Artículos y reportajes
Gustavo Adolfo BécquerGustavo Adolfo Bécquer (y XII)
En el santuario (Peñalba de Villastar)

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No recordaba si se podía subir con el coche hasta el pie del farallón, o había que dejarlo nada más comenzar el largo camino ascendente que lleva hasta él. Siempre cometo el mismo error: o bien no me acuerdo de llevarme la información sobre los sitios que voy a visitar, o bien se me olvida guardarla en mi breve mochila. Sea como fuere, opté por la misma y vieja solución: dejar el coche, calzarme las botas de siete leguas, ponerme el sombrero, y comenzar a caminar. No había nadie por allí. La mañana era espléndida, aunque un poco fresca. A los pocos minutos, no obstante, ya estaba comenzando a sudar. Un maravilloso silencio lo inundaba todo. Pasé buena parte de la mañana caminando. Hasta llegar al santuario, donde me demoré todo el tiempo del mundo. Me gustó cuanto vi y cuanto intuí.

Valió la pena. Siempre vale la pena. Cuando horas después, oliendo a monte, me senté en el agradable bar del balneario de Manzanera, tenía los pies que me echaban fuego. La jarra de cerveza me sentó de maravilla. Don Gustavo, que había estado esperándome, tenía otra ante sí. Sonrió al verme.

—Siempre que me enfrento con el mismo problema —dije tras saludarlo— me acuerdo de la solución que le da don Miguel de Cervantes. Y siempre me parece que su explicación no es, en el fondo, más que la confesión de una cierta impotencia —confesé intentando luchar contra el sonrojo. Bécquer sonrió.

—Es que tal vez —murmuró— no hay otra forma humana de explicarlo. Hay cosas que, por más que se quiera, no se puede llegar a ellas. El misterio. ¿Y qué es lo que se ha encontrado usted allá arriba? ¿Se imagina usted una vida sin misterio? ¿Una vida en la que todo se supiera? ¿Qué hay en el santuario?

—Es cierto, tiene usted razón —repliqué riendo—. La vida sin misterio sería muy aburrida.

—Claro, no existiría el estudio, ni la investigación, ni tal vez los viajes, ni las caminatas. ¡Ah, querido amigo, y qué placer, sin embargo! Los perezosos ya tendríamos la justificación perfecta para pasarnos la vida sin hacer nada.

—No estoy tan seguro de eso —dije con un dejo de terror ante la desaparición de mis excursiones—. Creo que aparecería algo nuevo, o el hombre comenzaría a pensar en algo... No, no me veo a todos sin hacer nada. Hasta los abuelitos aquí, en el balneario, leen o juegan a las cartas o al ajedrez, o recogen piedras...

—Sí, ya veo. Y sin embargo, nada hay mejor que el ocio.

—En eso estoy de acuerdo con usted; pero el ocio con letras. Acuérdese de lo que decía Séneca: Otium sine litteris mors est et hominis vivi sepultura.1

—¡Hombre! ¿Sabe usted latín?

—No. Eso quisiera yo. Pero tampoco soy el pedante contra el que arremete don Miguel en El coloquio de los perros, ¿se acuerda?: Hay algunos romancistas que en las conversaciones disparan de cuando en cuando con algún latín breve y compendioso, dando a entender a los que no lo entienden que son grandes latinos, y apenas saben declinar un nombre ni conjugar un verbo.2

—No haga mucho caso de don Miguel: es un humorista. Y ya sabe, va negando una cosa y haciéndola al mismo tiempo.

—Sí, ya lo sé; pero hay que tener gracia para hacer eso. Y como yo no la tengo, le confesaré que el soltar latinajos no es más que la confesión de mi ignorancia: como no pude estudiar latín, di en aprenderme todas las oraciones y frases que caían en mi radio de acción.

—¿No esperaría usted —me preguntó asombrado— aprenderse toda la lengua latina de semejante forma?

—Bueno, nunca se sabe. Cosas más difíciles han pasado. Y ánimos no me faltaban.

—Me parece que también es usted un buen humorista.

—Lo intento; pero muy a menudo me resulta difícil y complicado. A veces es difícil hasta sonreír. Con todo lo que está sucediendo en el país, con corruptos, políticos ineptos, bancos saqueados y millones de parados, lo mejor es taparse las narices, y pasar por él como se pasa por una letrina. Y subir a las montañas de vez en cuando.

