Letras
Patos silvestres

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Era a finales de abril. Por la noche había llovido y los caminos estaban empantanados.

Tiramos por un atajo.

El maestro Aguayo se tumbó sobre una mata de helechos y estuvo haciendo la puntería unos segundos.

Yo esperaba lo que iba a venir.

Puse los ojos en la familia de los patos silvestres, en la yema acuática, y calculé. Era una distancia respetable. Los patos se hallaban acurrucados en un lugar muy incómodo.

La primera vez que lo hizo fue por la ardicia de pegar un tiro: la balita salió rozando los filamentos del agua, oímos crujir el eco entre las hojas, un aleteo multisonoro, y las aves se echaron a volar hacia los olmos. Sólo quedó un lavanco, un ala rota, mal sentado sobre el espejo del lago. Los perros ladraban, furiosos, salían del agua, jadeantes, el hocico lleno de espuma. Don Mateo se enderezó con un silencio incrédulo en la boca y dijo:

—¡Eso se llama mala suerte!

El pato se escabulló hasta la floresta contraria del bosque.

Lo que pasó después, yo ya lo sabía.

Enarmonamos una fogata —a don Mateo le supo a cadáver la carne de los patos, no quiso probarla—, se bebió un trago de aguardiente —supongo que sería la fiebre—, yo armé un techo de lona contra la lluvia, y decidimos pasar ahí la noche.

Era bajo unos sauces.

Abracé a los perros y me dormí.

Cuando vine a despertar todo era una parranda de aúllos y ejercicios. La Tiña me hería a colmillazos —me desenvolví de la manta, somnoliento—; era casi de amanecida, no pensé que hubiesen transcurrido tan rápido las horas. Nerón tenía el hocico en las nubes, vi que don Mateo removía el fuego de la noche con un leño en tanto abarcaba los hombros desnudos de una mujer. Me levanté trabado a la escopeta (por costumbre), advertí una espalda moza, una beldad cubierta de yuyos —don Mateo acababa de uncirle una venda en el brazo—, los cachorros se abalanzaron: ella comprendió que yo venía, encontré sus ojos, de frente; hice callar a las bestias con un tiro al aire, adrede. Don Mateo exclamó: “¡Qué diantres, Luciano!”. La chica desarmó violentamente la enredadera de su traje líquido y terminó por zambullirse en el agua. Los perros le mordían las nalgas, la tirilla vegetal de sus ropas, su paso animalesco. Volví a disparar.

—¡Aquí!, ¡aquí, Nerón!

Don Mateo estaba hundido en el pantano como cazando pirgüines.

Cuando todo volvió a su sitio, echamos de ver al lavanco de la víspera en el centro del lago, arrellanado entre sus plumas, haciendo círculos, con un vendaje en el ala izquierda.

Creí que los perros irían a enloquecer. Don Mateo se llevó la cantimplora a los labios y le sacó un gorgorazo. Maldijo la repugnancia que sentía. Era una actitud desfachatada. La cuestión no me gustó, pero nunca quisimos hablar del asunto.

Ya en el bosque destrabó la lengua. A mí se me había metido una culebra en la bota. Don Mateo me alargó los ganchos para que no fuera a desmandarme. Yo trataba de mantener la escopeta en la nuca —tenía el agua a la cintura—, trataba de asir el rabo de la culebra, de interpretar aquellos sus ojos cínicos. Se afirmó en los coligües, bosque adentro, al borde de un macizo de robles y alerces, y le oí decir: “Tú pensarás, seguramente, que soy tonto”.

