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Diomedes Díaz: el espantapájaros que conquistó un anaquel en la historia de Colombia

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Diomedes Díaz

Los individuos de alma dionisíaca y perdularia que habitan el Caribe colombiano y sus alrededores, sin importar su género, su estrato social o nivel cultural, pasaron de duelo la navidad de 2013. El domingo 22 de diciembre, a una hora indeterminada, murió Diomedes Dionisio Díaz Maestre, sumo sacerdote de la bacanal, el goce mundano y la juerga. El señor de “la eterna parranda”, de acuerdo a los tropos con que se refirió a él Alberto Salcedo Ramos.

Ese título lo ganó gracias a sus extraordinarias dotes de juglar y a los matices de una voz cuyos influjos tenían el poder de convertir al público en una congregación de “feligreses que se postraba sumisa ante su Mesías”. El ascendiente que el desaparecido cantante tenía sobre el público fue documentado detalladamente por Salcedo Ramos, a quien se ha proclamado como el mejor cronista colombiano de los últimos tiempos.

Según el cronista, cuando Diomedes comenzaba a cantar la gente entraba en una suerte de trance colectivo, que la llevaba a hacer cosas que no son entendibles desde la perspectiva racional. Analizando el fenómeno Diomedes, Salcedo Ramos advierte que “en los conciertos de los otros cantantes vallenatos el público quiere divertirse, básicamente. Los asistentes cantan, tocan las palmas, brincan, bailotean. Pueden pasarse la noche entera sin mirar hacia la tarima donde se encuentra el conjunto, porque para ellos lo que cuenta es su propia alegría”.

En los conciertos de Diomedes Días no pasaba así. A él, en cambio, el público necesitaba “admirarlo”. Cuentan Salcedo Ramos y todos aquellos que fueron testigos de esos espectáculos, que en los bailes que animaba Diomedes, las parejas que asistían allí para bailar, cuando él comenzaba a cantar abandonaban ese deseo, porque su canto, “como si fuera un conjuro”, les arrebataba “el movimiento”. Hechizados por su voz se dedicaban “a observarlo nada más (...), maravillados, sometidos”. De ese modo lo que se iniciaba como una fiesta, que buscaba el “puro disturbio de los sentidos”, el “gozo en su estado más primitivo” terminaba convirtiéndose en un “culto pagano”, en el que los feligreses se postraban ante su pontífice.

En esas ceremonias báquicas a menudo los fanáticos pasaban “de la adoración sosegada, contemplativa, a las expresiones de idolatría más delirantes”. En medio del paroxismo colectivo, una que otra mujer se arrancaba el sostén y lo lanzaba con fuerza hacia la tarima; otra se quitaba el calzón y lo hacía girar, “desafiante, en su dedo índice levantado como el asta de una bandera”; alguien levantaba un cartel con la frase: “Eres lo máximo, DIOSmedes”.

De la aceptación social que alcanzó su música —y del rechazo que algunos sectores de la sociedad colombiana (particularmente bogotanos) manifestaron frente a las tropelías de ese sujeto, que llevó una vida indiscutiblemente disoluta— dejó constancia para la posteridad un editorial del centenario y cachaco diario El Espectador, que nunca le dedicó en vida un editorial. En la nota póstuma del diario capitalino, donde raras veces se exalta con la opinión oficial de sus editores las gestas de los provincianos, se dijo que el inmensamente celebrado y nunca bien ponderado Cacique de la Junta fue “un cantante superdotado, probablemente único en su clase (por la potencia, por el timbre prodigioso de su voz), que volcó el legado del vallenato a toda la sociedad colombiana”. Resalta el editorial que hoy nadie puede negar, sin importar la clase social o el estrato, que la música de Diomedes Díaz suena “en casas y en carreteras”, en “todas las fiestas de todos los meses del año”.

Sobre la popularidad de la música de Diomedes el cronista sincelejano Alfonso Hamburger afirmó que “en Colombia, en tiempos normales, cada 30 segundos suena una canción suya”, lo cual explica por qué Diomedes Díaz, como lo resaltó Liliana Martínez Polo, “se convirtió en el mayor vendedor de discos en la historia de Colombia”. Sobre la cifra de discos vendidos por Diomedes, entre los analistas del mercado musical hay quienes dicen que a lo largo de su carrera vendió 40 millones de copias. El bloguero Nelson Armesto Echavez, experto en mercadotecnia y conocedor consumado de la obra del artista, sostiene que desde el punto de vista comercial “Diomedes Díaz en Colombia no tiene punto de comparación”, pues “hasta en sus malos momentos, sin publicidad y sin respaldo de los medios”, Diomedes fue uno de los artistas más solicitados y vendedores del país. En conclusión, y haciendo nuestras las palabras de la bloguera Nani Mosquera, Diomedes “vendió más discos que muchos artistas no tan corronchos”, que han salido más que él en la televisión y la prensa de farándula, sin tener la mitad del genio que él tuvo.

Sobre la aceptación de su música a lo largo y ancho del territorio nacional, “si miramos en la cabeza de todos los colombianos —asegura Mosquera— encontraremos la letra de una de sus canciones en algún rincón”. Respecto al mismo tema el investigador César Rodríguez Garavito sostiene que “en un país fragmentado por regiones, sus canciones se convirtieron en la música de fondo que daba la impresión de algo coherente detrás de los fragmentos. Uno se montaba en un taxi bogotano oyendo una de sus tonadas, hacía trasbordo a un bus intermunicipal que tocaba todo su repertorio y era recibido por su voz en la terminal de Santa Marta, Villavicencio o Cali. Sus letras poéticas les hablaban, sus melodías ponían a bailar a colombianos de todo tipo”.

El éxito musical de Diomedes Díaz fue tan monumental que, según un productor de Sony Music Colombia, él era “el único artista vallenato que podría pasar diez horas seguidas cantando solo éxitos, sin repetir ni una canción”. Fue tan sólido su éxito comercial, que expertos en mercadeo musical han considerado que, en Colombia, Diomedes es uno de los pocos artistas a los que la piratería no ha podido doblegar. Él mismo dejó por sentado que la copia —sin permiso— de su obra no le quitaba el sueño. En entrevista con Daniel Vivas Barandica, publicada en la revista Bocas, sobre el tema dijo: la piratería “a mí no me ha afectado mucho, yo he seguido vendiendo y parece que a todos, incluyendo a Sony Music, nos ha ido bien. (...) La piratería vende más barato, llega a lo más recóndito y nos hace propaganda para llenar escenarios. Es un arma de doble filo”.

El hecho de sentirse idolatrado sin contraprestaciones por un público que estaba “dispuesto” (así lo advierte Salcedo Ramos) “a perdonarle cualquier barbaridad con tal de que siguiera cantando”, fue lo que lo llevó a componer el tema “Para mi fanaticada”, un himno que enardece el corazón de sus verdaderos fieles. En esa canción, acompañado por los acordes magistrales de Colacho Mendoza, en manifiesto gesto de humildad canta con vehemencia:

Toditas mis canciones siempre se refieren al amor
Pero esta vez me inspiro pa’ cantarle a mi fanaticada
Porque un artista solo no puede conservar su valor
Y hay que reconocer que ninguno nace con fama
Por eso yo con mi fanaticada
Siempre vivo contento cada día
Cantándoles bonitas melodías
De esas que yo compongo con el alma

 

Diomedes DíazUna muerte como en el paseo “Sueño triste”

Mi primer contacto con la música de Diomedes Díaz sucedió en la escuela rural del caserío de San Francisco, cabecera urbana de la vereda donde nací. Allí, a pocos pasos de la escuela, había una cantina. Su dueño había traído de Venezuela, a donde había ido a trabajar en una matera, un tocadiscos que funcionaba con baterías y dos bocinas, que se podían escuchar a varios kilómetros de distancia. Esa festiva posesión hacía de él la única persona, en varias leguas a la redonda, capaz de animar de manera moderna las parrandas de los adultos perdularios de la comarca de mi infancia.