—Bien. Volvamos al principio porque yo creo que me he perdido un poco. Había dicho usted, hablando de no sé qué, que la explicación de don Miguel no le satisfacía...

—Sí. Estaba pensando en cuando plantea la cuestión de si el poeta nace o se hace.

—¡Ah, Dios mío! Terrible dilema. ¿Cree usted que el estudio puede favorecer a alguien en este sentido?

—No lo sé. Pero, sinceramente, lo mismo me sucede con el resto de las cosas humanas. Tampoco sé si una persona es buena persona porque ha nacido así, ha vivido en un clima determinado, o por qué... El mismo don Miguel dice, en la misma novela, que, como nos viene de naturaleza, tendemos a murmurar. Como el hacer el mal viene de natural cosecha, fácilmente se aprende a hacerlo.3

—¿Usted cree? A mí todo me parece un misterio. Y demasiadas veces —añadió poniéndose serio, tal vez acordándose de una mujer— no hacemos el mal por el mal mismo, sino por ignorancia, por estupidez, por puros espejismos.

—No me sirve esa explicación. Lo único que demuestran sus palabras es que usted sí que es una buena persona. Si todo son espejismos, es fácil perdonar.

—Es posible que la bondad sea no tener ganas de indagar, de ir más allá, de dejar las cosas como están...

—Es posible que tenga usted razón. Y también es muy posible que tenga razón Quevedo, y que sea más fácil perdonar que tomar venganza.

—¡Hombre! Don Francisco, tan ingenioso como siempre. ¿Dónde lo dice? No me acuerdo...

—En Doctrina moral del conocimiento propio, y del desengaño de las cosas ajenas. Dice lo siguiente: Así lo mandó Christo: “Amad a vuestros enemigos”. Rigurosa y desabrida cosa fuera y llena de peligros este mandar vengar de tu enemigo: salir a media noche, o solo, o acompañado de armas o, rodeado de amigos, a acecharle y al cabo procurar su muerte. ¡Cuánto mejor es perdonarle, cosa que puedes hacer en tu casa cenando y acostado y con todo descanso!4

—¡Ay, don Francisco, don Francisco! Tan ingenioso como siempre. Y, sin embargo, no le falta razón. ¿No le parece? A mí todo lo que tienda al ocio me suena de perlas. Tenga usted en cuenta —añadió acariciándose la perilla— que el trabajo es un castigo divino. E ir por ahí cargado de armas y acechando...

—Una contradicción más. Pues a veces vengarse de alguien exige un trabajo enorme; trabajo que, no obstante, se hace muy a gusto, aun cuando nos pasamos la vida renegando del trabajo.

—Sí, hay que reconocer que los humanos somos bastante contradictorios: basta que nos manden una cosa para no hacerla; ahora si es por nuestro gusto y contento, somos capaces de subir la montaña más alta, y descender a las más profundas simas.

—Sí; lo hacemos así porque algo nos impele a ello. Tal vez el afán de saber. El misterio. Y no hacemos daño a nadie. Es cierto, a veces somos capaces de escalar montañas, y otras veces nos dejamos caer al abismo...

—Ya. Creo que comienzo a entenderlo. Y volvemos al principio: hay que educar a ese gusanito que llevamos dentro. Aunque el poeta no se haga. Pero sí se puede hacer al investigador, al curioso.

—Eso debe usted saberlo mejor que yo. Yo no sé si el poeta nace o se hace. Pero quiero creer que la virtud se enseña. Al fin y al cabo es probable que sea más fácil ser una buena persona que un mediano poeta. Aunque visto lo que está sucediendo en el país...

—Es posible que tenga razón. Pero —añadió sonriendo— esto en otra época podía costarnos algún serio disgusto con la Santa Inquisición.

—Es cierto. Demasiado a menudo se dan muchas cosas por sabidas. Y, analizadas, no dejan de ser falsedades.

—Sucede eso con harta frecuencia. No se lo niego.

—Hace años nos lo advirtió Erasmo de Rotterdam. Y perdone, pero voy a soltar otro latinajo: monachatus non est pietas.

—El señor Erasmo tiene razón: la piedad, o los buenos sentimientos, no son privativos de nadie, ni de ningún lugar. Afortunadamente. Recuerde también que don Miguel insiste, y no cambio de tema, en que tantas tonterías se pueden decir en latín como en cualquier lengua.

—Sí. Y yo aquí traería a colación al bueno de Sancho, y le embutiría un refrán: dime de qué presumes y te diré de qué careces.

