi pegados del techo para que no los violen. Hacia donde caminaban ellas, les abrían paso con las armas en la mano un grupo de hombres, esos sí bien vestidos y alimentados, protegiendo a su pran. Mija, me dijo, yo no vuelvo más nunca: eso está hecho para carajas bien arrechas. La pobre, pasó tremenda pena: se orinó y se cagó encima. ¿Eso es justo? ¿Qué necesidad tenía ella? ¿Y él de meterse en esa vaina? Según los periódicos, el camión llevaba drogas y un montón de armas. El pendejo sirvió de cebo. Eso no tiene ninguna lógica, mandar por plena autopista, pasando alcabalas, delante de las narices de la guardia, algo tan evidente. Pagó por pendejo. Dicen, hay un juez que saca con cualquier delito, pide mil millones. Por mí se muere adentro. Otra, que los amigotes le ofrecieron cambiarse para un penal donde ellos tienen influencias, montadas piscina, discoteca, mujeres... Pasaría confortable los dieciocho años. Los bien jodidos fueron los tres carajitos. La mujer ya no para en la casa y al mayor, ponle tú, diez añitos, le tocó lidiar con los otros, prepararles los espaguetis, tenerles ropa limpia, llevarlos temprano a la escuela. Si no lo hace, ella cuando llega le mata a palos. Ve tú a saber cuánto más aguantará el muchacho. Y el otro. Mi hermano. Del próximo sábado no paso sin llevarlo a que me tome un solecito.

 

El Tigre

Duelo de uñas acrílicas. Tops ceñidos. Sombras al mayoreo bajo las cejas.

Las dos muchachas estaban sentadas en el porche cuando la motocicleta pasó muy veloz, rociándoles un splash de polvo y humo de escape.

—¡Esto no es una autopistaaaa! —le gritaron.

Se acercó el vecino y les advirtió:

—¿Ustedes saben quién es ese? El Tigre. Tiene encima unos doce homicidios y violaciones. Volverá.

Corrieron adentro. La madre las escondió al fondo del patio, detrás de un cachivachero.

A los minutos el rugido del motor les estremeció cuando paró de sonar justo allí, en la entrada.

En la sala, el tío, ebrio por el sopor de la tele.

En el fregadero, la madre, cabalgando en una naturalidad de esas de mentira, que quiebran platos y tazas.

Los otros dos hijos, en la escalera hacia la azotea, acorralados entre huir o dar la cara.

La puerta principal seguía entreabierta, como un ruego para la negociación, tal como estaba un rato antes, cuando la vida aún no pendía de un hilo.

El hombre la arrambló con el codo, en la mano derecha la pistola, apuntando. La mirada desquiciada.

Todos se despedían de algo, sin saber ni qué pensar en ese último instante.

—¿Dónde están las putas?

Irrumpía en los cuartos a puntapiés, en medio de la no respiración de los circundantes.

El tío apenas si giró el rostro, confundido entre ficción y realidad.

El hueco negro de la pistola fue visto por los dos hermanos tan de cerca que nunca lo hubieran pensado tan oscuro, tan sin fin.

En el fregaplatos, ni una gota de detergente.

Volveré. Amenazó.

Unos días más tarde El Tigre apareció abaleado, arriba en la cuarta terraza.

—¡Bendito sea el Señor! —murmuró la madre.

 

Mataperros

Los perros del barrio correteaban por las escaleras, se enfrentaban feroces unos con otros y olfateaban el objeto del deseo: una cuatro patas color frijol, pelona, boca negra, medio enana, sin atavíos de concurso, pero capaz de provocar entre los machos el cataclismo que durante días mantenía el sueño de los vecinos en vilo. Ya los niños sacaban cuentas del reparto de la camada y las madres aplacaban las diferencias: habría para todos, con seguridad. Hasta que un escopetazo, seco, ejemplarizante, sembró el silencio y acabó con los planes.

 

Sara

Cuando era muchacha trabajó para una diseñadora de modas y, a cambio de no cobrar el salario, le pidió que le enseñara el oficio.

Con el tiempo montó su taller de costuras y tejidos. Poco a poco adquirió las máquinas y con el trabajo de algunas empleadas surtía dos tiendas de la ciudad.

El marido, para poder soportar tanta prosperidad, tuvo que dedicarse a la bebida con muchísima disciplina.

Una noche, de grados alcohólicos altos, le pegó fuego a las Singer, a los géneros y figurines, haciéndola huir con los tres niños a casa de la suegra, quien no tuvo más remedio que darles un rincón.