El artefacto había convertido al tipo en un empresario próspero y apreciado por los tarambanas del villorrio. Para celebrar la vida o para ahogar las penas, los hombres de la región —pocas veces las mujeres, vale la pena aclararlo— llegaban a cualquier hora del día o de la noche y solicitaban que se hiciera sonar en la radiola, por un peso la hora, su música favorita. Entre los temas que los emparrandados hacían repetir hasta el cansancio estaba el paseo “Sueño triste”, compuesto por Calixto Ochoa. La canción encierra un mensaje agorero, que sólo Diomedes Días y Colacho Mendoza pudieron transmutar en aire alegre. A veces estábamos tratando de aprender a sumar, cuando la voz de Diomedes nos llegaba en todo su esplendor, pregonando desde la copa del mango del patio vecino, donde estaba amarrada una de las bocinas:

En la revelación de un sueño yo presenciaba mi cadáver
Pero esto tenía un misterio porque yo amanecí grave
El día que muera este negro quedará de luto el valle

Reconstruyendo los hechos que rodearon su deceso, la agencia Colprensa reportó que, después de haber oficiado como pontífice principal de una parranda celebrada en una discoteca de Barranquilla, a donde fue a lanzar su última grabación, que solo cinco días antes había salido al mercado, “El Cacique voló como el cóndor herido”, cuando hacía una siesta. Según dicho reporte, como presagiando la llegada de la hora final, en medio de su última farra le dijo a uno de sus acompañantes: “Compadre, estoy cansado, me les voy a morir en la tarima”. Al día siguiente, al llegar a su casa en Valledupar, volvió a vaticinar el presagio fatídico. “No me dejes solo porque me voy a morir”, le dijo a su mánager. Sin embargo el hombre partió y el hecho aciago se produjo. El cantante murió en la soledad de su alcoba.

La conmoción social generada por la noticia se manifestó de inmediato en las redes sociales y en las ventanas de comentarios de los portales de los medios nacionales e internacionales. De ello dejó constancia el corresponsal de BBC Mundo en Colombia, Arturo Wallace. En su reportaje dio cuenta de la manera como sus seguidores lamentaron su muerte, valiéndose de todos los medios que encontraron a su alcance. El rastreo de ese dolor en el universo electrónico confirma lo que de él decían los titulares de prensa: “Diomedes como artista fue grande” y para el folclor vallenato él es una figura “irreemplazable”.

En Sincelejo —afirma un testigo de excepción—, cuando se supo la noticia, las parrandas del moribundo domingo se volvieron ambiguas, porque en el Caribe colombiano, como lo canta un verso sin dueño, cuando la gente está en la parranda no se acuerda de la muerte. Siguiendo esa lógica, con el propósito de rendirle tributo y para que el duelo no dañara el espíritu de la navidad, se armó una parranda colectiva, en la que entre la música, el licor y los chistes “todos expresaban algo sobre el Cacique”.

En la maraña de comentarios de los medios virtuales, la congoja que inundó el corazón de sus devotos se evidenció en frases como las de Constanza, que escribió en el espacio destinado por la BBC a sus lectores: “Oooh, Dios, qué tristeza por esta gran pérdida”. Por su parte Hugo Polanco Bohórquez sentenció para consolarse por la “irreparable pérdida” en la ventana de comentarios de El Espectador: “Se marchó Diomedes dejando muchas canciones que en nuestro corazón perdurarán. Se fue Diomedes Díaz, el mejor cantante y compositor, dejando junto a sus hijos y sus canciones un pueblo que en silencio lo llorará”.

Por su lado Hollando (también comentarista de El Espectador) sostiene que el Cacique de la Junta fue “aquel hombre que le cantó a su tierra, a sus costumbres, a sus gentes, a su familia, a sus amigos, a sus tristezas, a sus desengaños, a sus alegrías; aquel cuya música ya es casi que obligatoria desde hace casi 40 años”. Resignado frente a la fatalidad, Álex Ramírez, un feligrés devoto de la religión de la parranda, escribió debajo de una de sus canciones en YouTube: “Aquí no hay más que hacer sino beber, escuchar sus canciones y despedirlo con alegría”.

En realidad los parajes virtuales, más que las propias notas de prensa, resultaron ser el mejor lugar para recabar los testimonios sobre la saudade que embargó el espíritu de la fanaticada, por la muerte de ese a quien el cronista Salcedo Ramos llamó “el espantapájaros más gracioso de nuestra historia”. Fue allí donde los observadores especializados en fenómenos sociales de masa debieron haberle tomado el verdadero pulso al estado de postración emocional en que se sumergió el alma de la cofradía parrandera, que hizo de ese campesino sin abolengos su gurú, su guía espiritual.

En mi caso, mi primera zambullida en ese luto colectivo sucedió en el muro de Facebook de William Fortich. De manera sucinta y emotiva, quien fuera mi profesor de filosofía de la historia en la licenciatura de Ciencias Sociales registró compungido el hecho. “Colombia entera llora a Diomedes Díaz”, escribió sin rodeos el profesor.

Sus palabras encontraron de inmediato eco en el sentimiento de Roger Pereira Espinosa, uno de sus contactos, que reaccionó a su comentario en tono grandilocuente: “Diomedes de por sí era, es y será siempre un homenaje a la música, al folclor y al amor. Ya está muerto pero será siempre eterno su legado y jamás dejará de ser ese gran músico, eximio cantor y compositor. Perdemos a un gran artista. El mejor homenaje será seguir escuchándolo con alegría”. La reflexión fue complementada por Clito Self Mogollón, quien minutos más tarde agregó: “Se fue el más grande entre los vallenatos”.

Los contactos del profesor siguieron su diálogo dolorido, en el que intervención tras intervención se iba dejando constancia de que la obra musical de Diomedes Dionisio Díaz Maestre, como lo sostuvo Oliden Pérez Mora, “es un legado cultural, de filosofía popular y de la expresión de los pueblos, en su diario vivir”. Ese aspecto fue reforzado por Marly Luz Nieves Díaz, quien afirmó que “sus canciones son historias de la vida real”. Para orientar la catarsis colectiva el profesor volvió sobre el tema anotando: “Las canciones de Diomedes son una fuente para conocer el alma colombiana. Diomedes Díaz fue un monumento a la cultura popular”.

Sobre sus minutos finales, la BBC Mundo, que cita como fuente a su mánager, José Sequeda, informó que “el músico falleció poco después del mediodía”, cuando dormía en su casa de Valledupar. Como lo evocamos anteriormente, la manera como murió Diomedes es sin duda un guiño a los versos de “Sueño triste”. Ésta es una de las canciones que lo convirtieron en reverendo de la secta de tarambanas, que ya, rendida a sus pies, cantaba cuando sus canciones no se escuchaban más allá de los lugares, a donde llegan las ondas hercianas de las emisoras de la frecuencia AM del CARIBE colombiano:

He tenido un sueño raro y triste donde la muerte me ha llamado
Yo recuerdo que le dije: déjeme viví otros años

Desafortunadamente en esta ocasión la muerte no aceptó ningún pacto con el cantor. Éste, al contrario de aquella ocasión, no despertó llorando como en el sueño raro y triste que narra el paseo. En secreto el misterio de la muerte se consumó. Su vuelo al más allá, en medio de los festejos de fin de año, dejó en la orfandad a una “tribu de fanáticos” que no se cansó de lamentarlo y de gritarle “al mundo” durante su funeral “lo mucho que extrañarán al artista”. Abatido por la congoja varios de sus seguidores escribieron en las colillas de comentarios de los periódicos virtuales y en las redes sociales: “¡Diomedes, te tiraste la navidad, viejo man! Por tu muerte la fiesta de fin de año será un velorio”.