Al principio fue una visión simplona de todo. El pobre confundía los pájaros, le daba lo mismo un jote que un queltehue; se ponía malo con los hongos, soportaba los morrales un tramo del camino, no más, después los iba arrastrando yo como paquetes, o encima de mi espalda; el carburo se le caía al agua, gemiqueaba por sus ampollas, o sus heridas fabulosas. “No soy para estos andares” —repetía. Tuve que subirlo en muchas ocasiones por entre lomas de quilas, meterlo, remolcarlo. Simplemente era un caballero de ciudad, un hombre culto. En su juventud había estudiado Leyes, Historia de las tribus germánicas, Lingüística, Cibernética... —años y años—, pero todas esas materias estaban inconclusas así como la búsqueda de su propia vida: dejó de seguirlas —ni se acordaba cuándo— y se fue por el mundo —vendió tres granjas de su abuelo Ricardo Ugarte—, anduvo perdido en el Amazonas —lo rastreaban con helicópteros—, se enamoró de una aristócrata casada, en Méjico (allá lo querían tronar), y cuando regresó, parecía distinto: los ojos brillantes, más inteligente; regresó con unas ganas enfermizas de convertirse en ingeniero agrónomo. Sin embargo, de aquello salió la pura luz: liquidó en remate unas parcelas de su abuelo Ricardo Ugarte y se hizo célebre por sacarle el jugo al diario vivir: amoríos fáciles, el Casino de Viña, casas de damiselas prostitutas, jardines de rosas salvajes, sus amigos Bulnes, Riales, Amunáteguis. Se transformó de pronto en una especie de hijo mal avenido con la familia, en un sonso demócrata, en una Biblia sin abrir. Todos reconocían sus dotes de maestro, sus reflexiones audaces sobre la importancia del arte italiano; pero en el fondo se quebraban la cabeza por hallarle alguna ubicación práctica en la sociedad.

En la época del otoño, don Mateo se ganaba hasta la choza de los Zentenos y vivía ahí una semana, o dos. Almorzaba en la cocina con mi padre —hablando siempre—, con mi madre, sin confundirse; dúctil como era. Sabía tragonear del mismo puchero, compartir las lentejas y el ulpo, representar la figura de un Cristo pobre.

La aparición de algún futre, en el campo, era un tremendo regocijo. A mi madre le costaba admitir lo que veía —los ojos arrasados en lágrimas—, don Mateo Aguayo Infante había venido a almorzar con ellos, con el cuerpo doméstico de la hacienda, a esclarecer los secretos íntimos de la vitamina D, hundido en un plato hasta los bordes de prietas con arroz, igual que ellos, tan humilde como ellos, sobrio, los codos sobre la mesa, la barba sucia de migas y vino, exponiendo sus ideas con la boca llena, modestísimo.

Cierto. Don Mateo era un bálsamo de fineza.

No obstante, las emociones que provocaban semejantes visitas me habían costado más de una vez un cachetazo en la boca.

Yo sufría.

Simplemente sufría con esas personas. Hubo un tiempo en que sufría con el enjambre de niños que llegaba en verano: los Aguirre Prietos, los Egaña Méndez, los Infante Ovalles —por nombrar algunos—, críos volubles, hijos de los dulces, cuando yo era hijo de los pehuenes: se zampaban en volandas lo que ayer me había sido negado bajo control absoluto tirándome las sobras de chocolate para que yo las cogiera en el aire, se reían; yo era fruto de yegüeros y mozos de caballería, descendiente de amas de llaves, de mayordomos lacayunos, de alguaciles de cuadras y bosques, de una centenaria servidumbre física y espiritual, y nadie podía explicarse de dónde diablos polía correrme sangre de pergenio por la lengua y las venas: debía bruñir las botas de don Juan Iriarte, levantar hembritas como de algodón hasta las monturas de los caballos —ellas se aferraban de alguna bestia, chillando, hundían sus uñas de jazmines en las cernejas de las bestias, sus propios rizos de miel—, yo las oía quejarse, vocear; no importaba que fueran bellas: corría hacia los animales y los alzaba en vilo, deseando, en mi corazón —esa mañana de la partida— que se troncharan la nuca en algún barranco.

Con todo, aquel sentimiento crepitó. Don Mateo hizo de mí su alumno preferido, y yo le oía bien. Le oía sus relatos de viajes por el mundo, sus ideas, amores: de entre su barba canosa, llena de gotitas de rocío, ensartaba las palabras de suerte que yo las entendiera mejor —él estaba tirado, culebreando, con una linda mujer, en Bolonia, en París—; íbamos saliendo de los pantanos —yo no conseguía desunir la imaginación de aquello que era tan real y vivo. Se me hinchaban las narices, solía atarlo a preguntas, enrojecer; luego no decir palabra media legua.