Hoy me encontré al hijo mayor limpiando parabrisas en la gasolinera. Que Sara murió hace un año, recordó. Como una arañita. Como doblada sobre su propio corazón.

 

Y los dedos de uñas sucias

Johnny abre Google para copypastear el primer trabajo de biología del trimestre y le dice por el Facebook a los amigos, esperen, la tía, que ya no soporta a esa vieja.

En la casa sólo velan él, y en el patio el loro, partiendo las semillas de girasol.

Al terminar su siesta, ella revisará una tarea bien adelantada, y servirá la cena para dormir temprano: se gasta mucho en electricidad últimamente, dice.

La de Johnny es una vida de un muchacho que no pierde el tiempo en tonterías.

Aunque con los compañeros, le parece a Johnny, no le sirven el inglés ni la informática, sino las tonterías en las que no ha perdido el tiempo.

Este descubrimiento le atasca el dormir, como pesadilla, como solían hacerlo los truenos en las noches de lluvia, olvidados sólo cuando su madre y algún hombre le acomodaban a su lado.

Piensa en su día siguiente y ya se ve al margen de las conversaciones, otra vez de mirón, padeciendo las puyas de los otros. Hablan de una discoteca con nombre de vaca.

Suda. Si ella no tuviera la mirada tan azul y tan burlona, clavada en sus zapatones de trenza como ya no los lleva ninguno; en su pantalón zancón, azul, de poliéster, con filo permanente, como pendón en las canillas; en el asqueroso morral de Tom y Jerry, tan distinto a los bolsos serios de los demás.

Con un imaginario pase mágico elimina en su mente lo más insoportable: el cuchicheo y las risitas de las muchachas por su look, y las pesquisas acerca de cómo el raro se toquetea la oreja. Nada. Ahí siguen él, su mano, su oreja.

Y las risitas. Las risitas.

De súbito, los gritos biliosos de la tía lo repliegan, como si fuera un caracol sorprendido por una ramita caída entre las antenas, apartándolo del dibujo que hacen las sombras en el techo.

Por hoy, la mujer ya no logrará sacarlo de la habitación para, primero y principal, estudie en el comedor, segundo, cene como todas las noches, tercero, apague temprano la luz para que las abuelitas no se achicharren en las lámparas, y cuarto, se eche a dormir las debidas ocho horas.

Ni con todas las invocaciones al Señor lo lograría.

—¡Perdónalo, mi Dios!

Ella renuncia, analfabeta ante un muchacho que cuando llegó a su casa corría sin ropas por el patio, ahora ya adolescente, tan alto y con esa voz, queriendo mandarse él solo.

Hablará con el padre Ángel, el de la parroquia. Su sabiduría indicará lo mejor.

Ir a misa el domingo con la tía le aumenta a Johnny los problemas. Cruzarse con alguno del liceo por la plaza rumbo a la iglesia, y seguro el lunes llega el cuento a clases antes de él salir de casa.

Para colmo, la mujer se le cuelga del brazo como si ella fuera una enana o él un viejo. Y le pesa tanto como una piedra, tanto como la presencia del cura haciéndose el amigo, con sus ojos como vidrios persiguiéndole las pupilas, la boca escupiéndole boronas y las manos sobándole insistentes los cabellos.

Detesta ver a la tía, espalda encorvada, ojos bajos, sonrisa acojonada. Su voz, una cadena de estrangulados Sí Padre, Sí Padre, Sí Padre.

Encantada, Padre.

Tan distinto al cura Tinoco del que contaba el abuelo. Rudo pateador de montañas de por estos Altos, con toda una tropa de muchachos tequeños atrás, mirones embelesados ante la entrega a los pobres de su última camisa, y el rechazo sostenido de obsequios y privilegios.

La oreja le comienza a arder más. Y ella ahí, halándole el codo con disimulo, caminando a pasitos diligentes detrás de la sotana que vuela, enseñándoles la nueva construcción en los traspatios de la iglesia, reducida alegoría granadina, con naranjo y todo. Largo corredor, con arcos minúsculos de adobes, paseo, entre cuchicheos y miradas, de otros muchachos presentados por el párroco como muy felices ante su proyecto de seminario escaso.

Johnny no entiende muy bien.

Y menos comprende la adoración por el cura, que flota espesa desde la tía hasta los chicos esos; trepa como una araña mona por las paredes de ladrillo, despierta como un mal sueño al perro, se empapa en la fuentecita del patio, y salpica el aire, a los azahares, a las matas de rosa, a los mismos murmullos.