Sobre la coincidencia azarosa y funesta de su funeral con la fiesta de Nochebuena, Alfonso Hamburger sostuvo que de todas las bromas de Diomedes, a quien le gustaba jugarle bromas a la gente, “la última”: morirse en navidad, fue la “más dolorosa”. Por ese chasco, durante las festividades decembrinas el Valle y la música de acordeón estuvieron de luto. Su fanaticada y su morena lo lloraron de manera desconsolada mientras era sepultado el 25 de diciembre. En la radio y en las fiestas no sonaba del mismo modo “Mensaje de Navidad”, canción que en los barrios populares, los caseríos y los villorrios del Caribe colombiano es más popular que cualquier villancico centenario. Por causa de la partida inesperada del Cacique de la Junta fueron pocos los que cantaron colmados de la alegría:

Unos dicen: “Qué buenas las navidades
Es la época más linda de los años”

Como Vadinho, el personaje central de la novela de Jorge Amado Doña Flor y sus dos maridos, Diomedes ha muerto en pleno festejo. Para despedirlo el país entero ha parado por un instante la parranda. A su sepelio han concurrido por igual —con evidente rictus compungido— los buenos y malos hijos de la patria. Sin saludarse, se han detenido en silencio un minuto delante de su féretro para encomendarle su alma a Dios. Parafraseando un párrafo de la novela de Amado podría decirse que durante el festejo, en el Cesar y la Guajira, en señal de duelo, en los edificios públicos, en los clubes de la gente bien y en los burdeles de buena y mala muerte, la bandera nacional se izó a media asta.

 

Diomedes DíazEl fusilamiento moral de Diomedes Díaz: la vida privada del artista tema de debate público en los medios

En Colombia culturalmente hablando han cohabitado históricamente dos países bien definidos: el país andino y el país caribe. El país andino es un mundo apegado a los valores eurocéntricos y devoto de los principios judeocristianos y las tradiciones morales católicas. De la mano de esos elementos las élites sociales e intelectuales han construido una concepción apolínea del mundo, que se esfuerza por resaltar las virtudes y esconder los defectos.

El país caribe, al contrario, se rige por una visión filosófica de la vida gobernada por una moral epicúrea, hedonista y dionisíaca, cuyos postulados podrían resumirse bien en ese verso vallenato que canta Ricardo Maestre y ameniza el acordeón de Julio Rojas: “Yo parrandeo y tomo ron y mujereo sin condición”. Sin embargo, cuando el tema se analiza en detalle, se puede constatar que los costeños no son más borrachos, ni más perezosos, ni más machistas o mujeriegos que los interioranos. Pero a diferencia de ellos están dispuestos a ventilar estos temas en público; y cuando lo hacen: para bien y para mal, se refieren a ellos mismos de manera hiperbólica y absurda, resignificando, como lo sugiere Armando Martínez Gutiérrez, “con ribetes de humor”, aquello que, por su naturaleza, debería ser solemne. En síntesis: el absurdo, la hipérbole y la banalización de lo trascendental son los elementos básicos del imaginario de la gente del Caribe colombiano, que según Gabriel García Márquez, es gente mamadora de gallo, tiene mucho humor y viven en una continua alegría.

Como la cosmovisión de los pueblos sale a relucir en la mitología, en el arte, en la literatura, los dichos, los chistes y el cancionero popular, el vallenato se ha convertido en uno de los vectores que más han explotado los habitantes de la costa norte colombiana, para transmitirle al mundo la visión que tienen de la sociedad, de la vida, del amor y del disfrute. Respecto a este último aspecto, el vallenato parrandero ha sido la mejor vía que ha tomado el temperamento báquico o dionisíaco del habitante de la región Caribe, sin ser este un ser que dedica la vida entera a la bacanal, para manifestarse sin que nadie lo ponga en duda. Ese temperamento báquico emerge de manera vigorosa en el merengue “Viernes cultural”, compuesto por Julio Rojas e interpretado por Los Embajadores Vallenatos, que de manera desvergonzada canta:

Te dije que ya me iba y pues ya me voy
Así que deja la rabia y no friegues más
Es que no te has dado cuenta que el viernes es hoy
Y los viernes no los pelo
Con ansia yo los espero pa’salir a vagabundear
Hoy viernes salgo a parrandear
Sábado yo vuelvo a beber
Domingo es pa’descansar
Y el lunes trabajo otra vez
Y no debes preocuparte cuando yo llegue de madrugá
Yo si te quiero bastante así que déjame parrandear

La relación con Dios, que en el país Caribe es ambigua e informal, se resume en los versos sacrílegos de la canción “Alicia adorada”, de Juancho Polo Valencia, en la que se recita de manera irreverente:

Como Dios en la tierra no tiene amigos
No tiene amigos y vive en el aire
Tanto le pido y le pido y siempre me manda mis males

En el fondo el individuo del Caribe colombiano, si nos atenemos al cancionero popular, no está muy convencido de que exista un más allá: una vida eterna. Y —en todo caso— si ésta existe no es mejor que la que llevamos aquí en la tierra. Si no, ¿qué es lo que dice este merengue de Camilo Namen Rapalino, interpretado por los hermanos Zuleta (versión vallenata) y por Johnny Ventura, en la versión de merengue dominicano?:

Me dicen que el 3 de noviembre
La radio una noticia dio
Y así lo gritaba la gente
Un parrandero bueno se murió
Y San Pedro conmigo fue indiferente
Y llegando a la puerta me rechazó
Parece usted muy mala gente
Déjeme consultar esto con Dios
Me quedé esperando la respuesta
Me sentía bastante preocupado
Y me dijo Dios aquí no lo acepta
Porque usted ha cometido mucho pecado
Me mandaron derecho pa’onde el diablo
Y tampoco me quiso abrir la puerta
Cuando iba saliendo me dijo un diablito
El diablo que se vaya pa’la tierra
Que todavía usted está muy jovencito
Y que siga su vida parrandera (...)
Después del sustazo que me llevé
Por todo lo que estuve pasando
En el San Juan de Dios desperté
Con ganas de beber y seguir bailando
Pero yo no sé cómo van a hacer
Esa gente que el diablo está esperando
Que si no se corrigen van a ver
El vainazo que les va mandar ese diablo
Porque yo mi problema ya lo arreglé
Y le juro que de la tierra más nunca salgo

Esa percepción escéptica sobre la vida, la muerte y lo que viene después sale a relucir en una entrevista concedida por el propio Diomedes Díaz a Ernesto McCausland, en la que afirma que no quiere morirse porque no está seguro de que los muertos pasen a un mundo mejor. Según Diomedes, si fuera verdad que la gente tuviera una vida mejor en el más allá, mucha gente estaría dispuesta a morirse en el momento mismo, pero como no se sabe qué hay después de la muerte, nadie quiere morirse de ninguna forma, ni siquiera de viejo.