El hombre me había entregado un pedazo de su alma y si venía por aquí era para hablar conmigo.

El año cuando terminé el liceo, don Mateo me ayudó en el asunto del servicio militar, y en noviembre de ese mismo año empecé, gracias a él, a trabajar en la Agropecuaria de Osorno como apuntador de remates, y a ser bien mirado en la hacienda.

(Meses después don Mateo contrajo matrimonio con una mocita de diecinueve. Trabajaba de corredor de propiedades en Rancagua.)

Cruzamos hacia el estero de Trobalonco.

—Tú, Lucio, pensarás que ya estoy viejo para estos bailes.

—Usted no es viejo, don Mateo.

Restañó la soga sobre el culantrillo. Me agarré de los ganchos.

—¡Diabla!

Tuve que hacerme un nudo de culebra a la cintura.

—¡A ver, don Mateo, quítele el poncho a ese jote!

Yo escogía un jote pechudo sobre un boldo y le entregaba la escopeta. Para reírme, nada más.

Don Mateo dirigía los cañones, cerraba un ojo, y paf, paf: el pajarraco se echaba a volar como si le hubieran jodido el descanso.

La última vez que lo vi, en la choza de los Zentenos, fue un viernes temprano. Yo recién me había casado; el crío tenía nueve meses. Estaba nostálgico y de un humor bellaco. Su saludo fue una fiesta, igual que su gesto: un mantel con bordaduras de oro, de doce piezas, como esos manteles de la Colonia: el regalo de bodas.

—No soy para los jotes —gimió con resignación.

Llevaba un rifle de chiquillo. Se tendió sobre un montículo y descargó el arma.

Yo desbandaba las aves con boleadoras —los perros iban adelante, una o dos lenguas rojas, esculléndose sobre el agua, nerviosos, verdes por el lomo, llenos de brotes y sombras.

Era un rifle calibre 22.

Me desprendí de la carne tibia de mi mujer, en la oscuridad, tanteando la manta con la punta de los dedos, y me arrojé puertas afuera. Ya en el patio hice saltar la escarcha de la batea y puse la mocha bajo el frío. Deseaba un té caliente.

—¡Qué mierda, Luciano, yo me vine a enamorar de cuestiones que no existen!

Las matronas del viejo Aguayo me habían hecho sufrir.

Al abrigo de unos alerces, cerca del Trobalonco, le dije lo que pensaba.

Él no contestó.

No sé si dormí, o no dormí, o cuántas horas estuve despabilado. Ponía la cara sobre la tierra, me ardían las mejillas; necesitaba pensar.

Había dejado de llover y el cielo diáfano era un claro signo de la helada por venir.

El contacto con el hocico baboso de los perros me trajo a la luz. Nerón jalaba con las tirillas de la manta. Me sentí violento.

—¡Nerón ! ¡Nerón, aquí!

Encaminé los pasos hacia el fuego. Yo sabía de qué se trataba el negocio.

La muchacha se dio cuenta de que yo me iba acercando por detrás, dio un respingo, agitó su cabellera salvaje mientras se le descolgaban las rosas del lago sobre sus hombros desnudos y se redujo en el acto: soltóse de las amarraduras y chichisbeos del viejo y huyó de la sangre de los perros por entre el herbazal acuático. A don Mateo se le mudó la voz: “¡Córtala, Luciano! ¡Córtala!”. Era una lechuza del espíritu. Ya no daba más: se me agolpó una masa de hielo en el pecho. Me eché la escopeta al hombro, la mira al ojo, y le volé la cabeza al pato silvestre.

Quedó un montón de plumas flotando en el agua.

Esa misma tarde llegamos al fundo. Llegamos en silencio.

Don Mateo se enclaustró en la choza de los Zentenos y le bastaron tres días para morirse.

No quiso hablar con nadie, menos conmigo. De eso me acuerdo bien.

Aquí le dimos un entierro fausto.