Antes de continuar por estos derroteros, querido amigo, quisiera hacer una aclaración.

—Soy todo oídos.

—Como usted sabe, nadie está libre de pereza, aunque a todos nos guste pasar por laboriosos o muy trabajadores. Esa pereza ha hecho que yo solamente sea conocido por mis Rimas y Leyendas. Y que me hayan colgado el sambenito de tradicionalista cuando no el de retrógrado. Se tacha a una persona de algo, y todos tenemos el pleno convencimiento de que ya la conocemos. ¿No es así?

—Sí. Es cierto.

—Dígame, ¿se definiría usted como tradicionalista por ir a visitar santuarios de dioses que nadie conoce, utilizados por personas de quienes ya no quedan ni los huesos?

—No. Desde luego que no. Y, además, le contesto con sus propias palabras: No es esto [la contemplación del pasado] decir que yo desee para mí ni para nadie la vuelta de aquellos tiempos. Lo que ha sido no tiene razón de ser nuevamente, y no será.

Lo único que yo desearía es un poco de respetuosa atención para aquellas edades, un poco de justicia para los que lentamente vinieron preparando el camino por donde hemos llegado hasta aquí, y cuya obra colosal quedará acaso olvidada por nuestra ineptitud e incuria.5

—Me deja usted sin palabras. Y dicho eso, y volviendo al dicho de que la piedad no reside en los conventos, sí que me gustaría añadir, sin peligro de ser malinterpretado por usted, que tanto en la Edad Media, como en el Renacimiento, y hasta en mi época, mucha gente era encerrada en conventos, o veía en ello un medio de vida. Mire, medio mundo critica al otro medio, y le achaca las faltas que no ve en sí mismo. Exigimos vocación a los demás sin querer percatarnos de que pocos de nosotros seguimos nuestras verdaderas inclinaciones. Tal vez —añadió sonriendo— porque no nos dan de comer: nadie le paga a uno porque se esté en Veruela sin hacer nada.

—O por subir a lo alto de una montaña, a un santuario, y hacerse la ilusión de que se ha conocido mejor a los antepasados. Y, en consecuencia, a los contemporáneos.

—Tengo que decirle que a mí me pagaban por mis artículos.

—Yo no he logrado ese privilegio. Pero sí, con respecto a la montaña, tengo la impresión de conocer un poco mejor a la Humanidad. Hay allí inscripciones que, al parecer, no se sabe lo que significan. Hay hasta unos versos de la Eneida.

—Eso demuestra que el santuario tuvo que ser importante.

—Tuvo que serlo. Está alejado. Cuesta acceder a él. En todo el trayecto no he visto un alma. Ni he oído nada que no fuera el graznar de algún cuervo o mis propios pasos. Un maravilloso silencio.

—Qué paz y qué tranquilidad, ¿verdad?

—Sí; pero allá arriba, junto a las inscripciones que dejaron nuestros antepasados, había otras más recientes: la del pobre hombre que no quiere ser olvidado, y deja allí, grabado en la piedra, su nombre y el día en el que tuvo la ocurrencia de personarse donde nunca tuvo que estar.

—Tal vez todos tengamos miedo a la muerte, a la desaparición física.

—Es una forma estúpida de luchar contra ella... Allá arriba me he encontrado la vértebra de un bicho. Nunca había tenido un huesecillo de esos entre mis manos. Me ha encantado. Me ha parecido una obra de arte: tan simétrica, tan perfecta, parecía una mariposa con las alas abiertas. Creo que estoy empezando a perderle el miedo a la muerte. Es posible que nunca lo vea nadie, pero la muerte va a dejar al descubierto la belleza de nuestro armazón, del esqueleto.

—No se me había ocurrido pensarlo. Es usted una caja de sorpresas. Pero yo quisiera volver al principio de nuestra conversación.

—Creo que la pregunta inicial, si el poeta nace o se hace, la puede contestar usted mejor que yo. Yo soy incapaz de escribir dos versos seguidos. No le digo una poesía. Imposible.

—Pues entonces, planteemos la cuestión desde otro punto de vista: ¿usted visita santuarios porque le gusta la investigación? ¿Ha nacido así o se ha ido haciendo?

—Yo creo que todos los que visitamos estos lugares, hasta los que profanan las paredes con sus nombres y sus fechas, tenemos algo de religiosos, en el sentido etimológico de la palabra.