Es esa visión filosófica del mundo, la que explica por qué las celebraciones de los actos litúrgicos del santoral católico han sido —desde los tiempos coloniales — secundadas siempre por parrandas monumentales, que se organizan bajo el leitmotiv de “esta noche amanecemos / amanecemos parrandeando”. Nada raro —por eso— que una de las canciones emblemáticas en la discografía del desaparecido Diomedes Díaz haya sido un merengue, compuesto por Calixto Ochoa, que canta de manera libertina:

Si la vida fuera estable todo el tiempo
Yo no bebería ni malgastaría la plata
Pero me doy cuenta que la vida es un sueño
Y antes de morir es mejor aprovecharla
Por eso la plata que caiga en mis manos
La gasto en mujeres bebida y bailando

En otras palabras, para los hijos del Caribe colombiano, como reza un viejo son cubano, el eslogan es: “Hay que gozar la vida / porque la vida es corta / gózala como es debido / no hagas otra cosa”. O como lo canta el Gran Combo de Puerto Rico:

Vamos a seguir bailando,
Vamos a seguir contentos
Y sigamos vacilando
Vamos a seguir en esto
Porque un día de estos
Que tú verás que va llegar un demonio atómico
Atracatan, acanganas, y nos va limpiar
Y después de muerto no se puede gozar

Volviendo al tema de fondo: el debate que se desató con ocasión de la muerte de Diomedes entre algunos sectores costeños y cachacos. A través de la historia, a partir de sus respectivas visiones ontológicas, esos dos países: el país caribe y el país andino, han mantenido un debate larvado, que se agita de tiempo en tiempo. En el cruce de opiniones se ventilan los respectivos estilos de vida y concepción del mundo. Partiendo de su bagaje sociohistórico, los dos pueblos han estructurado sus relaciones e intercambios en el plano social y cultural. Sus interacciones, tomadas a la ligera —y vistas desde lo alto—, podrían considerarse como conflictivas y antagónicas.

Sin embargo, cuando uno se adentra en la realidad colombiana a partir de la manera como los sectores populares y las élites viven su vida y festejan los momentos placenteros de ésta, se da cuenta de que estos dos países, si bien son antagónicos, también son complementarios. Esto fue lo que llevó a los políticos Alfonso López Michelsen y Ernesto Samper Pizano a celebrar sus ancestros vallenatos. Es eso mismo lo que ha llevado a ciertos sectores de la elite bogotana, después de la década de 1990, a peregrinar al festival vallenato y al Carnaval de Barranquilla, y a dejarse tomar fotos en sus parrandas y festejos. Es el deseo de impregnarse del desparpajo caribe lo que llevó a los herederos, los delfines, de varias de las más importantes figuras del poder político y económico interioranas a casarse con mujeres costeñas, luego del ascenso de “un boom de personalidades”, que han tenido éxito en la música, la moda y el deporte.

A través de esa relación conflictiva y de complementación, es como a lo largo de la historia reciente las gentes de las dos regiones se han influido mutuamente y han participado en la construcción de la identidad cultural colombiana. Al mismo tiempo, sin querer queriendo, se han ido mezclando, mientras se mofan y ridiculizan mutuamente, como lo hicieron Tatiana Bernal, “Contra las costeñas”, y Margarita García, “Contra las cachacas”, en la revista Soho.

La muerte de Diomedes Díaz volvió a agitar en los medios tradicionales y alternativos, además de las redes sociales, la confrontación entre esos dos países sobre sus hábitos y mores respectivos. El debate que se desató por los excesos que caracterizaron la vida de Diomedes, hace parte de un debate que remontó a la superficie en los albores del siglo XX y se profundizó a partir de la década de 1930, marcando de manera contundente la dinámica de la vida cultural colombiana. Desde entonces los dos países compiten entre sí por imponerse el uno sobre el otro y por influenciar a los colombianos residentes en las regiones periféricas y menos dinámicas del territorio nacional.

Sobre la incomunicación de esos dos mundos, que vivieron de espaldas el uno del otro hasta la violenta década de 1950, los mejores testimonios los encontramos en la obra literaria y periodística de Gabriel García Márquez. Este escritor, al lado de Lucho Bermúdez, Rafael Escalona y Pambelé, de un lado, y de Daniel Samper Pizano y Alfonzo López Michelsen del otro, se encuentran entre aquellos que provocaron —consciente o inconscientemente— el acercamiento y la exploración mutua entre la gente de esos dos mundos. Retomando a García Márquez podría decirse que hasta el comienzo de la década de 1960, muchas regiones del Caribe colombiano eran zonas “que tenían una vida propia” y “sus contactos eran mucho más frecuentes con Venezuela”, con Curazao y Panamá, “que con el interior del país”. En una ocasión el propio Gabo sostuvo que a raíz de la construcción de la infraestructura carreteril y a las diferentes oleadas de violencia que lo han sacudido desde la década de 1950, llevando gente de una región a otra por la fuerza, Colombia se abrió y “se volvió esta cosa compleja que hoy es”.

Mal educada en temas de cultura nacional: la historia regional y local está aún por reconstruirse, la geografía nacional aguarda por ser descubierta, catalogada y documentada, y la lectura antropológica y sociológica de la sociedad está en su fase inicial, la gente comenzó a reconocerse —y definirse— a través de los prejuicios que existían sobre el otro. Por eso para el país andino el país caribe es un país de indios, negros, zambos y mulatos perezosos, de modales inciviles, de vocación idólatra, de gusto ramplón, de instinto vicioso, de vida perdularia y espíritu parrandero, de cultura machista, de talante botarate, de alma bullosa, de ademanes descomedidos, de gusto ordinario, de costumbres indecorosas. De eso han dejado constancia los opinadores andinocentristas en todos los periódicos del país, dan testimonios los chascarrillos que se cuentan en las plazas de mercado sobre los costeños y dejan constancia los comentarios de los lectores de periódicos electrónicos y las centenas de mensajes que sobre el asunto circulan en las redes sociales. El que quiera comprobarlo —en página y media— puede leer el artículo de Tatiana Bernal “Contra las costeñas”.

A la sazón, uno de los chistes que más circulan en el universo cibernético de los medios andinos cuenta que una vez apareció entre los anuncios de prensa uno que decía: “Costeño trabajador y sin vicios busca pereirana virgen para fines serios”. A continuación se cierra el chiste diciendo: “¡Ni lo uno ni lo otro existe, pues de eso no hay!”. Otro apunte, que sirve de muestra para ilustrar el mismo asunto, lo recuperamos entre los comentarios de El Espectador. Allí un lector apodado SCK sostiene que “los corronchos son tan apocados y carentes de poder cognitivo que ni siquiera sirven para ser líderes de los bandidos”. Eso explica, según él, por qué “los corronchos con su pereza y valores ambivalentes han dado el mayor aporte en el atraso de esta república bananera”.

Por su parte el país Caribe se esmera en presentar al país andino como un territorio habitado por un pueblo de mestizos tristes, violentos y rezanderos; una comarca poblada por gente solapada, que mientras peca, para empatar, reza. En otros términos: una sociedad gobernada por un moralismo pacato, que lleva a la gente a esconder la mugre debajo de la alfombra, aparentando que tiene la casa limpia, para así poder dar lecciones de moral a los demás, mientras practica la inmoralidad. Según los críticos de los cachacos, éstos se van a otras tierras a hacer aquello que siempre han deseado hacer en su tierra y no son capaces de hacer por el temor al qué dirán. Una buena síntesis de ese discurso se encuentra en la página y media que Margarita García escribió “Contra las cachacas”.