Por fin la visita termina y le llegan las palabras como sogas:

—¿Te gustaron esos muchachos, tan entregados al señor? Nada más deben asistir los viernes. Y el domingo, a misa, claro.

Su respuesta no debe ofender.

—Tía, ni los conozco.

Y las náuseas repentinas le recuerdan lo no digerible de esta vida, y lo hacen correr tras ella, calle arriba, hasta la farmacia del Centro Comercial, implorando, sin ritual alguno, transmutar en cualquier cosa.

Pájaro.

El ave, obediente, bebe el Primperan boqueando sobre la cucharilla que le extiende una tía-zamuro parpadeante, en pregunta a la dependienta:

—¿Y si le diera también un Atamel?

—¿Tiene fiebre? —pregunta la otra, montadas sus dos patas sobre el mostrador y girando el pico inquisitivo hacia él.

Y la pájara:

—No, no creo. Pero una cucharada, por si acaso. Yo le tengo mucha fe. Siempre tengo en casa.

Y la reina de los brebajes trina:

—Con el Atamel no se debe abusar. Puede matar a cualquiera. Unas dosis de más, y el hígado...

Y pasea su mirada de bruja, con la autoridad que le confieren el plumaje blanco y las antiparras plateadas sobre las estanterías, perseguida por la mirada redonda del muchacho-pájaro, fascinado por el secreto del medicamento, poción de la muerte, sin duda, y por la antigua vitrina con frascos de mixturas extrañas, pipetas y balanzas minúsculas, matraces de todo tipo y tazones de porcelana con sus respectivos mazos.

El viernes siguiente el padre Ángel recibe a seis muchachos, bendita decisión de los papás de todos ustedes que los trae a la Santa Madre Iglesia, representada por nuestra Casa Parroquial, templo modestísimo hecho para adorar a nuestro Señor Jesucristo, a la Santa Virgen María y a todos los Santos. Y con un suspiro de satisfacción expele una lluvia bíblica de saliva: ahora demos la bienvenida a nuestro hermanito Johnny, por vez primera nos acompaña. Cubre con el brazo protector su espalda de obrerito chino. Clava en sus ojos pelados, otros, hinchados de venillas rojas, brotados como canicas de Murano.

Les pasea por la biblioteca toda en madera. Olfatea para ellos: cedro, dice. Un gran mesón para sentarse a estudiar. Aquí la cocina, y la cocinera, je je. Bandeja de rosquillas de anís sobre servilleta impoluta; al paso, en el aire, cilantro, perejil y yerbabuena; más allá las flores, cada una con una historia que ya les contará el jardinero; la tortuga pataleando en la fuente, la casita del perro con una cadena —rara vez se emplea, es muy obediente— el salón para las visitas, por si viene el Señor Obispo. Al final del pasillo su habitación, mi espacio.

Y a todos se les van los pies atrás.

A casi todos.

Menos a Johnny, a quien le llega una visión de la Tía-Pájara. Ella vuela hasta allí tapando la luz del sol. Posa sus garras como una gran águila arpía en el borde de piedra de la fuente levantando una gran polvareda de pétalos, de pupús de perro, de relicarios y de hábitos negros que descubren largos calzoncillos sobre canillas regordetas.

Veloz, la tía lo alza hasta el nimbo solitario que se cuela en el cielo del patio, y se lo lleva al lado del loro rompecáscaras. A terminar las tareas. Toda la tarde. No importa. Hasta el fin. Hasta la cena con ella. Aburridos, no importa. Hasta apagar las luces a tiempo y los mosquitos no, y el recibo de la luz tampoco. Hasta el amén.

Pero está visto. Sus incipientes poderes le han abandonado. En toda la tarde no ocurre nada extraordinario. La Pájara, cuervo, zamuro, no viene sino a cubrir de babas de agradecimiento, en un solo balbuceo, la mano del cura. Padre, será lo mejor para este muchacho, ya comenzaba a rebelarse, Padre, la edad, las malas influencias de los compañeros, las madres ya no educan, todo está perdido, haga lo que pueda Padre, antes que se termine de torcer, tiene nuestro permiso Padre, el de su padre y el mío, sólo Usted.

Y Johnny:

—Tía...

Y la Pájara:

—¡No se hable más!

Y el cura:

—Todo irá bien, hijo mío. Todo irá bien.

Y los dedos de uñas sucias en el hombro de Johnny. Apretando.