—¿Y se ha sentido más cerca de la divinidad allá en el farallón?

—Me he encontrado muy bien.

—No me ha contestado.

—Cerca de la divinidad, y entiendo ésta por la bondad, la amabilidad y la consideración, me encontré hace muchos años en un hospital. Acompañé a mi hijo a que le hicieran una radiografía. En tanto esperaba, bajaron una cama donde yacía una anciana. Estaba más allá que acá. Parecía un cadáver. Huesos y piel y cuatro pelos. Instintivamente me alejé de ella. Y en eso salió una médico de una de las habitaciones. Era una mujer joven y guapa. Se dirigió a la anciana, le habló, la acarició, le apretó las manos, la miró con cariño... Me quedé impresionado. Era aquello... Sí, era aquello. Hoy, antes de subir al santuario, he entrado en un bar a tomarme un café con leche. Al entrar, el dueño del bar estaba de espaldas a mí. Al girarse para atenderme, he visto un rostro que era la pura bondad. Hacía años que no veía una cara tan de buena persona como la de ese hombre. Me hubiese gustado saber dibujar como usted, y hacer su retrato... Yo no soy así. Por lo tanto, también la bondad se hace.

—Y ha subido usted al santuario del dios Lug en demanda de esa bondad.

—No. He subido porque me apetecía. Y porque he sido profesor, me gustan sus Cartas, y quería darle la razón.

—Dígame. Soy todo oídos.

—Es cierto. Tiene usted razón: lo han reducido a las Rimas y a las Leyendas. Creo que poca gente conoce el resto de su obra. Y sus Cartas deberían ser lectura obligatoria, al menos en los centros de enseñanza.

—¡Por Dios! Tampoco es eso.

—Déjeme que me explique, por favor. Si queremos que se respete y se ame lo nuestro, historia, lengua, paisaje y demás, deberíamos tener grabado a fuego, en los colegios, universidades e institutos, estas palabras suyas: El gobierno debería fomentar la organización periódica de algunas expediciones artísticas a nuestras provincias. Estas expediciones, compuestas de grupos de un pintor, un arquitecto y un literato, seguramente recogerían preciosos materiales para obras de grande entidad. Unos y otros se ayudarían en sus observaciones mutuamente, ganarían en esa fraternidad artística, en ese comercio de ideas tan continuamente relacionadas entre sí, y sus trabajos reunidos serían un verdadero arsenal de datos, ideas y descripciones útiles para todo género de estudios.6 Creo que se le olvidó un dato muy importante: los alumnos también deberían participar en esas excursiones. Tal vez así aprendieran a amar el paisaje, los árboles, el campo y los santuarios.

—O a odiarlos, si están hechos a ir con los coches y las motos de aquí para allá.

—Hay que arriesgarse.

—Sin duda. Salgamos a pasear —dijo don Gustavo apurando su cerveza y levantándose—. Le gustarán los alrededores del balneario.

—Los conozco. He estado aquí varias veces. Y siempre que vengo, me acuerdo de lo mismo: de Hans Castorp, el protagonista de la novela de Thomas Mann, La montaña mágica.

Una excelente obra. Algún día tenemos que hablar de ella.

—Pero en este lugar.

—En este lugar. Lo esperaré, con la cerveza en la mano, a que baje usted del santuario. Porque, estoy seguro, querrá volver a subir.

—Sí. Lo haré por todas las veces que no subí a mis alumnos. Y porque allí se respira un aire muy puro. Y creo que me entiende.

—Es una excelente forma de flagelarse —dijo Bécquer estallando en carcajadas—. Por lo demás, entiendo que allí el cielo es muy transparente. Y a lo mejor es lo más transparente que tenemos.

 

Notas

  1. Séneca, Epístolas morales a Lucilio, Ep. 82.
  2. Miguel de Cervantes, El coloquio de los perros. En Novelas ejemplares III. Edición de Juan Bautista Avalle—Arece. Clásicos Castalia, Madrid, 1982, p. 267.
  3. Ibídem, p. 245.
  4. Francisco de Quevedo, La cuna y la sepultura. Doctrina moral. Edición de Celsa Carmen García Valdés. Cátedra Letras hispánicas, Madrid, 2008, p. 187.
  5. Gustavo Adolfo Bécquer, Desde mi celda, carta IV.
  6. Gustavo Adolfo Bécquer, Desde mi celda, carta IV.