En el plano político también hay diferencias que se advierten sin mucho esfuerzo. Mientras el país caribe se ha caracterizado por ser un pueblo de tradición liberal, el país andino se alinea más con las ideas conservadoras.

Con la muerte de Diomedes Díaz, un cantor popular extraordinario, que nunca escondió su estilo de vida disipado, que muchas veces habló sin tapujos de sus vicios y defectos con los periodistas, se alborotaron los adeptos —y detractores— de cada campo, porque para bien o para mal, Diomedes condensó en él solo lo que enorgullece al país caribe y lo que escandaliza al país andino. Por un lado fue, como lo resaltó un comentarista de periódicos electrónicos apodado EGD, “un hombre con una sensibilidad poética excepcional” que “interpretó como pocos los sentimientos y la cotidianidad de todo un pueblo”. Por el otro, fue un “mujeriego, periquero, ostentoso, despilfarrador”, que cuando se le preguntaba por sus vicios decía en tono jocoso: “Yo he probado de todo, he tenido fiestas que pa’qué te cuento”.

Para aquellos que detestan al país caribe, como es el caso de un comentarista de El Espectador apodado Darioiv, “este individuo como artista dejó un legado musical para las personas que gustan de esa música de prostíbulos, de cantinas, de sirvientas, de emboladores, de albañiles y de la chusma de costeños”. En fin, como acota Ali Cates (otro comentarista del mismo diario), Diomedes fue más bien un representante del “antiarte” o un “artista como sea para la corronchería y, en el interior, para los choferes de buseta”. En síntesis, y en palabras de Germanwide, Diomedes fue la expresión natural de “la incultura, la ordinariez, el ídolo de la plebe y el lumpen”.

Del lado de los líderes de opinión reconocidos, que hicieron pública su aversión frente a lo que encarnó Diomedes Díaz y condenaron su legado cultural, por haber vivido una vida privada poco ejemplar, se contaron Salud Hernández Mora, Cecilia Orozco Tascón, María Elvira Bonilla y Eduardo Escobar. Luego de la muerte de Diomedes, estos formadores de opinión pública dedicaron toda su capacidad intelectual a resaltar al “Diomedes que hay que olvidar”, abrigando la esperanza de que el país olvide del todo a Diomedes, porque los tipos como él reflejan, según Orozco Toscón, “a una nación sin cultura política y sin valores ciudadanos, apenas con unas cuantas identidades regionales”.

En fin, entre los formadores de opinión no faltan aquellos que piensan como Decartonpiedra (comentarista de El Espectador), que odia a Diomedes porque fue uno de los artífices de la popularización del vallenato en todo el país y con el vallenato “Colombia se vulgarizó”. Eso es lo que, palabras más palabras menos, traduce la columna de María Elvira Bonilla cuando resalta que el despliegue que le dieron los medios a la muerte de Diomedes Díaz induce al país a la “confusión” y la “desmemoria”, porque de ese modo se olvida “el repugnante machismo que Diomedes Díaz desplegaba con vulgaridad en la tarima y por fuera de ésta, rodeado de jovencitas que envolvía con la seducción de sus canciones”.

Del otro lado se encuentra un número amplio de personas que nos recuerdan que Diomedes fue, como lo destaca Liliana Martínez Polo en un reportaje póstumo publicado en El Tiempo, “alguien cuya infancia fue dura, pero se dio las mañas” suficientes para convertirse en “el ídolo más grande que ha existido en el vallenato en toda su historia”. Esta proeza resulta más asombrosa si se tiene en cuenta que Diomedes solo fue, en palabras de Ahero93, un campesino con sensibilidad poética, pues aparte de los temas que abordó en sus canciones, en el fondo él nunca fue “un tipo culto y profundo en opiniones”.

La percepción de Cecilia Orozco Toscón sobre el muerto —y de contera sobre la manifestación cultural que representaba Diomedes— concitó entre sus lectores el afloramiento de la visión que el país andino tiene del país caribe. De todos aquellos que comentaron su nota en El Espectador, quien mejor condensó el discurso que retrata a los habitantes del Caribe colombiano como personas de modales inciviles es un lector que comenta bajo el apodo de Fantomas. Según Fantomas, “la ramplonería” es “algo inherente a la idiosincrasia propia de los pobladores de la región atlántica”. Por eso no se puede esperar “algo diferente de los pobladores de esa parte del país” sino el culto a tipos como Diomedes Díaz y Rafael Orozco, los dos cantantes más importantes del “vallejarto”.

En su columna en el influyente diario El Tiempo, Salud Hernández Mora, en el obituario que dedica al difunto, más que resaltar “al artista, el genio, que lo fue”, se centra en recordarnos “el pésimo ejemplo vital que daba”. Según ella el legado cultural de Diomedes Díaz “debería enterrarse con él”, porque representa una “idiosincrasia que sólo genera rencores, tragedias, frustraciones y lágrimas”.

La reacción frente a los tropos de Hernández, que es de origen español, provino del lado del periodista samario Víctor Sánchez Rincones. Desde España, donde reside, Sánchez Rincones, le reclama a Hernández Mora por los conceptos contenidos en su columna. Según él, si bien es sabido que “Diomedes no fue un santo” pues “eso todo el mundo lo sabe”, su vida personal no debe ser usada como rasero “moral”, para ofender a la sociedad costeña. Sánchez Rincones  aprovechó la controversia con Salud Hernández para recordarle al público que la vida privada de Diomedes no fue diferente a la de “Elvis Presley, John Lennon o el propio Michael Jackson, genios de la música que no vinieron a este mundo para dar cátedras de moral”.

Una posición similar a la de Sánchez Rincones esboza Franchi1979, un comentarista de El Espectador que se detiene sobre la columna de Cecilia Orozco Tascón. Según este comentarista, la despedida apoteósica que los seguidores de Diomedes le hicieron fue para rendirle un homenaje póstumo “al gran genio de la música que fue”, lo cual no quiere decir que la gente haya olvidado que él había “cometido errores en su vida”. Destaca el comentarista que, “al igual que admira a grandes como Sinatra, Winehouse y Morrison, entre otros que tuvieron una vida de excesos”, la gente admira a Diomedes, porque como ellos él también fue un grande de la música. En tal sentido, cuando la gente desfiló ante su ataúd y asistió masivamente a su entierro, no lo hizo para celebrar sus pecados. Lo hizo porque “recuerda su talento”, que es lo que al final quiere honrar.

La bloguera Nani Mosquera, tratando de poner las cosas en perspectiva, llama la atención sobre un punto: Diomedes fue un “ícono, ídolo, pero no modelo a seguir”. Para ella, la vida de este artista repite “una fórmula que se repite en muchas estrellas de la canción mundial”. Sobre los motivos de fondo de la controversia, Mosquera sostiene que éstos retratan, de cuerpo entero, la idiosincrasia verdadera del colombiano, que está atravesada por la intolerancia frente a la diferencia, el clasismo o arribismo social y el regionalismo.

Eso es lo que explica, según ella, por qué en los medios capitalinos una tropa de comentaristas —bastante activos— se dio —ordenadamente— a la tarea de descalificar al artista vallenato, llamándolo “corroncho, por su forma de vestir y de actuar” y a denigrarlo por su origen y por los lunares morales que marcaron su vida privada. En efecto, queremos traer a colación uno de esos comentarios, que representan el lado más pesado de la controversia: el comentario de Jaimeur, en El Espectador. Según este lector de periódicos en línea “ni el ñame es comida, ni el vallenato es música”, y la mejor forma de hacer patria es “matar costeños”.

