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Fake prizes

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Pablo respira profundo, son las ocho de la mañana. La gente recién entra al hotel, firma en la mesa de registro de la chica rubia que nunca puede faltar. Los niños ingresan dando giros y saltos. Alguno lo empuja, como de costumbre. La recepcionista le da sonriente una etiqueta de identificación y le permite el acceso.

A las ocho con quince, las familias entran presurosas a grandes salones etiquetados con rangos de edad. Los adultos, uniformados con camisetas que tienen el nombre de sus hijas en el frente, acomodan banderitas, grabadoras para un último ensayo y ajuares coloridos. Arrastran a las niñas que quieren seguir jugando en el maletero de la recepción y sus corazones comienzan a latir cada vez más rápido.

El maletín de Pablo inicia su habitual recorrido, asomándose a los salones llenos de niñas que lo miran por el rabillo del ojo, sentadas en bancos. La primera voltea de golpe. —¡Candies, mommy, candies! —grita, provocando que el lápiz se le corra hasta la oreja. La madre hace un ademán y le pide cuatro tubos de Sugarmix. La niña corre a arrebatarle la primera entrega del día y su madre se la quita para evitar que la abra con los dientes. Luego de cortar la punta superior con unas tijeras, le vacía el contenido directamente a la garganta.

A partir de ese momento, niñas por todos los salones ingieren grandes cantidades de las pequeñas bolitas de azúcar pintadas de cualquier color, para permanecer despiertas las siete horas restantes. Adultos las secundan agitando los tubos y llevándoselos a la boca cada cinco segundos. Alternan las ingestas con regaños por no ejecutar correctamente los pasos y con mayores suministros de azúcar a las alteradas concursantes.

Como en cada certamen, Pablo ha pensado que podría conseguir un empleo donde aprendiera más sobre computadoras, pero no se queja, entre los concursos de los últimos cuatro años y su trabajo de rebanador/mesero/cajero en McDonald’s, ha aprendido a observar a la gente y a temerle un poco menos. Aún no se acostumbra a la euforia de las madres detrás del jurado, como no se acostumbra a la de los niños por las cajitas felices.

Los percibe como costales de azúcar hechos de carne y le parece cada día más evidente la similitud entre ambos empleos. En el local entran adultos de todas complexiones con niños soltándose de sus manos al entrar y corriendo como dementes con los ojos resplandeciéndoles por los colores vivos de las golosinas, de donde brotan pequeñas ganzúas que se les enganchan y los jalan bruscamente hasta que sus rostros se hunden en helados cremosos y albercas de pelotas. En el hotel, es el maletín de Pablo el que escupe largas manos pegajosas con la capacidad de adherirse enseguida en las cabecitas llenas de hairspray y extensiones de cabello rizado.

A las once de la mañana, las madres parecen predadoras, sus miradas amenazantes escudriñan a cada contrincante, enmarcadas por melenas acicaladas. Niñas lloran. Adultos les detienen las lágrimas con pequeños toquecitos en las comisuras de los ojos evitando así la caída sobre sus cachetes rosados y brillantes. Las madres dan los últimos toques a peinados y vestidos. Una mujer mete los pulgares en la boca de su hija para asegurar que las fundas se peguen bien a los caninos —la dentadura blanca les da puntuación extra, pero nadie quiere correr el riesgo de que caiga sobre los piececitos de su portadora. Otra hace un recorrido con la espalda erguida, recordándole a la pequeña cómo caminar.

Las largas horas del concurso se reproducen en la mente de Pablo: las familias se sientan a esperar que sus niñas salgan disfrazadas de adultos editados y sonrientes. Pablo se para en un extremo, sosteniendo los tubitos de plástico a una altura que permita a todos ver que aún está ahí y tiene lo que cada uno necesita para sobrellevar la ansiedad. Ya no pone atención al concurso —al menos no a las presentaciones musicales preparadas por madres claramente proyectadas en el acto— como lo hacía al principio. Ahora sólo se para y observa a los hermanitos corriendo o llorando, a la madre que baila frente a su hija para que no olvide los pasos, al padre orgulloso, la anciana dormida, las juezas haciendo anotaciones... observa a su mercado, cada vez más decepcionante y pegajoso.

Terminada la exhibición, la gente se amontona afuera del salón de hotel. Sus vahos se mezclan en el pasillo y los murmullos les llenan las orejas. El jurado, encerrado, discute quiénes obtendrán los codiciados premios. El maletín naranja y gastado se cierra luego de un servicio rápido y eficiente. Pablo se lleva la mano a la cara y se limpia el sudor, mirando la bola de gente pegada a la puerta: carnes acumuladas que apuestan y se felicitan con los pies sobre la alfombra, entre montones de tubos plásticos babosos y hormigas que salen en busca de los restos.

Eight, please, balbucea un niño pequeño que ha logrado salir de entre el gentío amontonado. Pablo hace la última entrega, recibe su pago y ve al niño perderse de nuevo entre los cuerpos que finalmente entran, más eufóricos que hace siete horas, a escuchar el veredicto. Pablo no se mueve. Oye las premiaciones desde afuera y luego ve salir familia por familia: sonrientes cargando sobres de dinero y trofeos en las manos, tristes jalando a sus hijas que protestan y gritan, indiferentes con bebés llorando porque la crinolina les pica las piernitas.