En general Nani Mosquera resalta que hay un alto grado de hipocresía detrás del discurso moralista de aquellos que tratan de descalificar la música y el legado cultural de Diomedes, resaltando su vida desordenada y el escándalo judicial en el que se vio involucrado por la muerte de una de sus amantes, sin detenerse a reparar sobre la calidad de las contribuciones que hizo este cantante en la construcción de la identidad cultural de Colombia. Sobre el particular, la bloguera destaca que Diomedes hizo parte de una oleada de personajes costeños que llevaron a los bogotanos a adoptar como iconos representativos de la colombianidad la música vallenata, el sombrero vueltiao y la mochila aruaca.

Dentro del fusilamiento moral —como lo llamó Charles8110— que se desató por el cubrimiento mediático, los honores oficiales que se le tributaron a nivel local y el entierro multitudinario del que fue objeto Diomedes, una de las voces más centradas fue la de Catalina Ruiz-Navarro. En una columna en la que separaba al hombre del artista, llamó la atención sobre un hecho: “una cosa es celebrar al músico y otra defender a un hombre, por demás indefendible”, porque no es comprensible “que les hagamos exigencias éticas a nuestros ídolos” del espectáculo, porque “los artistas no tienen por qué ser líderes morales”, ya que “el objetivo del arte y el entretenimiento no es educar éticamente”.

En el fondo el debate ha resultado tirante porque —en general— en Colombia las figuras públicas que están llamadas a ser referentes éticos se han devaluado. Esa devaluación ha llevado a la gente a buscar esos modelos en los individuos que no cumplen esa función, olvidando que los artistas no vienen a este mundo para ser referentes en el campo de la ética sino en el de la estética.

Sobre la manera positiva como se ha evaluado la obra de Diomedes Días luego de su muerte, Sebastián Grijalba, lector de Noticias Montreal, sugiere —con cierta frustración— que “definitivamente no hay muerto malo”. Para él, Diomedes fue un “maestro del vallenato pero un asco de ser humano”. Su juicio podría ser enteramente correcto, pero como lo sentencia Yosoyunica, una comentarista de la columna de Catalina Ruiz-Navarro, “a Diomedes se quiere como artista, no como persona”, porque como artista, Diomedes Dionisio Díaz Maestre nos brindó (de eso deja constancia Juan Mesa, otro comentarista de la nota de la misma autora) “felicidad y armonía”.

El poeta Eduardo Escobar, una de las plumas más aquilatadas del país andino, afirma “nunca haber entendido que el país lo convirtiera en ídolo”. Para él, “Diomedes nunca pasó de ser más que un formidable aullador, en los escenarios, y por fuera de los escenarios un canalla, indigno de servir de modelo a las generaciones del futuro”. Sin embargo, haber llegado a ser quien fue, a pesar de haber sido, como lo advierte Frank Molano Camargo, un niño colombiano que “tuvo una escolaridad de baja intensidad”, que “escasamente aprendió a leer y escribir”, y de haber perdido un ojo en la infancia, es lo que hace a Diomedes Dionisio Díaz Maestre uno de los diez personajes históricos más importantes del siglo XX en el Caribe colombiano.

Entre sus logros se encuentra el de haber sido capaz de cultivar en el corazón de la gente una alegría genuina, una esperanza romántica y la consolación frente a la adversidad, en medio de la tragedia humanitaria en que se debatió Colombia durante la época en que él hizo carrera. Es por eso que se llora y se lamenta su muerte, a pesar de que un número considerable de personas, como Ampuloso, un comentarista de El Espectador, se lamenten “de que no se haya muerto antes”.

 

Diomedes DíazUn espantapájaros entre los personajes de la historia nacional

La vida de Diomedes Díaz no deja persona indiferente. Quienes se detengan sobre la figura del artista podrán constatar que éste “cantaba y componía con el alma, sentía lo que hacía, era auténtico”, como bien lo advirtió el abogado Abelardo de la Espriella. Quienes miren al ser humano encontrarán a un hombre que vivió una vida “desmesurada y desordenada”, como lo resaltó Alberto Salcedo Ramos. Mirada desde la óptica del puritanismo su vida privada puede ser catalogada de inmoral. Quienes la miren desde la perspectiva del éxito social descubrirán en él un individuo con talentos superlativos, que habiendo salido de la nada alcanzó el pináculo de la fama. La condición dual del personaje: esas dos caras que se pueden apreciar al mismo tiempo desde cualquier perfil, hacen que su recorrido vital no sea un tema fácil de abordar desde la perspectiva de la simple biografía.

Para poder mostrar todos los matices que se esconden detrás del hombre de manera justa, aquellos que quieran ocuparse de su paso por el mundo de los mortales deben sentirse tentados a abordar sus vivencias más desde el ámbito de la crónica literaria, la novela social o el ensayo socio-filosófico. Escribir sobre Diomedes desde la biografía es correr el riesgo de amputar su historia personal de los pasajes, que nos podrían ayudar a entender por qué fue quien fue a pesar de todo. Resaltar una sola cara de la moneda puede desembocar en su demonización o en su idealización. Enfocarse en la vida controvertida y escandalosa del artista sería un acto de simple populismo moralista, que llevaría a la reducción de su legado artístico a la mínima expresión. Concentrarse en la genialidad artística que lo caracterizó y pasar por alto sus tropelías es una actitud permisiva y sobreprotectora que le impediría a las nuevas generaciones aprender de los errores de quienes las precedieron. En tal sentido, quien escriba sobre Diomedes debe tener clara una cosa: fue un hombre de su tiempo y un producto de su medio. Por eso es uno de los iconos más excelsos de la sociedad en la que nació, se reprodujo y murió.

Sobre lo anterior vale retomar los conceptos de César Rodríguez Garavito, para quien Diomedes es una metáfora que resume correctamente la cultura nacional. Según Rodríguez Garavito, Diomedes sintetizó de manera correcta “la colombianidad”, que consiste en un “mezcla de gozo y violencia, de celebración y maquinación”, y —por qué no decir— de propensión al vicio y a la pacatería santurrona. Esa mezcla explosiva ha hecho de Colombia “al tiempo una de las sociedades más felices y una de las más violentas del mundo”. En ese orden de ideas Diomedes Díaz fue, paradójicamente, uno de los pocos colombianos de su tiempo que tuvieron la capacidad de “soldar esa amalgama idiosincrática, esa perplejidad sociológica” que es Colombia en un solo concepto. La letra de sus canciones y su voz le hablaban a los colombianos de todas las regiones y “sus melodías ponían a bailar a colombianos de todo tipo”. Eso lo convirtió en el tenor mayor del coro, que consolidó al “vallenato como la banda sonora nacional”.

En lo que concierne a su lugar en la historia del vallenato, Diomedes fue y será por mucho tiempo, al lado de Jorge Oñate, Poncho Zuleta, Rafael Orozco y Alberto Sabaleta, una de las seis figuras iconográficas de esa música. En ese grupo comparte con Rafael Orozco Maestre el reinado de la popularidad en las preferencias del público. Cuando Diomedes llegó a la escena musical vallenata a finales de la década de 1970, Oñate, Orozco y Zuleta ya habían consolidado un nombre y un público a lo largo y ancho del mundo rural y semiurbano de la costa atlántica, así como en las ciudades secundarias de esa región colombiana.

En materia de público, Rafael Orozco, “la voz más pura del vallenato” en opinión del sociólogo y cronista Alfredo Molano Bravo, se convirtió a lo largo y ancho del país en el preferido de la población femenina y de la clase media urbana educada, que comenzó a declararse discretamente amante del vallenato. En cuanto a Diomedes, éste se volvió el ídolo de todos los parranderos y juerguistas, al igual que de aquellos místicos, que amaban su entrega a la hora de cantar. La popularidad de Diomedes, así lo destaca Erminio Mestra Osorio, creció gracias a que él fue de los pocos que comprendieron la verdadera forma como “debe cantarse el vallenato, como debe sentirse el vallenato”.

En cuestión de estilos, mientras Orosco se consagró como el cantante que le proporcionaba a las canciones que portaban mensajes amorosos una aureola de romanticismo, que le daba credibilidad al idilio, Diomedes se consagró a su turno cantando canciones que le rendían culto a la vida perdularia, que exaltaban la altivez masculina en los momentos de crisis amorosas, que llevaban declaraciones de amor a través de discursos festivos, que siempre compuso para su esposa, o relatos que exaltaban la vida de uno que otro personaje del malevaje.

Ese es el caso de la canción “Lluvia de Verano. Según el cronista Fredy González Zubiría esta canción fue compuesta por Armando Marín en honor de Lisímaco Antonio Peralta Pinedo, un campesino guajiro que “gracias a la marihuana” había hecho fortuna. En su discografía, de todas las canciones de esa orientación, la más celebrada y reconocida es el paseo el Gavilán Mayor, compuesto también por Armando Marín. La canción rinde homenaje a Raúl Gómez Castrillón, un hombre cuya fama se labró en medio de los negocios ilícitos, pues la marihuana lo sacó de la miseria, lo subió al trono y lo coronó como uno de los caporales del malevaje en la frontera entre Colombia y Venezuela.

Proveniente de un campesinado que había usado al vallenato, desde tiempos inmemoriales, como instrumento de catarsis social, que le permitía rumear sus cuitas, burlarse del poder estatal, insultarse y decirse sus cuatro verdades sin matarse, o reclamarle a Dios por la manera desproporcionada como repartió la riqueza en el mundo, el mafioso guajiro y vallenato encontró en la música de sus ancestros el medio ideal para contarle al mundo su epopeya. En un país donde las incipientes casas disqueras estaban más interesadas en encontrar la estrella que hiciera brillar el rock y la balada nacional en el contexto iberoamericano, o el cantante de salsa que se equiparara con las figuras de Puerto Rico y Nueva York, el mafioso se convirtió en el mecenas de un género musical sin padrinos en la industria fonográfica.

De ese modo, la bonanza de dinero que trajo el comercio de marihuana benefició —directa e indirectamente— a los conjuntos vallenatos que emergían. En un reportaje sobre la vida del Gavilán Mayor, El Diario del Norte deja constancia de la manera como los negocios turbios de la bonanza marimbera abrieron para los artistas vallenatos “una puerta muy grande”, que los llevo a hacer indirectamente “causa común con el comercio de la droga”. En tal sentido podría asegurarse que no es un secreto que —a través de sus parrandas— los varones del tráfico de marihuana financiaron el ascenso de muchas de las grandes glorias del vallenato pues éstos, como en el caso de Gavilán Mayor, eran amigos personales “de músicos y compositores”.

La locura generada por la bonaza marimbera en el campesinado guajiro financió, como lo resalta González Zubiría, la composición de melodías que exaltaban los nombres de los nuevos ricos. Estas canciones fueron adoptadas como cantos triunfales “por toda una generación de guajiros y costeños”, pues eran los himnos “del marimbero triunfante”, representado en el “campesino que zafó a la pobreza o del urbano que había pasado de ser un varado a “tener la tula”. Igualmente ese vallenato era también el canto de los muchachos de los municipios y ciudades secundarias de la costa, que salían a terminar el bachillerato en Barranquilla, Cartagena, Medellín o Bogotá o a estudiar en la universidad.

En síntesis, en la Costa Atlántica el vallenato se convertía en la música de una clase media que emergía en las ciudades terciarias a través del estudio o a través del empleo asalariado, y de una clase rica marginal que surgía a partir de un campesinado pobre que encontró en el tráfico de drogas la ruta del ascenso social. Pero, ¿por qué se convertía el vallenato en la música de los grupos sociales emergentes y por qué Diomedes subía al cenit de la fama con ellos?

Al responder esa pregunta, si bien habría múltiples razones que se podrían evocar, en esta ocasión nos vamos a detener en una. Al momento de la irrupción de Diomedes en el mundo del disco, si tomamos como ciertas las consideraciones de García Márquez en su crónica “Valledupar, la parranda del siglo”, “las familias encopetadas de la región consideraban que los cantos vallenatos eran cosas de peones descalzos, y, si acaso, muy buenas para entretener borrachos, pero no para entrar con la pata en el suelo en las casas decentes”. En las ciudades con tradición industrial o portuaria: Medellín, Bogotá, Cartagena, Barranquilla, Bucaramanga, y en menor grado Buenaventura y Santa Marta, el esnobismo de los grupos de clase media, urbanos, educados o no y obrera, los llevaba a despreciar los ritmos terrígenos, como el vallenato o el mapalé, y a rendirle culto a la balada, el bolero, la salsa y el rock. De ello da bien cuenta la bloguera Marley Jaramillo, quien sostiene —sin poner en evidencia sus fuentes— que en Barranquilla, hasta antes de la construcción del Puente Pumarejo, “prácticamente no se escuchaba vallenato”.

Hasta el comienzo de la década de 1970, así lo sugiere el autor del blog misdeberes, el barranquillero se consideraba habitante de una “ciudad salsera por excelencia”, cuyos habitantes tenían “más en común culturalmente hablando con un cubano, un puertorriqueño, un panameño, que con un vallenato”. Para este bloguero, en aquellos tiempos no eran pocos los barranquilleros que consideraban que el vallenato “no pertenecía a la música costeña típica de nuestra región caribe”. Sobre el tema aún hay quienes siguen expresando en foros de Internet, como “La-salsa-y-solo-salsa”, que Barranquilla perdió su talante y tradición salsera porque “la mayoría de jóvenes barranquilleros son hijos de personas que se vinieron a nuestra ciudad de pueblos, corregimientos y veredas donde el vallenato impera por doquier y donde la única emisora que llegaba con potencia y claridad era Radio Libertad, con su cargamento de música saturada de acordeones y con locutores, en su mayoría, con orígenes, dialectos y cultura vallenata o sabanera”.

La situación en Cartagena era similar a la de Barranquilla. Allí, en general hasta antes de la aparición de las cinco figuras iconográficas del canto vallenato, pero particularmente de Rafael Orozco y Diomedes Díaz, el vallenato era visto, tal como lo anota Marco Fidel Vergara Seña (p. 32), como una “música de campesinos elementales pastores analfabetos y gente de mal vivir”, un género sin clase “que animaba parrandas en el patio trasero de la casa de putas o la fonda del camino”. Hasta antes del Festival Vallenato, esta música estaba proscrita hasta en el Club Valledupar, donde la “alta sociedad lo miraba con desconfianza, como cosa de negros y de pobres”.

El grupo de cantantes de la generación de Diomedes, al lado de una nueva generación de letristas, compuesta básicamente por muchachos que habían salido a estudiar a universidades de Barranquilla, Bucaramanga y Bogotá, y de acordeoneros que tomaron el puesto de la generación que dio origen al mito de Francisco el hombre, hizo del vallenato un referente nacional. Como la subraya Tatiana Acevedo, esta nueva generación “conformó grupos vallenatos, los uniformó con pintas de colores y los llevó de feria en feria, de caseta en caseta hasta El Show de las Estrellas” de Jorge Varón.

Sin embargo, al contrario de los hermanos Zuleta, herederos de la fama de un acordeonero y letrista reconocido y de Rafael Orozco, un mestizo blanco con perfil gracioso, que se convirtió, como lo destaca Javier Ortiz Cassiani, en el ídolo del público femenino, Diomedes no tenía, aparte de sus deseos de cantar, su habilidad para componer y su voz, algo que atrajera la atención de la gente a primera vista. En adición, la malaventura lo llevó a perder un ojo y un diente antes de llegar a la adolescencia.

La pobreza material —y su deseo de ser reconocido— lo llevaron a valerse de los dones que el Cielo le deparó para ganarse la vida y ayudar a su familia, mientras la mayoría de los muchachos de su edad iban a la escuela sólo a estudiar. Como lo documentó Salcedo Ramos, en esa brega, el canto y su habilidad para versear fueron su herramienta de mercadeo, cuando “a sus once años era uno de los niños vendedores de fritos que merodeaban por el colegio del profesor Rafael Peñaloza” en Villanueva. De no ser por sus deseos de gloria y por la confianza que depositó en él un número reducido de coterráneos —y contemporáneos— suyos, Diomedes no hubiese llegado, como se dice coloquialmente —en Colombia— a ningún Pereira.

Sostiene Félix Carrillo Hinojosa que al comienzo de su carrera el cantante fue descalificado tajantemente por Rafael Mejía, un alto directivo de Codiscos, una de las compañías disqueras mejor posicionadas de la época, con un juicio inapelable y demoledor: “más canta un pollo al horno”, dijo al oírlo y despidió al emisario, que le llevó un casete con la voz del aprendiz de artista.

Sin embargo, el deseo de alcanzar la gloria y de entrar en la historia lo llevaron a no cejar en su empeño por hacerse a un espacio —o de un espacio— en el universo vallenato. De la vida marginal y pobre que llevó en la niñez abunda en algunas entrevistas: “Soy un campesino neto”, en mi niñez “yo hice de todo” porque “en la casa éramos muchos y la comida no alcanzaba para todos”. La ruta que lo condujo al estrellato está relatada en varias de sus canciones: “Mi muchacho” y “Mi vida musical”, entre otras. Su habilidad para usar su pasado de manera positiva, como recurso guía en la búsqueda de la meta que se propuso, hace de Diomedes Díaz un tipo con una conciencia histórica fuerte, clara y dialéctica. Como lo resalta Jorge Vázquez, si de algo dejó constancia Diomedes Díaz fue de su voluntad por superar las condiciones adversas en las que nació.

De esa conciencia histórica y del deseo de superar sus orígenes da fe en una frase que lanzó de manera inconsciente en una de sus últimas entrevistas: “La verdad, sé de dónde vengo, no pienso mucho para dónde voy”. Esa idea de no saber hacia dónde va, a pesar de tener claro lo que quiere ser, fue quizás la razón que lo llevó a vivir su vida de manera “desordenada” sin pararle muchas “bolas a los cuentos callejeros”. Indiscutiblemente la vida del cantante está bien resumida en la filosofía del número “Parranda, ron y mujer”, de Rumaldo Brito, en el que el espíritu de la canción toma posesión del espíritu del artista y éste canta, sin ningún cargo de conciencia:

Yo gozo mi vida y otro que la sufra
Porque con lamentos no se gana nada
Soy como me hizo mi mamá
yo hago lo que a mí me gusta
Aunque la gente critique mi vida desordenada

La conmoción social que esperaba que causara en la sociedad su partida del mundo de los vivos, elemento que sale a relucir en otra de sus frases: cuando muera “ojalá me dejaran sacar la cabeza un ratico para ver el poco de gente que viene a mi entierro”, es otro guiño que nos indica el deseo fuerte que tenía Diomedes de ocupar un anaquel en la historia de su tiempo y de su nación. Ese deseo de convertirse en un personaje histórico, que ocupa un sitial al lado de los personajes más importantes de su época, adquiere una dimensión ontológica en la canción “Muchas gracias”. Allí, mientras le hace una elegía a su fanaticada, el compositor que habita el alma del cantante identifica el grupo de personalidades al lado de las que quiere situarse en el mosaico de la historia de la cultura nacional. Por eso dice sin ningún rodeo:

Vivo orgulloso como todo colombiano
De ser cultor de las cosas más bonitas
Como Escalona, García Márquez y Obregón
Y como Botero el que pinta las gorditas
¡Ay! como el Pibe, Tino Asprilla y como Higuita
Y Lucho Herrera el campeón de los ciclistas
La llevo del alma prendida
A toda mi fanaticada
Y el día que se acabe mi vida
Les dejo mi canto y mi fama

Los versos de esa canción precisaron, con claridad meridiana, el sitial que quería ocupar el cantante en el seno de la historia de su país cuando ya no estuviera entre los vivos y las acciones por las que quería ser recordado. Revisando la obra musical de Diomedes Díaz podría decirse que, a través de sus composiciones, aquel campesino que no alcanzó a terminar el bachillerato se esmeró, como diría el novelista Milan Kundera, por trabajar minuciosamente en la preparación de su inmortalidad. Ese deseo estuvo alimentado por la eterna preocupación que le generaba el asunto de “la insoportable levedad del ser”. El tema salió a relucir en una entrevista con Ernesto McCausland. En esa ocasión abrigó la esperanza de que cuando llegara a viejo la ciencia ya hubiese vencido la muerte, para convertirse en “inmortal”.

En fin, la de Diomedes son varias historias al tiempo. Esas historias tuvieron como protagonista a un individuo que comenzó su vida laboral en plena niñez, espantando pájaros en cultivos ajenos, pastoreando chivos y cabras que no eran suyas, vendiendo fritos en las puertas de los colegios y cantando canciones propias y ajenas, para conseguir el centavo que permitiera completar cotidianamente el peso, que le permitiera a sus padres levantar decentemente una prole numerosa. Como lo destaca Jorge Vásquez, la suya es “una increíble historia de superación personal que él musicalizaba para que la comprendieran mejor”.

En la Costa Atlántica, Diomedes Díaz entró —por méritos propios— en el grupo de los 10 personajes más importantes de la historia regional durante el siglo XX. Allí tiene un lugar al lado del escritor Gabriel García Márquez, el músico Lucho Bermúdez, el industrial Julio Mario Santo Domingo, el pintor Alejandro Obregón, la coreógrafa Delia Zapata Olivella, el boxeador Antonio Cervantes, la cantautora Estercita Forero, el guerrillero Jaime Bateman Callón y el sociólogo Orlando Fals Borda.

El que tome la arista positiva de su historia tendrá un relato idílico, con un final feliz pero forzado. El que tome la arista negativa se encontrará, de frente, con un individuo que se complació de vivir su vida, fiel a la divisa de “parrandas/ron/drogas y mujeres”, porque —así lo dijo él mismo— dentro de la “vida artística (...) las drogas son algo normal”. El asunto leído de manera cruda y sin matices puede resultar, a todas luces, chocante. Cuando se anda a caballo sobre las dos caras de la moneda, al final, como le dijo su propio padre al cronista Alberto Salcedo Ramos, un hecho sale a relucir: al principio Diomedes “era un buen muchacho, pero la gente me lo dañó”.